Crestos progresaba rápidamente. Por las mañanas trabajaba la madera y la piedra en compañía de Sabni. Después de la comida del mediodía Isis le iniciaba en la lectura de los jeroglíficos y le daba lecciones de escritura; guiaba su mano, le enseñaba a dibujar de un solo trazo el ala de los pájaros, la pierna humana o el sello del papiro. Después, el nuevo adepto recibía las lecciones del fabricante de ungüentos antes de prestar atención a las de la ritualista. Su sed de conocimientos parecía inagotable y la fatiga no hacía mella en él. Después de cenar, subía a la azotea del templo donde Isis le explicaba la manera de descifrar el mensaje de las estrellas.
Aquella noche, la gran sacerdotisa no lograba ocultar su cansancio. Crestos, consciente de que estaba importunando, hizo menos preguntas que de costumbre. Con Isis a su lado, disfrutó del silencio de la noche que protegía el santuario, pero no pudo contener su lengua por mucho tiempo.
—Soy feliz, Isis.
—El templo es el gozo del corazón. No hay nada más grande.
—Pareces cansada.
—Y tú eres un chico muy indiscreto.
—Tú eres nuestra fuerza. Si desfalleces, ¿qué será de nosotros?
—El futuro de la comunidad no depende de un solo ser.
—Ahora sí. No hace mucho que estoy aquí, pero me he dado cuenta de esta realidad. Si Sabni y tú desaparecierais, todos los demás nos vendríamos abajo.
—Un juicio de valor muy apresurado, neófito.
—Tengo ojos que ven y no soporto la hipocresía.
—¿Y si nos pusiéramos a estudiar de nuevo las estrellas? Escucha la voz de los antepasados que se transmite a través de la luz. ¡Ojalá nuestros planes sean tan generosos como los suyos! Su verdad continúa siendo el tesoro más preciado, pues guía nuestros pensamientos hacia la sabiduría.
El panadero y el carpintero, que eran hermanos, solicitaron audiencia ante el sumo sacerdote. Sabni los recibió en la morada del decano, que ahora era la suya. Los dos hombres, de unos sesenta años, discutían a veces las decisiones de la gran sacerdotisa sin hacer pública su disconformidad. Cuando se decidían a llevar a cabo alguna gestión juntos, significaba que llevaban tiempo madurándola. Sabni no utilizó ninguna fórmula de cortesía.
—Hablad.
—Habla tú —dijo el panadero al carpintero.
—Es algo delicado… Si nos ayudaras…
—Somos hermanos. No hay nada que lo impida.
Los dos peticionarios eran parecidos; cara redonda, ojos astutos, labios gruesos, papada, hombros cuadrados y piernas gordezuelas.
—Es verdad —reconoció el panadero—. A veces es difícil…
La mirada severa de Sabni les intimidó. El carpintero acudió en su auxilio.
—Somos hermanos y debemos contárnoslo todo. Isis ha cometido graves errores; la procesión, la visita a la gruta… Nuestro prestigio está empañado. Como sumo sacerdote, te corresponde tomar cartas en el asunto. —Satisfecho de su intervención, alzó la voz—. Aceptamos luchar contra el obispo a condición de no correr riesgos innecesarios. Eres amigo de Teodoro; deshazte de Isis; es peligrosa. Dos gobernantes son demasiados, sobra uno; que se ocupe de los rituales.
—¿Vuestra opinión es compartida por los demás?
—Somos los que tenemos más experiencia.
—¿No se ha negado Isis a iniciaros en los misterios del templo cubierto?
Ni el panadero ni el carpintero respondieron.
—He tenido acceso a los informes redactados por el decano y la gran sacerdotisa. Por construir tú un sitial y hornear tú panes de forma fantástica os habéis creído artífices de la obra de arte que exige nuestra Regla. Vuestros trabajos son una injuria a la comunidad y vuestro conocimiento de los jeroglíficos es muy superficial; es vuestra indignación la que se ha puesto de relieve. No contéis con mi indulgencia: nada justifica vuestra holgazanería. Cumplid con vuestros deberes cotidianos y libraos de la hiel que amarga vuestro pensamiento; si no, no haréis progreso alguno.
Los dos hermanos se miraron desconcertados.
El templo no pasó hambre. Con las piezas de plata del capitán Mersis, Sabni compró gran cantidad de trigo que unos barcos trasladaron de madrugada, antes de que las patrullas recorrieran las orillas del río.
El ardor contagioso de Crestos animó a algunos hermanos, que, a pesar de la carga de la vejez, comenzaron a limpiar los bajorrelieves erosionados por las tormentas de arena. Al dejar de replegarse sobre sí misma, File respiró con mayor intensidad. Las hermanas repararon los instrumentos musicales, tejieron vestidos blancos con el poco lino que les quedaba y lavaron las baldosas de la casa del nacimiento, en la que, al cabo de unos meses, nacería un nuevo adepto. La comunidad salió de un letargo que algunos habían creído definitivo; desde el alba hasta el anochecer, el sumo sacerdote iba de la capilla al patio, de la sala a la cripta, dando ánimos, aconsejando, comprobando que todo estuviera en su sitio. En cuanto se terminaba un trabajo, proponía otro más delicado.
Isis mejoró en el estudio del ritual de la diosa lejana. Su labor no sería inútil, ya que File trataría de revivirlo pronto. En varias ocasiones, se reprochó su distracción; pensó en Sabni y en su capacidad de éxito. ¿Sería suficiente para transformar una congregación condenada a la decadencia en una cofradía llena de savia?
