En un extremo del pórtico habían dispuesto cestos llenos de pescado, guisantes, melones, higos y dátiles y sobre las esteras, una docena de cántaros de vino tinto. En el centro de las vituallas estaba el joven Crestos con una bandeja de barro cocido lleno de pan.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió Sabni.
—¡Alimentos de nuestros dominios! Diez campesinos y un pescador los han traído. En cuanto lo decidas podemos comenzar el banquete.
—¿Qué quieres festejar?
—¡La partida de los traidores! No deberían haber entrado en el templo jamás. Al capturarlos, la diosa purifica la comunidad y le abre un nuevo camino. Qué importa que seamos pocos… Ahora somos un solo ser. Nuestra rectitud tenía un precio.
Isis y Sabni no replicaron. Con el ardor propio de los neófitos, Crestos enterraba el pasado. Entero, devastador, menospreciando los detalles, vivía la realidad más cruda sin preocuparse por lamentaciones.
—Es el nacimiento de una nueva comunidad que saludaremos vertiendo la luz en nuestras copas.
El general Narses terminó su informe oral con una conclusión pesimista: la epidemia se extendía. Ni los médicos militares ni los practicantes de Elefantina eran capaces de frenarla. En el cuartel general ya habían muerto al menos veinte soldados. Cada día se declaraban nuevos casos; la enfermedad pronto alcanzaría a la población. Si no la detenían pronto, los ejércitos de Narses y del obispo serían diezmados. ¿Quién aseguraría entonces la defensa del pueblo? Cierto que los blemios no habían vuelto a aparecer, pero ¿no permanecía latente el peligro tras los bloques de granito de la catarata?
—Celebraré una misa e imploraré públicamente la ayuda del Señor —prometió Teodoro.
—No os lo aconsejo —objetó Maximino—. No comprometáis vuestra autoridad. Que cada cristiano rece a Cristo misericordioso sin implicar al Estado a través de vuestra persona; Dios podría hacer oídos sordos…
—En la calle proponen otra solución —indicó Narses—; llamar a una curandera.
El prefecto se indignó.
—¡No volvamos a caer en prácticas de magia negra!
—El pueblo dice que la gran sacerdotisa de File tiene poderes que le ha confiado la diosa. Ella habría conseguido detener un mal similar hace algunos años. ¿Es eso cierto, reverencia?
De mala gana, Teodoro reconoció que era cierto. Pero se negó en redondo a recurrir a File, pues esto significaría volver a actualizar las supersticiones a las que el pueblo seguía aficionado. El prefecto estaba de acuerdo, pero ¿cómo desperdiciar la ocasión de ver a Isis? Ordenó a Narses que fuera a buscarla sin utilizar la violencia. Si se negaba a acudir, tendría que contentarse con levantar acta.
El obispo se tranquilizó; Isis no aceptaría abandonar la isla santa para ayudar al enemigo.
—Vuestra barca está lista, mi general. Cuatro remeros serán suficientes.
—Que se queden en tierra.
—¿Pensáis ir solo?
—Sé manejar un remo.
Para sorpresa del oficial y los soldados, Narses se lanzó por el río en dirección a File. Deseaba vagar por las aguas sagradas que sobrevolaban las garzas blancas y los ibis de alas inmensas, y navegó con indolencia hacia el templo, fortaleza del divino constructor sobre la roca emergida del océano de energía, padre y madre del universo. A medida que se acercaba, Narses se sentía cada vez más subyugado. ¿Qué inspirado arquitecto había osado concebir aquel esplendor a la vez austero y atractivo, aquellas piedras luminosas tan poderosas como inmateriales, aquel santuario dispuesto como una nave a punto de elevarse al cielo? ¿Cómo se podía vivir lejos de aquel lugar bendecido por los rayos del sol y el soplo del viento?
El vigilante del embarcadero corrió a prevenir a Sabni de la proximidad de una embarcación ocupada por un solo hombre. Evidentemente, no se trataba de una invasión, por tanto el sumo sacerdote no alertó al resto de la comunidad. El barquero se detuvo a una veintena de codos de la orilla y se puso en pie.
—Soy el general Narses —anunció con voz fuerte.
—Y yo el sumo sacerdote de File. ¿Qué deseas?
—Rogar a la gran sacerdotisa que venga a Elefantina a luchar contra la epidemia que se abate sobre la guarnición.
