Desde la atalaya más alta, el vigía distinguió a dos negros camuflados con una piel de felino. Avanzaron entre los meandros de la catarata con una agilidad increíble, saltando de roca en roca hasta llegar a un bloque de granito en el que se arremolinaban las aguas obstaculizándoles el paso.
El capitán Mersis, puesto sobre aviso, identificó a los exploradores que observaban su línea de defensa.
—¡Los blemios!
Se mantenían a cierta distancia, fuera del alcance de las flechas. Habría sido inútil enviar un destacamento bordeando los márgenes del río; sólo habría conseguido que el enemigo escapara sin posibilidad alguna de cortarle el paso.
Durante más de dos horas, los negros escrutaron la empalizada y los fortines que impedían el acceso a la provincia de Elefantina. Después desaparecieron veloces como el viento.
Mersis redactó inmediatamente un informe que remitió a su superior directo, el obispo Teodoro, que inmediatamente fue a ver al prefecto, cuyo escritorio estaba lleno de tablillas de cuentas.
—Todo está a punto, obispo. Esta vez File no saldrá indemne de la prueba. Doy mi palabra de que padecerán atroces sufrimientos.
—Hay algo más urgente.
—¿Quién lo dice?
—Leed.
El informe de Mersis era claro y conciso.
—Ayer había uno solo; hoy ya son dos; mañana será un ejército… Los blemios se están preparando para atacarnos.
—Desistirán nada más ver las murallas; que continúen observándoles. Si estos salvajes tienen algo de seso, acabarán por renunciar.
—La noticia se propagará rápidamente y el pueblo se volverá loco. Deberíais pasar revista a las tropas y organizar desfiles.
Aunque un tanto insolente, la sugerencia del obispo no carecía de valor. Irritado por este contratiempo, Maximino dejó a un lado las cuentas de la provincia para asumir su papel de jefe militar. Visitó los acuartelamientos, se dejó ver por las murallas, habló con los soldados, presidió una parada militar y desfiló a la cabeza de un destacamento por las calles de Elefantina. Esta exhibición de fuerza y de confianza tranquilizó al pueblo.
Si los blemios estaban tan locos como para asaltar la ciudad, serían exterminados.
Sabni llevó al carpintero la cabecera de una cama partida en dos. Desde su regreso, el artesano tenía un aspecto compungido.
—¿Podrás arreglarla?
—No lo sé.
—¿Cómo está tu madre? ¿Sufre mucho?
—Se está apagando y apenas me reconoce; iré a verla otra vez.
Déjame ver lo que has traído.
El carpintero parecía acobardado.
—¿Has vuelto a ver al obispo?
—¿Yo? ¿Para qué?
—Teodoro sabe que los adeptos han abandonado a su familia carnal para unirse a su familia espiritual. Normalmente, no se vuelven atrás. ¿Por qué este extraño viaje, sino para interrogarte sobre los secretos del templo?
El carpintero, furioso, tiró la cabecera de la cama al suelo.
—¿No me estarás acusando de perjurio? He prometido guardar silencio, pero no me puedo desprender de mis sentimientos humanos; no soy como tú. Has perdido toda tu bondad en tu empeño por someterte a la famosa Regla. Te has vuelto duro e implacable. Nadie te ama, Sabni. Cuando lo comprendas, será demasiado tarde. No puedes reprocharme nada.
—La palabra de un hermano es sagrada; no es necesario que te justifiques.
El carpintero se había propuesto obedecer al prefecto, pues, de lo contrario, Maximino no dudaría en deshacerse de él. Sabni jamás osaría levantar la mano contra un adepto.
El sumo sacerdote se retiró disgustado. ¿Acaso no era indigno de su cargo sospechar que un miembro de la comunidad fuera un traidor? Pero File estaba en guerra y Sabni no podía permitirse la menor ingenuidad en aquellos momentos. El enemigo no iba a contentarse con un simple ataque desde el exterior.
La carga llegaba a hacerse tan pesada… ¿Por qué no era capaz de confiar plenamente en los seres con los que llevaba conviviendo tanto tiempo?
