Isis, vestida con una larga túnica blanca, desembarcó al pie de la colina más alta de Elefantina. El general Narses y una escuadra asegurarían su protección. Los soldados de infantería habían expulsado a una docena de anacoretas que vivían en las cuevas vecinas; encerrados en el interior del cuartel, no sabrían nada del ritual celebrado por la gran sacerdotisa de File, que había aceptado la proposición del prefecto de intercambiar víveres. Varios miembros de la comunidad languidecían; algunos ni siquiera tenían fuerza suficiente para trabajar.
Antes de la partida de Isis, un barco cargado de verduras, fruta y harina había llegado al templo; Sabni se estaba ocupando de descargarlo. Mientras hermanos y hermanas degustaban su primera comida consistente después de quince días, la gran sacerdotisa partió hacia lo desconocido. Contradecía así a su padre, que estaba convencido de que Maximino la atraía a una trampa; pero el prefecto ya había dado su palabra de restablecer el aprovisionamiento de la isla.
Desde la cima de la colina la vista era extraordinaria. El río se deslizaba soñoliento entre los escarpados acantilados. A lo lejos se distinguía la ciudad verde y blanca. En esta época del año la falta de agua formaba manchas marrones en los campos; el desierto avanzaba por todas partes.
—Espléndido país —estimó Maximino con las manos cruzadas en la espalda, de cara al vacío.
—Los dioses lo han elegido como morada —recordó Isis, que se encontraba a su lado.
Los soldados de infantería, situados detrás, ni oían ni veían nada. El prefecto no osaba mirar a la joven, cuya sola presencia ponía fuego en sus venas; el dolor era tan atroz como delicioso.
—La inundación será muy débil, miles de personas morirán de hambre. No habrá cosecha, las espigas se secarán; ya los niños lloran y los ancianos están postrados. La miseria prolifera. ¡Debéis intervenir, Isis!
—Demasiado tarde.
—¿No desencadenarán la crecida las lágrimas de la diosa?
—Hemos dejado pasar el momento oportuno.
—¿No hay un ritual de salvaguardia?
—Organizar una procesión y ofrecer viandas al río: pasteles, fruta y estatuillas de mujeres que el Nilo fecundará… Sí, habría sido indispensable antes de que el color del río se modificara.
—¿No queda ningún recurso?
—Sólo uno, utilizado por Imhotep hace más de tres mil años, cuando la más grave de las sequías puso en peligro el trono de Faraón: dirigirse a las fuentes del Nilo.
—Es una leyenda —protestó Teodoro—; ¡las fuentes del Nilo no están en Elefantina!
Maximino no se inmutó.
—Lo que nuestros ojos observan es a menudo ilusorio; Isis afirma que el poder del río está oculto en una gruta, cerca de aquí. Sois vos el que ha obstruido la entrada.
—Medida indispensable. Los paganos se reunían allí cada año, antes del principio de la crecida, para celebrar ritos satánicos.
—La gran sacerdotisa acepta ir para rogar al espíritu del Nilo.
—Me niego a participar en esta mascarada.
—Miles de vidas están en juego. La existencia misma de vuestra provincia depende de la crecida. Dejad actuar a Isis; ella guarda las llaves que nosotros no poseemos.
—¡Vos, un cristiano, os expresáis así!
—Os repito que es un caso de fuerza mayor. Despejemos el acceso a la gruta.
—La boca del infierno…
—Nada de supersticiones, obispo.
—¿Es una orden?
—Para ejecutar sin dilación.
Ella, la gran sacerdotisa. Él, el obispo. Ella no bajó los ojos como una buena creyente; por lo tanto Teodoro olvidó el sermón que había preparado.
No cambiaron ni una palabra; tenían prisa por terminar la misión que les obligaba a aliarse.
El emplazamiento de la gruta santa era un secreto de Estado conocido sólo por un pequeño número de personas; situada en el extremo oriental de la isla y protegida por un promontorio rocoso, no ofrecía más que una entrada angosta, accesible a una sola persona de complexión frágil. Únicamente Maximino, Teodoro, Isis y un picapedrero emprendieron el sendero perdido que conducía a la gruta. Apartaron hierbajos y ramas antes de llegar a una minúscula terraza oculta por papiros de más de seis metros de altura; Isis guió a sus adversarios por un laberinto donde se habría perdido la más hábil de las aventureras.