Sabni pensó en el capitán Mersis, el hombre devoto de File a pesar de que esto suponía poner en peligro su existencia. Sólo por él se justificaba la intervención de Isis. El comportamiento de Narses intrigó a Sabni; su expresión, de una seriedad cautivante, traicionaba su languidez. ¿Quién habría reconocido en este plácido navegante al soldado responsable de tantas carnicerías? No se atrevía a abordar el territorio de la diosa y contemplaba fijamente la terraza que coronaba la fachada del primer pilono, como si su mirada le permitiera entrar allí donde sus piernas se negaban a llevarle.
—La gran sacerdotisa es quien ha de decidirlo —declaró Sabni.
—Tú puedes convencerla. La situación es desesperada. Aguardo su respuesta.
Isis dictaba a Auré una frase acerca del ojo del sol comparado con el uraeus cuyo fuego apartaba las fuerzas de las tinieblas.
Sabni la interrumpió.
—Perdona la intrusión; el general Narses suplica que utilices nuestra terapéutica para salvar a su ejército, que se encuentra en peligro. Disentería, sin duda. La Terrorífica ha salido de su mutismo y abate a nuestros enemigos con su aliento pestilente.
—Una ayuda celestial… ¡Pero no podemos abandonar a Mersis! Una persona excepcional merece todos los sacrificios posibles.
Isis se dirigió hacia la parte norte del pilono y meditó ante el muro occidental donde estaba inscrito el ritual para calmar a Sejmet, la diosa terrorífica de la comunidad de los poderes cósmicos encargada de propagar las enfermedades y de castigar a la humanidad culpable de profanar el mundo omitiendo celebrar los ritos. La gran sacerdotisa leyó los textos a media voz y memorizó las fórmulas para curar.
Narses no se había movido. Desde lo alto del embarcadero, Isis se dirigió a él.
—¿Decís la verdad, general?
—No conozco la mentira y os garantizo vuestra seguridad en el territorio de Elefantina.
—Sois mi enemigo y el del templo.
—Eso creía yo antes de descubrir la catarata.
—¿Habéis cambiado de opinión?
—De punto de vista.
—Isis os ha iluminado con su gracia.
—Soy un solitario; mi camino es el del silencio, no el de una religión o comunidad. Mi brazo está cansado de destruir. Mis hombres sufren; sólo vuestra ciencia puede atenuar su aflicción y detener a los demonios de dientes de hierro.
—Si los curo, volverán a ser soldados.
—Bajo mi mando.
—Si recibierais la orden de atacar la isla santa, ¿obedeceríais?
—¿Comprenderíais vos que yo traicionara mi palabra de oficial?
Isis volvió al primer pilono y se sentó al lado de Sabni, que le desaconsejó la aventura; si prestaba asistencia al enemigo, ¿no aparecería como una traidora a los ojos de los adeptos? La gran sacerdotisa rechazó el argumento. Si triunfaba, los frutos de la victoria redundarían en beneficio de la diosa. Odio y celos enfrentados, la cofradía gozaría de nuevo de la estima del pueblo, como en los felices tiempos en que todos sabían que un médico del templo se trasladaría hasta la cabecera de los más pobres sin reclamarles ningún pago.
Sabni sacó una estatua de granito negro del laboratorio; representaba un sacerdote con serpientes en las manos, pisando escorpiones y con el cuerpo cubierto de jeroglíficos. Con la ayuda del hermano más robusto, el sumo sacerdote llevó al extraño personaje hasta la barca, a la que subió en compañía de Isis.
A la vuelta de la travesía, los soldados se negaron a tocar el diablo de piedra. El propio Narses tuvo que ayudar al sumo sacerdote para cargarla en un carro; después, el cortejo caminó hasta el cuartel general, donde reinaba un silencio anormal. Aquella mañana habían sucumbido cuatro soldados. Enterraban los cadáveres de inmediato, lejos del campamento.
Colocaron la estatua en el centro del patio, donde el desfile previsto no tendría lugar. Sabni no se retiró hasta que Narses introdujo a Isis en el interior de la construcción destinada a los oficiales. Isis retrocedió a causa del hedor insoportable. La dolorosa mirada del general le dio el valor necesario. Los enfermos estaban acostados sobre lechos de paja, la mayoría infectados y sucios mientras los enfermeros trataban de hacerles beber algo. La gran sacerdotisa examinó a los enfermos uno por uno, poniendo su mano derecha sobre la frente y la izquierda sobre el vientre. Dos veces pronunció el terrible diagnóstico: «Un mal que conozco y que no puedo vencer». Intentaría curar al resto. No podía pronunciar la frase que todos esperaban: «Un mal que conozco y que venceré».
