El general Narses estaba de mal humor durante la inspección semanal de las tropas. La disciplina a la que había consagrado su existencia parecía una amante anémica. En el mes de febrero, cuando comenzaban los preparativos de la cosecha, Elefantina se diluía en una modorra sosegante. Los blemios no habían vuelto a dar señales de vida. Un pálido sol apenas calentaba la morada del prefecto, atado por su propia ley. Obligado a redactar un informe sobre la situación financiera de la provincia, explicaba al emperador que la petición de traslado de Narses impediría toda tentativa de expedición a Nubia, suponiendo que fuera posible atravesar la catarata. Tras varios días, el obispo trataba con frialdad al prefecto; ¿no había vuelto a dar a File una existencia legal con su error estratégico? Ahora que Isis permanecía en el templo, Sabni se dirigía con frecuencia a sus tierras para pagar a los campesinos, felices de trabajar por el interés de la isla santa.
Maximino acababa de arruinar varios años de esfuerzo. Los paganos salían de las sombras; incluso los cristianos estaban conmovidos por la fuerte personalidad de Sabni. Sin buscar convencer ni convertir, el sumo sacerdote atraía numerosos simpatizantes. Algunos jóvenes manifestaban su deseo de conocer la Regla del templo. Aquello que más había temido Teodoro surgía de repente como una pesadilla. Sabni, el adversario de Dios, se convertía en su enemigo más fuerte. Como si fuera una mala yerba, el paganismo renacía con una fuerza que él había creído muerta. La pareja que reinaba en File disponía de la autoridad y del poder de convicción necesarios para cambiar progresivamente la situación a su favor. File pasaba de estar oprimida a convertirse en conquistadora.
El prefecto soñaba con Isis. El obispo preparaba su respuesta. Narses echaba una ojeada descuidada a sus soldados, pensando en el feliz momento en que se encontraría solo, sobre su roca, de cara a la catarata. Sin embargo, un problema le preocupaba y fue a consultarlo con el capitán Mersis.
—Faltan algunos hombres, ¿no?
—Unos veinte.
—¿Por qué?
—Fiebre y problemas intestinales.
—¿Una epidemia?
—Todavía no se sabe. Los médicos están examinando a los enfermos.
La información preocupó al general. Recordaba las campañas africanas en las que la disentería había diezmado regimientos enteros. Los hombres morían en medio de atroces sufrimientos después de haber perdido todo el líquido que contenía su cuerpo.
—¿Cuál es vuestra opinión, capitán?
—Estoy preocupado.
—Si se declarase algún nuevo caso, ponedme al corriente de inmediato.
Narses volvió a su puesto de mando. Aquella tarde no podría contemplar la catarata.
Isis y Sabni, los primeros en levantarse, recorrían las estancias del templo después de haber celebrado el ritual del alba. Cada día que pasaba, la isla santa estaba más hermosa y radiante.
Su felicidad y la intensidad de su unión nacía de aquellas piedras de espíritu alegre. La voz de los antepasados habitaba los corredores donde la pareja se escondía a menudo, atenta al silencio formado por siglos de ofrendas. El amor que les ligaba aumentaba de día en día con la fuerza de las mañanas y la ternura de las tardes.
En el patio, entre los dos pilonos, el carpintero había reunido una veintena de hermanos y hermanas. Apretados unos contra otros, formaban un grupo compacto y hostil. Auré, con el consentimiento del agitador, no aparecería; se dedicaría a transcribir un ritual y así se quedaría fuera del conflicto y podría conservar, en caso de fracaso, la confianza de la gran sacerdotisa.
Isis y Sabni se detuvieron sobre la escalera que conducía a la entrada de la sala de columnas.
—¿Qué deseáis? —preguntó el sumo sacerdote.
—No estamos de acuerdo contigo. ¡Vender nuestros bienes es una infamia! Deseamos permanecer en la sombra, pues batirse contra el prefecto y el obispo nos parece una empresa demasiado peligrosa.
—No tenemos elección —le recordó Isis—. El templo sale de su aislamiento.
—Eso es lo que habría que evitar —dijo la perfumadora. Querríamos envejecer en paz, lejos de los vengativos cristianos. Sabni y tú nos obligáis a dirigirnos contra ellos y a librar una batalla perdida de antemano.
—Eso no es verdad —objetó Sabni—. Tratando de enterrar el templo, el prefecto le ofrece un medio de vida. Retroceder ahora sería cobardía.
—¿Qué sabes tú de valor? —dijo un músico con las manos deformadas por el reumatismo—. ¡Eres un sumo sacerdote demasiado joven! Nosotros sí que hemos soportado sufrimientos.
Isis se sentó en un peldaño. Nada en su actitud transmitía irritación. Sabni la imitó; invitó con un ademán a los hermanos y hermanas a sentarse a su lado. Algunos se quedaron de pie.
—¿Qué proponéis?
