Fue necesaria toda una noche para convencer a Sabni. El sumo sacerdote se negaba obstinadamente a reducir el patrimonio legado por los antepasados. Isis logró demostrarle que el prefecto, creyendo hundir al templo en la miseria, lo que conseguía era ofrecerle una nueva prosperidad. Dado que la ley situaba a File en el centro de un dominio explotable, ¿por qué no sacar provecho de ello? Muchos campesinos estarían dispuestos a trabajar en beneficio de la isla santa; empleando sus propios recursos, no dependerían ni del obispo ni de las buenas voluntades que tan fácilmente se desvanecen. Quedaban por pagar las contribuciones; sería necesario rogar al Nilo para que les concediera una generosa crecida que fertilizara los campos y jardines.
El sumo sacerdote cedió al fin; Sabni se aferraba al pasado, mientras que Isis se abría al porvenir.
Después del rito del amanecer convocaron a los adeptos delante del primer pilono.
—Por decisión del prefecto, el templo vuelve a considerarse propietario de tierras. File volverá a ser rica si salda sus deudas con el emperador. La comunidad ya no posee ni una sola pieza de plata, pero es rica en objetos y en muebles antiguos; os propongo que los vendamos al anticuario.
El carpintero se rebeló.
—¿Tienes el consentimiento de la gran sacerdotisa?
—En el momento en que uno de los dos habla ante la comunidad —respondió Isis—, transmite el pensamiento del otro.
—¿Tendremos que separarnos de los papiros antiguos? —quiso saber la bibliotecaria.
—No; son el alma del templo.
—También lo es el mobiliario —protestó un hermano.
—Podéis rechazar nuestra propuesta —admitió Sabni—. En ese caso, el ejército nos quitará lo que ahora tenemos y nos expulsará del templo. Más nos hubiera valido cometer diez asesinatos que defraudar al fisco.
—¡Nosotros no hemos robado nada!
—El prefecto estima que no cumplimos con las leyes del Estado.
—Basta ya de discusiones —intervino Crestos—. Si la comunidad ha elegido a Isis y a Sabni, ha sido para que la dirijan. Ellos deciden y nosotros obedecemos.
Estas palabras apagaron el ardor de los que protestaban. El encargado del embarcadero se dirigió a su aposento, de donde sacó una jarra de vino de cuello recto y asas bien torneadas, el objeto favorito de uno de los coperos mayores de Ramsés II. El cocinero vació los cofres repletos de vajilla de oro y plata, en la que destacaban los vasos de oro en forma de cubilete realzados con pétalos azules de flor de loto y copelas del mismo metal adornadas con figuras femeninas que aspiraban el aroma de una flor de loto. Vasos de plata, lámparas de bronce y perfumadores de cobre labrados por hábiles artesanos fueron acumulándose delante del pórtico. Isis añadió el tesoro legado por generaciones de sumos sacerdotes a lo largo de los siglos: espejos de oro y cobre, vasijas de ungüento hechas con lapislázuli y obsidiana, frascos de perfume de vidrio de color azul verdoso, peines decorados con jirafas y un cuenco de pórfido que databa del reinado de Keops. Isis consoló a una hermana que lloraba.
—Cuando seamos ricos, volveremos a comprar nuestros bienes.
Cuando Sabni desembarcó, al comienzo de la tarde, los soldados lo rodearon y lo condujeron ante el capitán Mersis, que avisó al obispo de inmediato.
El sumo sacerdote solicitó autorización para ir y venir libremente de la isla al resto de la provincia, ya que su condición de terrateniente le ofrecía los mismos derechos que cualquier otro ciudadano de Elefantina. Teodoro no tuvo nada que objetar a la petición de aquel súbdito, sobre todo al ver que había renunciado a todo intento de provocación, sustituyendo la túnica blanca de los sacerdotes por una oscura ribeteada y ceñida al talle por un cinturón.
—¿Qué te trae por aquí, Sabni?
—He venido a pagar mis impuestos. ¿No es éste el primero y principal deber de un súbdito fiel al emperador?
—¿De quién ha sido la idea de representar esta farsa? ¿Tuya o de Isis?