—Llevadlos fuera, al lado de la estatua.
—El sol les matará.
—Al contrario. Obedecedme, general, o vuelvo a la isla. Que todos estos hombres sean bañados y que laven sus vestidos. Enseñadme la farmacia del campamento.
Isis encontró los ingredientes indispensables para fabricar un remedio contra la fiebre y la infección intestinal: jugo de escarabajo, mirra, beleño, cicuta, eléboro y opio. Mezcló las substancias en un frasco y obtuvo una solución que vertió sobre la estatua. El líquido se impregnó de los textos mágicos que proclamaban la victoria de la luz sobre los demonios portadores del sufrimiento. Sabni recogió el precioso brebaje en una copa. Mientras administraba la poción a los pacientes, Isis pronunciaba los versos de un antiguo hechizo:
—Que ellos sean identificados con Horus, el hijo divino, preservado de toda afección; que la gran diosa les libre de la muerte masculina que les ataca por la derecha y de la femenina que les ataca por la izquierda; que las venas de su corazón distribuyan la energía por todos los miembros y expulsen los flujos nocivos.
La gran sacerdotisa exigió que comparecieran los soldados rasos, a los que prodigó idénticos cuidados; luego hizo trasladar a los enfermos a las construcciones de piedra en las que las ventanas habían sido rotas para dejar que el aire circulara en la oscuridad.
—Que no haya ningún ruido. Estos hombres tienen que dormir.
Narses impartió las órdenes oportunas; el cuartel se cerró. Isis masajeó a los malheridos hasta sumirlos en un profundo sueño, tocó manos y nucas a fin de capturar las fuerzas malvadas que se había adueñado de los cuerpos; algunas se desvanecieron como sombras, otras resistieron.
Cuando se puso el sol, la gran sacerdotisa estaba agotada. El general Narses le ofreció su habitación. Sabni pasó la noche junto a la estatua, que los soldados observaban con inquietud.
¿Deberían su salud a aquella figura inquietante, a aquel médico de piedra surgido de otro mundo y recubierto de signos incomprensibles?
Al amanecer, la gran sacerdotisa preparó una nueva poción. Durante todo el día se ocupó de los enfermos. Dos de ellos habían sucumbido y tres habían conseguido levantarse. En casa de los otros, la fiebre remitió. Isis tuvo que tratar nuevos casos; los que no estaban enfermos bebieron un remedio preventivo.
Por la tarde, casi ningún soldado presentaba síntomas agudos. En Elefantina ya empezaba a extenderse el rumor que pronto llegaría a toda la provincia: la diosa de File había vencido la epidemia.
La sonrisa furtiva del capitán Mersis, preocupado por mantener una actitud distante, casi indiferente, fue la mayor recompensa de Isis. El general Narses convenció a Sabni de que aceptara como recompensa un centenar de cántaros de vino. Los soldados escoltaron la estatua curandera que tocaron al pasar docenas de curiosos; varios alabaron el nombre de Isis y aclamaron a la gran sacerdotisa.
En el embarcadero se encontraban el prefecto y el obispo. Maximino se acercó a Isis. Había preparado un discurso, pero fue incapaz de pronunciar palabra.
—¿Por qué habéis curado a vuestros enemigos? —preguntó Teodoro.
—Los soldados son responsables de la seguridad de los terratenientes. Les estamos agradecidos.
—Habéis utilizado ritos paganos prohibidos por la ley.
—Mis remedios son eficaces; en cuanto a la estatua, sólo se trata de un memorándum. ¿Por qué ver el diablo por todas partes?
La naturaleza es obra de Dios; gracias a las plantas podemos curar las enfermedades más temidas. Cuando la magia de los jeroglíficos se une a sus virtudes, la medicación se vuelve más eficaz.
Vencido, Teodoro se dio la vuelta, no sin antes observar en los ojos de la gran sacerdotisa una chispa que él consideró irónica. Otro éxito como éste y ella se reiría de Cristo.