Conforme había exigido Sabni, el barco de File se inmovilizó a media distancia de la orilla. El sumo sacerdote pasó a la embarcación ocupada por los soldados del obispo; ellos lo depositarían a la entrada del templo de Jnum, el edificio faraónico más grande de Elefantina, reducido a ruinas. Pilares truncados, tambores de columnas aserrados, dinteles y fragmentos de esculturas yacían abandonados como los restos de un gran cadáver desmembrado. El santuario del señor de la catarata y la riada bienhechora había sido devastado por los romanos y después por los cristianos. Según los hechiceros, espectros armados de cuchillos frecuentaban estos lugares. Nadie tenía derecho a creer en aquellas fábulas; sin embargo las ruinas permanecían desiertas. Ni un egipcio osaría aventurarse en ellas. En cuanto a los invasores bizantinos, no sentían ningún interés por aquel triste pasado.
Ni el obispo ni Sabni temían a los emisarios del dios carnero. El primero porque le opondría la cruz de Cristo, el segundo porque conocía la fórmula para apaciguarlo. Los dos amigos tenían la certeza de disfrutar de una absoluta tranquilidad, lejos de oídos indiscretos. Se sentaron uno al lado del otro en un peldaño lateral de una naos de granito rosa.
—Así que has aceptado el cargo de sumo sacerdote.
—El decano me lo ha pedido e Isis lo ha aprobado.
—¿Cómo lucharé contra esta nueva locura? ¡Hacía más de veinte años que File prescindía del sumo sacerdote! Parece que quieres resucitar la comunidad.
—Tal es mi único deber; transmitir la iniciación que nuestros antepasados nos han legado.
Teodoro cogió un trozo de granito y lo lanzó a lo lejos.
—Te pareces a esa piedra; incapaz de moverse por sí misma, esclava de la mano que la mueve. Tú eres el jefe insignificante de una asamblea de ancianos a las puertas de la muerte. Si tu ridícula misiva hubiera caído en las manos del prefecto, ya estarías encarcelado.
—Mi dignidad de sumo sacerdote…
—¡Ya no existe, Sabni! La única autoridad religiosa de esta comarca soy yo.
—Tú reinas sobre los cristianos. Yo sobre los egipcios. Poco importa el número; ahora somos iguales. Por eso no cuento con una respuesta favorable a mi petición.
El obispo, resentido por no poder arrancar a Sabni de su sueño, lo escuchó estupefacto.
—Algunas partes del templo están en malas condiciones. Para la techumbre necesito troncos de palmera que nosotros mismos cortaremos en tablas. Para las puertas es indispensable madera de acacia y de sicómoro; algunas piezas de pino asiático servirán para la restauración de los cofres litúrgicos. También me hará falta un centenar de bloques de arenisca de los que ya te daré las medidas.
El sumo sacerdote cogió un trozo de granito del suelo.
—¿No ha sido construida tu iglesia sobre una piedra?
Una profunda arruga surcó la frente del obispo.
—¿Por qué me provocas?
—Es una petición oficial.
—¿Has supuesto por un segundo que accedería a tus requerimientos?
—No desespero de persuadirte.
—Madera y piedra son materiales escasos y muy costosos, reservados al ejército y a los edificios públicos. Yo soy el contable ante el prefecto.
—El templo pertenece a la divinidad; sólo ante ella debemos rendir cuentas después de nuestro paso por la tierra. Su morada debe ser la más bella y la más rica; ningún material es lo bastante espléndido para honrarla.
—Dios no vive en un templo, Sabni. Se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios; no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.
—¡Cuánta vanidad! He aquí la traición suprema del cristianismo: la adoración del individuo. Él no es divino, Teodoro; ni tú ni yo estamos hechos a imagen de Dios; sólo el templo, construido según la Regla, simboliza el Principio.
—Tú has encerrado a Dios en el templo, yo lo he hecho salir. Tú lo confinabas en los círculos de iniciados, yo he revelado su existencia a todos los hombres.
