CAPITULO XXVII

Isis y Sabni se reunieron con los seguidores seducidos por los argumentos del carpintero. Enfadados y dubitativos, los adeptos se obstinaron en su postura. La decepción del sumo sacerdote fue inmensa. ¿Cómo era posible que aquellos seres que habían consagrado su existencia al templo pudieran renegar de su fe y traicionar su vocación? Las mismas excusas volvían una y otra vez: miedo a luchar contra un enemigo demasiado poderoso, voluntad de permanecer en la sombra, deseo de una vejez placentera lejos de conflictos. Para ellos File ya no existía; sólo soñaban con volver a Elefantina, reencontrar a sus familias y el anonimato.

Ni la dulzura de Isis ni la firmeza de Sabni convencieron a los sediciosos de que considerasen su decisión. Enloquecido, el carpintero se dirigió a la biblioteca donde trabajaba Auré.

—Este asunto está tomando un cariz muy feo.

Rabiosa, la ritualista rompió su cálamo.

—¡Entonces, Sabni se niega a ceder!

—Me ha propuesto ocupar su cargo.

—¿Te has negado?

—Es demasiado arriesgado.

—Te sientes incapaz, ¿verdad?

—¡Pues claro que sí! Molestias, disgustos, eso es lo que conlleva ese cargo. Debemos huir de la isla, Auré. El complot ha terminado bien; varios seguidores nos acompañarán y volverán a una existencia normal.

—¿Tú también?

El carpintero dudó.

—Amo a File, sin duda más que Isis y Sabni, pero ha llegado el momento de renunciar a las tradiciones moribundas. Estamos encerrados en un sueño; aceptemos la realidad de nuestra época y olvidemos este templo sin tardanza.

Auré mantuvo la mirada fija sobre el papiro.

—No puedo.

—No seas obstinada. Uno tras otro, todos los hermanos y hermanas abandonarán a la pareja que les gobierna. Pronto Isis y Sabni se desgarrarán entre ellos. ¿Crees necesario asistir a ese triste espectáculo?

—Sal de aquí.

—Auré…

—Eres un inútil y un cobarde. Me he equivocado al elegirte como aliado. Yo no cometeré dos veces el mismo error.

El carpintero se reunió apenado con sus compañeros.

Mientras se alejaban los barcos con los que habían faltado a su promesa, Crestos blandió el puño.

—¡Perjuros, yo os maldigo!

—Trata de comprenderlos —recomendó el sumo sacerdote.

—¡Son las más miserables de las criaturas! La gran diosa los había acogido y les había dado todo su amor. Puedo perdonar a los cristianos y a mis enemigos, pero no a esos traidores.

—Muy pocos siguen el camino hasta las puertas de los grandes misterios —indicó Isis—. No adores el pasado de manera infantil; en las épocas más gloriosas, el camino de la sabiduría era tan estrecho como ahora.

—Estamos en guerra. El desertor sólo merece la muerte.

—Nuestro trabajo consiste en dar la vida, Crestos, en prolongar la obra de la divinidad.

—Al menos, que sean heridos —murmuró el adolescente.

Los adeptos se arrojaron a los brazos de los soldados que habían observado su travesía. Algunos anunciaron su conversión inmediata; otros, incapaces de profanar su juramento, se contentaron con afirmar que regresarían con sus familias y que nunca más volvería a oírse hablar de ellos. Ocultando su papel de agitador, el carpintero se confundió entre las filas de soldados.

Los militares, sorprendidos por estas manifestaciones, reaccionaron con brutalidad e hicieron retroceder a los adeptos a punta de lanza. Una hermana cayó al suelo herida en el vientre y varios hermanos fueron heridos en brazos y piernas. El carpintero trató de interponerse, pero un hermano golpeó a uno de los soldados. Aquella agresión individual fue reprimida con crueldad; los rebeldes fueron encadenados y conducidos a la fortaleza principal. Tres perecieron por el camino. Arrojaron sus cadáveres en canales de riego abandonados en los que se pudrían los despojos de asnos y bueyes.

Cuando el capitán Mersis vio entrar el triste cortejo en el cuartel, se dio cuenta en seguida del alcance del desastre. La mitad de la comunidad se había ofrecido como víctima resignada a los golpes de un enemigo del que no sospechaban tamaña violencia. Los soldados afirmaron que una banda organizada les había atacado. Mersis, obedeciendo las consignas, arrojó a los rebeldes a una celda subterránea en la que permanecerían durante quince días, antes de partir con la próxima caravana de deportados hacia un campo de trabajos en Asia. Si alguno sobrevivía al viaje, moriría en las minas. Incapaz de moverse, el hermano carpintero no paraba de llorar.

Teodoro rogó a Cristo, le suplicó que arrojara luz sobre su espíritu y le mostrara el camino. ¿Cómo salvar a Sabni después de semejante catástrofe? El obispo sabía que su amigo era poseedor de una verdad que merecía ser conservada. Si se le quitaba la capa de error y de ilusión, sería una fe triunfante. Dios había confiado a Teodoro la tarea de conducir a un sacerdote pagano a la luz de la verdadera fe. ¿Había vocación más noble y exaltada que ésta? Sabni tenía las cualidades de un gran prelado y poseía don de mando. Juntos, los dos hombres se complementarían como los Gemelos del zodíaco. Pero había que arrancar a Sabni de la prisión en la que él mismo se había encerrado; por tanto tendría que dividir la última comunidad que todavía le ataba a los cultos malditos. La locura del prefecto se había convertido en un arma decisiva para la causa del Señor.