Cuando avistaron la caverna del dios Jnum que liberaba las mareas levantando su sandalia, el corazón de Isis dio un salto de alegría. De la región de Elefantina sólo conocía este lugar oscuro; su padre la había llevado tres veces, antes de que el obispo lo declarase inaccesible.
Teodoro pidió al picapedrero que quitara los bloques que él mismo había amontonado a fin de ocultar la entrada. Cuando el agujero quedó libre, Maximino se impacientó.
—¿Entraréis, Isis?
—No antes de haber recibido la señal. No hay que dirigirse a un dios con palabras humanas.
El picapedrero se sentó aparte. La gran sacerdotisa metió el brazo en el interior de la gruta, sacó dos pequeños vasos, uno con agua del cielo, el otro con agua del Nilo, y los dispuso a los lados de la entrada. El obispo parecía incómodo y tocaba sin cesar la cruz que llevaba en el pecho como si apretarla impidiese la aparición de algún diablo.
—¿Cuánto tiempo…?
—No lo sé.
Pasó una hora larga. El prefecto, cuya irritación había desaparecido, saboreaba la dulzura del momento. Admiraba a Isis; parecía Cleopatra, cuyos sublimes retratos adornaban los comedores de las viejas familias alejandrinas, pero con los rasgos faciales aún más perfectos. Su pureza solar la volvía tan deseable que la situaba fuera de la vulgaridad. Contemplarla era hacerle el amor con el infinito respeto de las más ardientes pasiones. Isis era suya; nunca pertenecería a ningún otro.
Teodoro esperaba que no se diera el temido suceso. Sin la señal, la gran sacerdotisa no penetraría en la gruta y la Iglesia no sería humillada. Isis permanecía serena; su esperanza se volvía certeza. No solamente File no sería destruida, sino que ella podría dedicarse a su principal misión: formar a los adeptos, iniciarlos en los misterios y transmitir el espíritu. En estas circunstancias, ¿cómo no iba a manifestarse la voluntad divina? Libraba un mudo combate, sin armas, sin herida aparente; del desenlace dependía el futuro del templo.
Isis y el obispo se enfrentaban abiertamente por primera vez. Ambos se estimaban y se temían. La belleza de la joven deslumbraba a Teodoro; en su fuero interno, entendía los insensatos impulsos del prefecto. El prelado percibió la voluntad implacable de la gran sacerdotisa y sus aptitudes de mando. Si Sabni tenía la inteligencia de escuchar, formarían una pareja capaz de todas las audacias, hasta el punto de amenazar la paz civil.
A Isis le extrañó encontrar un adversario de aquella envergadura, cuya capacidad real superaba su reputación; a las cualidades de un jefe, Teodoro unía la agilidad de un político y la fuerza inagotable del creyente. Enemigo irreductible, se comportaría como rival despiadado que no prestaría oídos a ninguna queja.
—La señal —indicó Isis con calma.
Maximino siguió la dirección de su mirada; sobre el umbral de la gruta serpeaba una víbora. La gran sacerdotisa puso una rodilla en tierra y con un gesto vivo la cogió por detrás de la cabeza. El prefecto se echó atrás. Esgrimiendo la criatura que se agitaba, Isis avanzó hacia la entrada de la gruta; Teodoro le cortó el camino.
—¡Os prohíbo utilizar el símbolo del diablo!
—La serpiente no es el mal; nace de la tierra regenerada por la marea. Debo llevarla al espíritu del Nilo, sola, con el silencio y el respeto del dios oculto.
—El pez de Cristo ha vencido al reptil del demonio. Esta magia es ilusoria y peligrosa. El obispo de Elefantina no dejará el paso libre y ningún ritual satánico ensuciará su ciudad. ¡Alejaos todos!
Impresionado por la vehemencia del obispo, el prefecto se apartó. Isis arrojó la víbora a la espesura de papiros.
—Vuelve a tapar este maldito agujero —ordenó el obispo al picapedrero—. Que el recuerdo de este lugar sea olvidado para siempre.
El obispo se arrodilló y blandiendo la cruz, exorcizó la caverna pagana.