—Volvamos a nuestra antigua situación —exigió el carpintero—. Que nos devuelvan nuestros bienes y nos olviden.
—Sabes que eso es imposible.
—No si verdaderamente lo deseas.
—¿Por qué estas quejas inútiles? —preguntó Isis—. Enmascarar la realidad es una falta contra nuestra Regla. Utilicemos con sabiduría el destino que los dioses nos envían.
—¡No se trata de dioses, sino del prefecto! No nos arrastréis a un callejón sin salida. Nuestra comunidad debe callar.
—Así hemos subsistido durante muchos años —admitió el sumo sacerdote—. Pero esa época ya ha terminado. ¿Quién va a negarse ahora al renacimiento de File?
—Nosotros —respondieron los aliados del carpintero.
—Si persistís en vuestras nefastas intenciones —prometió—, dejaremos la comunidad.
Una vez solos, Isis y Sabni unieron sus manos. Les afligía aquel ataque surgido del interior del templo. ¿Cómo condenar a hombres y mujeres con quienes habían compartido tantas vicisitudes? ¿Cómo juzgarles? Tenían libertad de elección para poder regresar al mundo exterior en cualquier momento.
—Ninguno de ellos ha franqueado la puerta de los grandes misterios —constató Sabni—. ¿No tratará el hermano carpintero de promover una revuelta para conocer las fórmulas del poder?
—Sería un fracaso seguro. Temo un mal peor; nuestro hermano olvida que no sólo somos una asamblea de seres humanos preocupada por su posteridad, sino una comunidad al servicio de los dioses. Si retrocedemos ante la aventura del espíritu, nos condenaremos a muerte.
—El carpintero lo sabe. Es uno de los adeptos más perspicaces.
—En ese caso, el veneno de la traición ha emponzoñado su alma.
Sabni palideció. Isis hablaba de acusaciones que él no quería oír.
—Tienes razón —admitió—. No es al templo a quien obedece, sino al prefecto y al obispo.
—¿Tienes alguna prueba?
—No. Por eso propongo que reunamos de nuevo la cámara de la Regla.
—¿Quién quieres que sea tu asesor?
—La bibliotecaria. Dejemos aparte a la ritualista; se mostraría implacable ante la insolencia del carpintero. Debemos saber la verdad y, si es cierto que se ha apartado del rebaño, intentar atraerlo de nuevo.
—Entonces no convocaré a Auré. Si no se trata más que de un cambio de humor y una revuelta pasajera, el amor fraternal tranquilizará a nuestro hermano.
Un carpintero arrogante, mal afeitado y vestido como un profano se presentó ante los jueces: Isis, Sabni y la bibliotecaria encinta. Isis rogó a Ma’at, la Ley universal, que enseñara a sus fieles el camino recto donde el corazón se ensanchaba. El acusado no manifestó ninguna emoción al escuchar las palabras que, tiempo atrás, hacían vibrar su alma. Su posición, que se había vuelto insoportable, le dictaba una conducta: mostrarse odioso a fin de ser rechazado y constatar el nacimiento de una sedición interna, que justificaría su expulsión a los ojos del prefecto. Este último no podría reprocharle nada y tendría que elegir otro espía.
—¿Te consideras culpable o inocente? —preguntó Sabni—. ¿Eres consciente de haber violado la Regla?
—Yo me río de la Regla. Tu compañera y tú lleváis la comunidad al desastre.
—Sin embargo, tu voz no se opuso a nuestra nominación.
—Eso era ayer; el poder os ha desquiciado. Creéis en la resurrección de File. ¡Qué locura! Yo rechazo vuestra autoridad. Estoy decidido a abandonar la isla y no me iré solo. Muchos comparten mi opinión y prefieren la razón a vuestra demencia.
La bibliotecaria, indignada, quiso protestar, pero Isis le impuso silencio.
—Mi designación como sumo sacerdote es el origen de esta revuelta —dijo Sabni—. Bajo el sabio gobierno de Isis no se elevó ninguna protesta. Hay una solución muy sencilla, hermano mío; yo me retiro de mi cargo y tú ocupas mi plaza.
El carpintero retrocedió un paso.
—Yo no he hecho esos votos.
—En lugar de cumplir con tu deber te dedicas a criticar mi manera de dirigir. En este momento, estás en la obligación de rectificar mis errores y hacer la comunidad más armoniosa.
—Rechazo esa función.
—Estoy lista para confiártela —declaró Isis—. Construye la obra que esperamos y te obedeceremos.
—¡Dejadme en paz!
—Te mientes a ti mismo, hermano. ¿De qué demonio eres esclavo?
—He pisoteado vuestra Regla… ¡Detenedme!
—¿Olvidas tu vocación hasta el punto de odiar a tus hermanos?
Sin haber sido invitado a ello, el carpintero abandonó la pequeña estancia en cuyo suelo brillaba el codo de oro de Ma’at, del que nacían las medidas del templo.