CAPITULO XIII

A mediados del mes de junio, un día en que el calor apretaba, el Nilo cambió de color. El agua se tiñó de marrón, el caudal se aceleró. Estaba lleno de barro y de fango. El trabajo en el campo se interrumpió. En File, Isis observaba Sirio, la estrella principal de la constelación del Can mayor, cuya aparición helíaca anunciaba el comienzo de la crecida, nutrida por el sudor y la linfa surgidos del cadáver de Osiris asesinado. Cuando su esposa vertiera las lágrimas de duelo, el matrimonio sería celebrado de nuevo, esta vez en el más allá, y la tierra de Egipto sería fecundada otra vez.

El obispo militarizó a la fuerza agricultores, obreros, comerciantes ambulantes y artesanos para arreglar los canales y limpiar los estanques de riego donde guardaban el excedente de agua. En casi todas las provincias habían descuidado estos trabajos penosos que en tiempos de los faraones habían hecho de Egipto un inmenso oasis en el corazón del desierto. Más de la mitad de las tierras cultivables se había perdido; sujeta a préstamos personales, la gente humilde no se sacrificaba por una administración que les oprimía más cada año. Teodoro luchaba a su manera contra la injusticia. La región de Elefantina parecía, en algunos sitios, el paraíso terrenal que habían creado las dinastías reales. Trabajo y dinero no eran suficientes; los hombres sufrían la pobreza sólo por una fe entusiasta. ¿Quién sino Cristo se la ofrecería?

Una semana antes de la crecida del río, Teodoro y Maximino descendieron los noventa peldaños de la escalera del nilómetro. Sobre las paredes, la gradación en codos permitía calcular la altura de la crecida. En el pozo de piedra tallada se conservaba, gracias a las inscripciones profundamente grabadas, la memoria de inundaciones precedentes. Todos conocían de memoria la letanía: doce codos, hambruna; trece, vientre hambriento; catorce, dicha; quince, el fin de las preocupaciones; dieciséis, alegría total. Teodoro se acercó a la pared mojada y consultó las estrías que indicaban los codos de altura. La experiencia adquirida autorizaba una previsión.

—¿Cuál es vuestra conclusión? —preguntó Maximino, ansioso.

Dudando, el obispo volvió a calcular.

—¡Hablad, os lo ruego!

—Los resultados son anormales. Volveré mañana; el agua habrá subido.

Los dos días siguientes, Teodoro obtuvo las mismas cifras. Ante la insistencia del prefecto, tuvo que decirle lo que pensaba: había que esperar lo peor.

Todos acechaban en vano las majestuosas aguas que se desbordarían con violencia, rebasarían las orillas, se extenderían por los campos de cultivo y transformarían el valle en un lago en el que sólo sobresaldrían los pueblos construidos sobre los oteros. Esperaban que el Nilo, saltando al encuentro del cielo, ahogara ratas y parásitos, depositara el limo, purificara la tierra y la preparase para la germinación del trigo, símbolo del renacimiento de Osiris.

Pero el nivel del agua permanecía anormalmente bajo. Si el obispo no se había equivocado, no alcanzaría los once codos, lo que equivaldría a un periodo de hambre espantosa. Teodoro convocó una reunión del consejo de notables a la que también asistió el prefecto.

—¿Las reservas de grano?

—Casi agotadas.

—¿Imprevisión?

—Las anteriores crecidas fueron mediocres. El imperio ha aumentado demasiado los impuestos.

—¿Otros alimentos?

—Alejandría nos saqueó.

El prefecto decretó medidas de urgencia. El ejército debía ser aprovisionado con preferencia; en el transcurso del mes de junio, sólo los soldados comerían hasta hartarse. Los recursos alimentarios de la provincia fueron repartidos por los oficiales superiores, que pensaban sobre todo en sus tropas. La población se indignó. Sólo les quedaban higos secos y pan duro.