El obispo encargó a sus secretarios que iniciaran una investigación administrativa sobre las recientes fugas de campesinos. Los resultados fueron decepcionantes; los informes de los guardias solo indicaban pequeños hurtos, la rotura voluntaria de herramientas agrícolas, el robo de un asno y la denuncia abortada del mercader Apolo. No se mencionaba a ningún fugitivo y los oficiales encargados de la seguridad interna del país no facilitaron más detalles cuando se les consultó. El coordinador de estas investigaciones, el capitán Mersis, sólo tenía encerrado en la cárcel a un granjero acusado de robar en el huerto de su vecino. Reconoció haber interrogado a Apolo, que no había hecho sino mascullar palabras incomprensibles, dado su estado de embriaguez.
Teodoro juzgó extraño el comportamiento de este singular personaje, por lo que lo llamó a su presencia.
El mercader se detuvo en el umbral del despacho del obispo, algo tenso y con cara de pocos amigos.
—¿Qué denuncia querías presentar?
—Ninguna. Estaba bebido.
—¿Por qué?
—Por puro placer… No todo el mundo es asceta.
—¿Tienes hijos?
—Cuatro. Dos chicos y dos chicas.
—¿Tienen edad de trabajar?
—Ayudan de vez en cuando.
—¿Se ha fugado alguno de ellos?
—¡Qué Dios me libre de tal desgracia! Mi familia está muy unida.
—Dios protege a los justos. No dejes de vendemos tus higos.
Apolo se alegró de haber salido bien librado de aquel asunto. El obispo se dio cuenta de que Apolo estaba metido en un asunto turbio al verle salir tan deprisa. Quizás no tenía nada que ver con el fugitivo; no obstante, no estaría de más comprobarlo.
Auré reunió cerca del pozo principal a diez hermanas que, sin llegar a estar en contra de la gran sacerdotisa, eran sensibles a la verborrea de la ritualista. Mientras llenaban los cántaros de agua fresca, se quejaban de las condiciones de vida a las que estaban sometidas, cada día más difíciles. Una confesó su miedo al futuro: ¿cómo luchar contra un prefecto cuya omnipotencia no toleraría durante mucho más tiempo la existencia de insurrectos, especialmente si el obispo le consentía emplear mano dura? Auré les recomendó confiar en la voluntad de Isis.
—La intransigencia de Sabni es una amenaza para todos nosotros. Es demasiado joven para dirigir una comunidad como la nuestra, el poder lo embriaga y lo despoja de sus cualidades. Pronto se convertirá en un tirano, olvidará los rituales y nos obligará a someternos a sus exigencias. Sabed todas que el sumo sacerdote está librando un duelo con el obispo. La suerte de File sólo le interesa porque el templo representa una fortaleza y la comunidad un ejército.
—¡Es increíble que un grupo tan pequeño pueda enfrentarse a tantos soldados!
—A Sabni le importa poco —afirmó Auré—. Desafiar a Teodoro ya es una victoria; por eso, el que nos hagan esclavos o nos deporten le es totalmente indiferente. Sacrificará nuestras vidas por su loca pasión y cuando llegue el momento nos abandonará a la venganza del obispo a cambio de su propia libertad.
Las terribles palabras de la ritualista despertaron una gran inquietud entre las hermanas. Las más reticentes proclamaron la integridad del sumo sacerdote, su rectitud y su sentido del deber, limpios de toda culpa.
—No le acuso de falsedad —protestó Auré—, sino de vanidad y de locura.
—¿Qué propones?
—Hablemos discretamente con los hermanos que tengan más experiencia y, si alguno comparte nuestros temores, le consultaremos y reflexionaremos juntos.
Aquella misma noche, después de la cena, el carpintero y la ritualista conversaron al abrigo del pabellón de Trajano. Insensibles a la puesta de sol que coloreaba las pendientes grises de los acantilados, se confiaron sus cuitas. Hasta ese mismo instante, nadie había conspirado contra la comunidad. Eran totalmente conscientes de que el proceso que iniciaban arrastraría consigo un conflicto abierto contra el sumo sacerdote; Auré se asustó del rostro frío y la mirada de odio de su hermano y se arrepintió de haber dado aquel paso, pero ya era demasiado tarde para batirse en retirada.