—Su ingenio supera mi talento.
Teodoro sonrió.
—¿Te atreverías a valerte de astucias con tu viejo amigo?
—La Regla me obliga a decir la verdad hasta a mi mayor enemigo.
—¿Cuándo comprenderás…?
—Ya he comprendido y sufro tanto como tú.
—¿Dónde te llevará esta nueva orientación?
—A la respetabilidad, reverendísimo obispo.
Sabni se dirigió a casa del anticuario, un libanes que llevaba dos años viviendo en la capital meridional. Las tiendas que tenía en Alejandría y Bizancio eran muy famosas. Allí acumulaba riquezas del pasado faraónico que ofrecía a personajes de alto rango aficionados a los objetos exóticos.
El comerciante, pequeño, moreno y de mirada astuta, recibió al egipcio con recelo.
—¿Quién os envía?
—Me llamo Sabni.
—Vos sois…
—El sumo sacerdote de File, en efecto.
—No tengo nada que vender.
—Yo, sí.
El libanes creyó soñar. Ricos clientes esperaban ansiosos la caída de File, convencidos de que el templo rebosaba de obras de arte y piezas exóticas. Ofrecían al anticuario considerables sumas para ser ellos los primeros en el negocio; pero la última comunidad pagana levantaba una barrera tan inaccesible entre el santuario y el resto del mundo que hasta el más hábil de los negociantes renunciaba. Parecía fuera de toda lógica estar allí, en su propia tienda, conversando con el jefe espiritual de los insumisos.
—¿Habéis traído con vos alguna pieza de buena calidad?
—Venid conmigo.
—¿Adonde?
—A File.
—He de avisar a mis ayudantes…
—Venid solo.
—Mi seguridad…
—Os la garantizo.
—¡Yo solo ante la congregación, en un territorio prohibido y plagado de demonios…!
—Docenas de objetos de inestimable valor os aguardan.
El libanes no lo pensó más. Si Sabni no mentía, iba a vivir las horas más emocionantes de su vida.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¡Por desgracia, nadie está autorizado a profanar el suelo de la isla! Si el obispo…
—Estáis mal informado. ¿Por qué una simple explotación agrícola iba a estar separada del resto de la provincia?
Durante todo el tiempo que duró el recorrido, el anticuario estuvo en tensión. El miedo le anudó las entrañas en el momento de la travesía en barca; ¿no les interceptarían el paso los soldados para meterlos en la cárcel?
No se produjo ningún incidente. Con el corazón palpitante, tocó maravillado las piedras del embarcadero; todo lo que vio colmó sus esperanzas más disparatadas. Sobre esteras de fibra de palmera se hallaban expuestos numerosos objetos antiguos, que, sin duda, procedían del tesoro del templo.
La gran sacerdotisa, cuya belleza alababan todos, impresionó al libanes. Ninguna mujer de Oriente podía superarla: a la delicadeza de su rostro y al esplendor de su figura había que añadir la viveza de una inteligencia perceptible a la menor mirada. El anticuario necesitó mucha sangre fría para no caer rendido a los pies de Isis y adorarla como a una diosa; el sentido mercantil le permitió desprenderse del éxtasis creciente y posar sus ojos sobre las deslumbrantes maravillas.
—¿Vos… las vendéis?
—Al mejor postor —respondió el sumo sacerdote—. Si el precio que proponéis no nos parece suficiente, buscaremos otro comprador.
—No será necesario. Entre gente honrada siempre se llega a un acuerdo.
El anticuario sabía por experiencia que, en una transacción de este calibre, el primero en dar una cifra estaba perdido; la ocasión parecía tan excepcional que abandonó su prudencia habitual: los compradores apasionados se precipitarían sobre aquellas piezas extraordinarias y las sobrepujas serían continuas. Por lo tanto, indicó una suma por encima de la mitad de su valor comercial. Isis subió un cuarto. El anticuario entabló una discusión por cada uno de los objetos, criticó la calidad de la madera, el acabado de las pinturas o el estilo arcaico del conjunto, que no sería del agrado de la corte de Bizancio. La gran sacerdotisa conocía el gusto de los coleccionistas que exploraban las regiones del imperio en busca de antiguas obras de arte que luego amontonaban en sótanos o en sus villas.