Maximino escribió a Isis la décima carta implorando perdón. Al igual que había hecho con las nueve precedentes, la tiró, sin preocuparse por lo mucho que valían los papiros. ¿Cómo explicar a la gran sacerdotisa que la estupidez de un carpintero había sido la causa de tantas desdichas? Utilizando los servicios de un confidente, el prefecto no deseaba poner en peligro una comunidad a la que, no obstante, quería destruir para librar a Isis de las ataduras mágicas por las que estaba ligada.

Maximino se perdía en sus propios pensamientos. Incapaz de soportar por más tiempo la atmósfera de su despacho, pidió al obispo que le recibiera. Teodoro le recibió con frialdad.

—Me detestáis.

—¿Estáis satisfecho de vuestra iniciativa?

—¿Cómo iba a imaginar que el carpintero encabezaría una conspiración?

—Una revuelta armada de viejos y enfermos… ¿Quién se va a creer ese cuento? Vuestro espía tuvo miedo y trató de huir en compañía de los débiles que pudo convencer.

—¿Me consideráis responsable de unos cuantos cadáveres sin importancia?

—Estoy listo para oíros en confesión.

Maximino, conmovido por la mirada del obispo, comprendió por qué aquel hombre gobernaba una provincia y por qué, el día de mañana, reinaría sobre Egipto entero. No tenía que alzar la voz para dar una orden y ser obedecido.

El prefecto se arrodilló. En aquel momento creyó en Dios. Su presencia se reflejaba en su servidor. Los labios del prefecto vibraron y comenzaron a murmurar sus pecados.

Isis y Sabni franquearon el pórtico de Adriano y descendieron hasta el Nilo. El frío del invierno se alejaba y asomaba la primavera; se abrían las primeras flores que pronto vestirían a la isla santa de rojo, azul y amarillo. Los dos jóvenes pasearon por la orilla húmeda por el rocío. Paso tras paso, se afirmaban sobre la realidad de aquella tierra sagrada abandonada por la mitad de la comunidad.

La víspera, Isis no había tenido valor para proseguir con la redacción del ritual destinado a favorecer el retorno de la diosa lejana.

Sabni redistribuyó el trabajo, pero varias tareas habían quedado sin cubrir. El templo carecería de artesanos cualificados; sin carpintero, ¿cómo mantener el mobiliario ritual? ¿Cómo reparar las camas y los baúles de las vestimentas? Sabni trataría de perfeccionar estas técnicas, ya que conocía los rudimentos, y las transmitiría a Crestos, que sabría hacer fructificar las enseñanzas recibidas.

—No he dejado de pensar en la partida de nuestros hermanos y hermanas —le confió Isis—. Constantemente veo sus caras, recuerdo sus alegrías, sus penas, las vivencias compartidas con ellos, su descubrimiento progresivo de la sabiduría. Siento su sinceridad, la fuerza de su compromiso. Han cedido a un momento de debilidad. Volverán.

—Olvídalo.

—¿Por qué?

—Mersis ha enviado un mensaje. Desearía evitarte…

—Habla.

—¿Deseas sufrir aún más?

—Odio el sufrimiento; nuestro pueblo ha vivido para la felicidad, pero me niego a meter la cabeza bajo tierra.

—Los que nos han abandonado están muertos o presos. Motivo oficial: revuelta contra el ejército. Ni siquiera Mersis puede mejorar su suerte.

Isis lloró suavemente, abrazada a Sabni; el viento del desierto se levantó e hizo bailar las acacias. El sol calentaba a la pareja, sentada al pie de un tamarindo. Sobre File reinaba una paz profunda, heredera de una edad de oro donde todos los seres saludaban la luz del amanecer antes de pensar en sí mismos.

—Debes irte, Sabni.

—¿Me expulsas?

—El prefecto te perseguirá con saña y el obispo exigirá tu sometimiento. Aquí estás en peligro. Ve hacia el norte, reúne a los fieles dispersos, renueva sus esperanzas. Sólo el sumo sacerdote de File puede encargarse de esta tarea.

—Mi lugar está a tu lado, a la cabeza de la comunidad que nos ha designado para guiarla. El cuerpo sólo vive en función del corazón; hoy, el corazón del Egipto tradicional es File.

—Puesto que las cosas están así, yo seré la muralla más sólida, un dique infranqueable. Los últimos adeptos duplicarán su energía y serán más indomables que las fieras. Aprovechemos que somos pocos para aumentar nuestra coherencia, respirar con un único aliento y nutrirnos del mismo poder.

—El templo es la morada de la diosa que te dio el nombre. Obedecerla me colma de una alegría que no merezco y de la que sólo tú tienes el secreto.

Isis apoyó la cabeza sobre el hombro de Sabni.

—¿Quién sabría cantar el amor que siento por ti? Es más vasto que el cielo, más fértil que la tierra negra, más brillante que las estrellas.

Sus labios se encontraron, sus cuerpos se abrazaron y el amor les unió bajo la sombra rosada del tamarindo.