El último día de julio, Maximino llamó al obispo; ya no había esperanzas de una buena crecida. Los niños y los ancianos morían de hambre. Las fuerzas del orden tuvieron que reprimir dos tentativas de rebelión, una en un pueblo próximo a la catarata y otra en las afueras de Elefantina. El número de víctimas se elevaba a una docena, según los soldados, y a más de doscientas, según los nativos.

Teodoro constató que los colaboradores del prefecto eran tan perezosos como incompetentes. ¿Cómo extrañarse, si había sido él quien los había recomendado a Maximino? La mejor manera de aislarlo consistía en rodearlo de individuos lo suficientemente mediocres para que pudiera creer que era el rey absoluto; quien no conociese el interior de la provincia se perdería en los pormenores del procedimiento administrativo. Bizancio había añadido tantas leyes a las promulgadas por Roma que sólo el obispo alcanzaba a orientarse en este laberinto. Teodoro cuidaba de llenar el despacho del prefecto de informes inútiles; cuanto más trabajo tuviera, menos se ocuparía de File.

Al lado de Maximino estaba el general Narses, con la perilla arreglada con esmero. El obispo percibió la hostilidad de los dos hombres. No había conseguido enfrentarlos y debería esperar un asalto en toda regla. ¿No sería Teodoro la víctima propiciatoria perfecta?

—El pueblo se queja, reverencia.

—La guarnición intervendrá.

—¿Habrá que aplastar un tumulto?

—El emperador detestaría un incidente de esta índole.

—Mantendré el orden, pero esta crecida catastrófica desmoraliza a las tropas de Narses.

El general asintió.

—Se dice que una maldición pesa sobre Elefantina. Algunos de mis hombres son muy supersticiosos y prestan oídos a los profetas del mal; la cólera de los antiguos dioses es, según dicen, el origen de esta época de hambre.

El obispo miró a sus interlocutores con severidad.

—Por supuesto, no creéis en esas pamplinas.

Ni el prefecto ni el general respondieron. Maximino rompió el silencio.

—Una sublevación popular comprometería la misión que me ha confiado el emperador.

—¿Qué proponéis?

—He paseado por las calles del pueblo; los habitantes me han hablado. Para conjurar la mala suerte pedimos la ayuda de la gran sacerdotisa de File. Ella conoce las fórmulas que harán subir el nivel del agua; que celebre el antiguo ritual.

—La magia negra está castigada con la pena de muerte —objetó Teodoro—. Llevo muchos años empeñado en eliminar esas prácticas malditas; ¿osaríais reactivarlas, menospreciando las leyes divinas y humanas?

—Caso de fuerza mayor —dijo el prefecto.

Proporcionando a Isis la ocasión de hacerse valer y probar que la religión tradicional perduraba, contaba con ganarse sus favores.

—¿Sois consciente del riesgo?

Maximino respondió en un tono menos tajante.

—¿Cómo podría una joven desarmada ser una amenaza para la seguridad pública? El pueblo ama la superstición; su aparición calmará los espíritus. Luego volverá a su isla.

—Desestimáis la pureza de la fe cristiana; nunca toleraría semejante afrenta.

—Soy cristiano —le recordó Maximino—. Isis no convertirá a nadie. Aunque está prisionera, su prestigio es considerable; en un solo día servirá a la causa de la paz. Anunciaremos al emperador que esta región está totalmente sometida.

—Os equivocáis. Isis no pactará con nosotros, sino que aprovechará la oportunidad que le ofrecéis para proclamar la omnipotencia de la diosa. Las consecuencias…

—¿Acaso no estáis convencidos de la fidelidad de vuestros seguidores?

—Las malas hierbas crecen con rapidez.

—Unamos nuestras fuerzas.

—No estoy muy seguro de poder ayudaros.

Maximino frunció el entrecejo.

—No es al hombre de iglesia al que me dirijo, sino a mi subordinado. Yo no osaría siquiera considerar un rechazo que equivaldría a una deserción.

Narses llevó la mano a la empuñadura de su espada. El obispo supo que no dudaría en usarla contra él.

—Vuestros temores no tienen fundamento —declaró con voz helada.