La llegada de Crestos, un nacimiento cercano… Las señales se multiplicaban. Después de tantos años marcados por el sello de la desesperanza, Isis vislumbró un paisaje más risueño; tuvo ganas de abandonarse, de confiar sus dudas y sus sueños a alguien. ¿Cuándo la comprendería Sabni?
Crestos descifró las líneas del antiguo principio redactadas por un faraón y dedicadas a su hijo:
El hombre agitado es la confusión de una comunidad. Introduce la vigilia en tu vida, no te dediques a tu propia satisfacción pues te convertirías en un miserable. A la hora de juzgar, el tribunal del más allá no mostrará indulgencia. A sus ojos, la vida será como el transcurrir de una hora. Atrévete a emprender los senderos más difíciles; éstos son los que guiarán tu espíritu hacia la sabiduría. Dios conoce al que obra según su gloria. Sé su hacedor. De tu esfuerzo brotará la alegría, de la alegría la sabiduría.
El neófito enrolló el papiro con cuidado.
—¿Acaso un hombre puede alcanzar este ideal? —preguntó a Sabni.
—Nuestros padres lo consiguieron. Si este templo existe es porque han vivido el cielo en la tierra.
—¿Y tú?
—Soy un sumo sacerdote joven, tan inexperto como el novicio con el que estoy hablando. Nuestro rango es diferente, pero la importancia de nuestra tarea es idéntica.
—Llevas muchos años aquí.
—Y tú posees el fuego ardiente del aprendiz.
—¿Se apaga pronto?
—Se transforma y aumenta. Menos violento, más poderoso; con él llega el momento de la certidumbre, parecido al sol que nunca se oculta tras el horizonte. Te deseo, Crestos, que pertenezcas a este mundo y al otro; Dios está en la luz del templo que formamos con nuestros antepasados y nuestros descendientes. Que tu inteligencia interprete mis palabras y tu corazón las ponga en práctica.
—Sabni, ¿tú escuchas a tu corazón?
—¿Mis enseñanzas te decepcionan?
—Superan mis deseos más profundos.
—¿A qué se debe tu pregunta?
—Soy muy joven y no tengo derecho a hablarte así. Pero la comunidad sería más fuerte si…
Crestos vaciló. Iba demasiado lejos.
—¿Qué aconsejas? Habla.
—No te olvides de los que te aman más que a sí mismos.
El nuevo adepto recobró la calma y trazó unos jeroglíficos en un cascote de cerámica. Se concentró en el dibujo de una silla de alto respaldo, símbolo de la diosa Isis.
El prefecto desembarcó cerca del pabellón de Trajano y el barquero volvió a izar la vela blanca hinchada por el viento.
Ninguna escolta había protegido el corto viaje de Maximino; tan pronto como hubo puesto el pie en la isla santa se topó con Sabni, que había sido avisado por el vigilante.
—Quiero hablar con la gran sacerdotisa.
—Ahora está trabajando con sus hermanas.
—Decidle que he venido a verla.
—Primero, prometedme que no daréis un paso más.
Sabni actuaba como el jefe de una cohorte invencible que no temiera nada que pudiese venir de un enviado del emperador. Deseaba humillar a Maximino y lo consiguió. En toda su carrera, el prefecto no había tolerado nunca la menor observación despectiva sobre su cargo. Pero ¿acaso Isis no valía el sacrificio más doloroso?
—Tenéis mi palabra. Ahora, daos prisa.
Sabni se dirigió parsimonioso hacia la puerta del primer pilono. Maximino sentía que su odio aumentaba cada segundo que pasaba.
El prefecto estuvo esperando más de una hora bajo un sol ardiente, al que no prestó mucha atención. Cuando distinguió a Isis, etérea, el templo volvió a ser un paraíso.
—Os he traído un obsequio.
Maximino abrió el cofre. Las joyas de oro brillaron con todo su esplendor.
—Son magníficas —reconoció Isis—; serán un adorno maravilloso para las estatuas divinas.
—Yo las destinaba para vos.
—En otro tiempo, las habría llevado puestas en las grandes fiestas; la gran sacerdotisa debía aparecer entonces como la mujer más hermosa, sin olvidar que su riqueza provenía del templo al que regresaba después.
—Celebraremos nuestras fiestas. Estos adornos las anunciarán, si aceptáis ser mi esposa.
Sorprendido de su propia audacia, Maximino no se atrevió a mirar a Isis. Temía un rechazo inmediato; la voz de Isis se mantuvo dulce y serena.
—Nuestra Regla me prohíbe contraer matrimonio profano.
—Esa costumbre está ya caduca. Cuando seáis mi esposa, File renacerá. —El prefecto se arrepintió de haber empleado estas palabras amenazadoras. ¿Acaso no implicaban un chantaje con el que sólo lograría apartarla de él?—. Dependéis de la isla santa, Isis; yo dependo de vos.
Hermanos y hermanas se congregaron bajo la columnata preguntándose cuál sería el motivo de esta segunda visita del prefecto. Auré propuso una intervención violenta; eran lo bastante numerosos para arrojar al Nilo a los enemigos. Sabni le impuso silencio; la ritualista se retiró molesta a su aposento.
—Mirad esos seres amedrentados —dijo Maximino, señalando a la comunidad—. Sólo yo puedo librarles del sufrimiento y la angustia. Por amor a Isis, para conquistaros, aseguraré la perpetuidad del templo.
El rostro de la gran sacerdotisa era indescifrable. ¿Estaba librando una batalla consigo misma? El hecho de que no rechazara su proposición con vehemencia tranquilizó al prefecto; sin duda, había abierto una brecha decisiva.
—Volveré, Isis. No me traicionéis.