—Sabni es un fanfarrón —declaró el carpintero—. Cree que somos corderillos sumisos y que nadie se interpondrá en su camino. Si resistimos, se irá de la isla y se convertirá al cristianismo con la ayuda de su amigo Teodoro. La gran sacerdotisa no tendrá más remedio que casarse con el prefecto y entonces File quedará a salvo.
Auré pensó que era un plan excelente. Los hermanos y hermanas que ambos conjurados lograran reunir formarían una fuerza capaz de derribar a Sabni y de iluminar el porvenir del templo.
Crestos calafateó una barca, siguiendo las instrucciones de Sabni. Después, alzaron un nuevo mástil cortado del último tronco de cedro que quedaba en el templo.
—El sol apenas asoma por el horizonte… ¿Hace falta que empecemos a trabajar tan temprano?
—Decían nuestros padres que el sabio madruga para crear y el imbécil para incordiar, pues nada escucha y vive de lo que deshace. Desde que se celebra el rito del amanecer, renace un mundo nuevo. ¿Qué nos importa el cansancio, si tenemos la ocasión de contemplarlo?
—No quiero volverme imbécil y estoy totalmente decidido a mantener limpias mis manos, mi boca y mi corazón, como lo ordena la Regla; pero deseo conocerlo todo, tener tus cualidades, las de Isis y las de toda la comunidad.
—Frena tu codicia, Crestos, que es un mal incurable; envilece a los seres, vuelve amarga la amistad más hermosa y aleja al discípulo del maestro.
Contrariado por la reprimenda, el muchacho observó el trabajo que acababan de hacer.
—¿Está lista para navegar?
—Todavía no. Tendremos que comprobar el equilibrio y adaptarle el timón que mejor le vaya.
—El timón… ¿No se llama igual que Ma’at, la Ley del Universo?
Sabni sintió una inmensa alegría, que se guardó mucho de manifestar. Crestos se daba cuenta de la necesidad de relacionar los jeroglíficos para descifrar su significado profundo. Pocos iniciados se comprometían tan deprisa en aquel camino; la vanidad le acechaba y si le concedía el menor mérito corría el riesgo de hacerle retroceder.
—Tienes razón: la barca es de origen celestial y sirve a los poderes divinos para viajar por el espacio invisible. Nadie la conduce, excepto un timón provisto de ojos que van descubriendo el camino recto. Somos navegantes de este mundo; File, pese a su apariencia estática, navega por el río. En ti, Crestos, el timón se compone de corazón y lengua que han de estar de acuerdo para que no llegues a naufragar.
—Te demostraré que la barca del templo es mi carne y mi sangre.
—¡Mira que eres presuntuoso!
—El futuro me sonríe. Aprovecho esta ocasión plenamente, pues deseo penetrar en los grandes misterios ocultos tras las puertas del santuario.
—No están ocultos; tus ojos no soportarían su resplandor porque la vida comunitaria educa tu mirada y la amplifica.
—¿Se tarda mucho en desvelarlos?
—Depende de ti.
—¿Muchos años?
—Algunos no llegan jamás.
—¿Jamás? ¡Pues yo me rebelaría!
—Sería inútil. Las pasiones no cruzan la puerta del templo cubierto.
—Si fuera hijo tuyo, ¿serías más indulgente conmigo?
—Sería mucho más severo.
—¡No es justo! ¿Desconfiarías de mí?
—Como de los demás.
—Pero si son nuestros hermanos y hermanas.
—Serás alabado por tu bondad y castigado por tus flaquezas. La comunidad no me perdonará ningún fallo y tendrá razón al no hacerlo.
—¿Por qué eres tan severo contigo mismo? ¿No es acaso la fraternidad el lazo que nos permite resistir los ataques del mundo profano?
—Una cosa es ser adepto y otra muy diferente ser sumo sacerdote.
—No sé qué quieres decir.
—Es muy fácil, Crestos. Mi cargo implica soledad.
—¿Olvidarías a Isis?
Sabni subió a la barca para comprobar los cabos del mástil.
—¿Intentas sondear el corazón del sumo sacerdote?
—Soy tu discípulo y tengo derecho a saber todo lo que te concierne. Si realmente no amas a Isis, ¿por qué te has casado con ella?
Sabni sonrió.
—Tranquilízate, hermano.