—Yendo hacia el más mediocre, hacia la multitud, rechazando la trascendencia y el esfuerzo, conquistas como lo haría un militar.
—El individuo debe manifestar su debilidad, ha escrito Pablo, para que la fuerza de Cristo descienda sobre él.
—Pablo… Por culpa suya tu religión se ha convertido en fanática e intransigente. No hay peor raza que los opresores convertidos.
—Tu crítica es estéril. Antes de su nacimiento, el que fue enviado a este mundo lo desconocía; se convirtió en hombre sin dejar de ser Dios. De sus entrañas, como de un cielo, María lo parió de forma divina. Otra luz apareció; negarlo es insensato.
—María es hija de Isis. Es la gran diosa quien, mañana o dentro de mil años, orientará de nuevo el mundo hacia una fe sin dogma.
—¿Gracias a unos pocos iniciados sin futuro?
—Recuerda tus Escrituras: un solo justo bastará.
—Isis está muerta. Sus últimos fieles desaparecerán.
—¿Ésa es la famosa tolerancia que tú predicas?
—Deseo salvaros, a ti y a tu comunidad, pero no vuestras funestas ideas que envenenan el espíritu. Cuando seáis liberados, la verdadera fe iluminará vuestros corazones.
—Tu fe ha derramado sangre y lágrimas. Bizancio es tan cruel como Roma. En tiempos de los faraones Egipto era hermoso, rico y feliz; desde el campesino hasta el rey todos comulgaban con lo sagrado, el crédulo por mediación de una estatua erigida en su campo, el sabio por la contemplación de la luz oculta en el templo. Mira mi país, Teodoro, mira nuestro país… pobre, explotado, arruinado. Los canales ya no se limpian, los campos no se riegan, los ricos son bestias salvajes, la violencia triunfa, los pueblos están sucios y llenos de piojos, la corrupción ha destronado a la ley. ¿Dónde se esconde Jnum el carnero, el que con sus robustos brazos inundaba Egipto de alimentos? Recuerda nuestra Regla: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar una barca a quien no puede atravesar el río, un ataúd al que no tiene hijos. Hoy, los hombres consideran la ignorancia como conocimiento y lo dañino como útil. Viven de la muerte, de la que se sacian cada día. ¿Estás satisfecho? ¿Le das gracias a tu dios?
—La creación es imperfecta.
—La humanidad la deshonra. Faraón construyó el cielo y la tierra al precio de un trabajo incesante; haciendo creer a cada hombre que lleva a Dios en sí mismo conduces al Universo a los peores conflictos.
—Cristo predica el amor al prójimo; pareces olvidarlo.
—Los griegos se contentan con bellas palabras. Egipto exigía hechos, seres deseosos de batirse tallando la piedra y la madera. Cerrar los templos es secar la fuente más vital.
—¿Será el Egipto pagano la madre del mundo?
—Si no estás convencido, ¿te quedarás?
El obispo miró a lo lejos. Los bloques de piedra de la catarata cerraban el horizonte. El santuario de Jnum todavía respiraba; una leve brisa, apenas perceptible, circulaba entre los capiteles esculpidos y las columnas resquebrajadas.
—¿Por qué no destruyes File, Teodoro?
—Porque eres mi amigo.
—¿No hay otro motivo? ¿No tratas de conservar los últimos vestigios de tu pasado?
El obispo ocultó el rostro entre las manos.
—Aquella procesión… y, ahora, este título de superior, la actividad peligrosa que deseas proseguir… ¿por qué me complicas tanto la tarea?
—Para obligarte a escoger.
—Tienes que saber parar a tiempo, Sabni. El ejército de Maximino no es un espejismo. Estoy obligado a obedecerle.
—Confío en ti; sólo te obedeces a ti mismo. ¿Me concederás la piedra y la madera que necesito?
—No. Que File se hunda será mi mayor alegría.
—Hasta pronto, Teodoro.
Sabni se alejó con paso firme y tranquilo. El decano no se había equivocado, el joven estaba a la altura de un sumo sacerdote.