Tras una lenta jornada de negociaciones, llegaron a un acuerdo. El anticuario haría fortuna y el templo obtendría una suma inesperada que le proporcionaría independencia económica al menos durante un año.
Sabni transportó al comerciante a Elefantina e interrumpió la ola de felicitaciones con que fue recibido. La difícil misión del sumo sacerdote no terminaba aquí; con aire preocupado, tomó la dirección de la oficina de impuestos, donde reinaba un déspota, el segundo diácono Filamón, nombrado recaudador principal tras una larga carrera de funcionario diligente; ascendido poco después a la cúspide de la jerarquía, se había deshecho de sus rivales mezclándolos en negocios sucios. Creyente convencido, Filamón era un hombrecillo seco, nervioso, casi calvo, amaba a Dios y a los números y detestaba todo lo demás. El Señor se expresaba a través del código de impuestos y las cifras dictaban la mejor justicia; quien no se doblegaba, merecía la cárcel, las galeras o la muerte. Los ricos sólo cumplían con una función: pagar. Cuando el obispo, por mandato del prefecto, le había remitido una docena de tablillas y otra de rollos de papiro relativas a la nueva base imponible de File como explotación agrícola, su corazón se llenó de satisfacción. No habría sabido decir cuál de los dos se alegraba más, si el cristiano o el recaudador. Sobre un trozo de cal trazó tres columnas: en la primera puso el nombre de un hermano y una hermana, tan viejos que el castigo más cruel sería el destierro; en la segunda los nombres de casi todos los adeptos a los que sometería a la pena de trabajos forzosos y en la tercera el nombre de Sabni. El sumo sacerdote no escaparía a la tortura y sería juzgado por injurias al emperador, por negarse a pagar, por insumisión y por fraude.
Isis no estaba incluida en la lista. Convertida al cristianismo en el futuro, quedaría bajo la protección de Maximino.
Filamón cumplía los trámites con el máximo rigor. Redactaría, en la debida forma, un acta de inculpación contra cada adepto y remitiría todas al capitán Mersis, encargado de efectuar las detenciones.
El recaudador degustaba los higos de su amigo Apolo. ¿Cómo iba a rechazar los regalos ofrecidos por amables ciudadanos, contentos de ser administrados correctamente? A Filamón no le interesaba el dinero. Sólo poseía una modesta casa y un campo de trigo; para él sólo contaba el servicio al Estado. Dios podía mostrarse clemente con un pecador, pero él no tenía derecho a ser respetuoso con un evasor de impuestos.
Cuando el soldado que estaba de guardia frente a su despacho, reducto maloliente de las entrañas de la vieja ciudad, le anunció la visita de Sabni, el recaudador le dijo que repitiera el nombre. Sin duda se trataba de un homónimo deseoso de protestar contra las contribuciones. Saldría con una multa suplementaria.
El hombre entró. Su estatura impresionó a Filamón: grande, de fuerte complexión, el contribuyente no parecía inquieto. Normalmente, todo el que atravesaba la puerta de su despacho disimulaba mal su angustia.
—¿Quién eres?
—Sabni.
—¿En qué trabajas?
—Soy terrateniente.
—¿Dónde está situada tu explotación?
—En File y sus dependencias.
¡Así que era él! El pagano se atrevía a desafiar a la administración en sus propias dependencias. ¿Locura o la última provocación?
La sanción no variaría. Puesto que el sumo sacerdote se había desplazado hasta allí, Filamón decidió concederse una satisfacción suplementaria: indicarle de palabra la enorme suma a pagar y precisar que disponía de un mes de plazo no renovable.
—No será necesario —dijo Sabni mientras depositaba en el suelo un saco de piezas de plata—. Aquí tenéis lo que debo al imperio: impuestos anuales, tributos, contribuciones y multas. ¿Ya estoy en paz?
El recaudador se arrodilló y contó, incrédulo, las piezas una a una.