Sabni se tendió en el pavimento tibio cerca de un estanque de agua fresca, a la sombra del tamarindo. Finalizados la ceremonia de entronización y el descubrimiento del templo cerrado en el que practicaría a partir de entonces el culto en compañía de Isis, el nuevo sumo sacerdote de File se encontraba cansado. El decano se equivocaba: Sabni no sería digno de dirigir la comunidad. Se ciñó la banda a la cintura, como si este ademán le procurara una seguridad que no poseía; durante la ceremonia, sus predecesores debieron de haber sentido exaltación y no esta carga abrumadora que le clavaba al suelo.
Un líquido cálido y perfumado se deslizó por su pecho. Abrió los ojos y vio a Isis con un frasco de cristal amarillo de largo cuello verde oscuro del que salía un hilillo ambarino con aromas de jazmín. El joven se dejó inundar por el fluido que relajó sus músculos y mitigó su fatiga.
—La última receta de nuestro hermano perfumador, preparada poco antes de su muerte. Se llevó la fórmula al país del silencio.
A Sabni le habría gustado que aquel chorro bienhechor no se detuviera; su piel lo absorbía con avidez, tratando de retener el líquido que embalsamaba su ser.
Caía la noche. Sabni no apartaba los ojos de Isis, cuyo rostro se difuminaba en las dulces sombras del atardecer; hacía rato que Isis había dejado cerca de ella el frasco con el tapón en forma de palma.
—Entremos —propuso ella—. Debo enseñarte el texto de la fundación del templo.
Se instalaron en una pequeña estancia situada detrás del muelle oriental del primer pilono, al lado de la biblioteca. Allí estaban depositados los archivos de papiros y rollos de cuero llenos de jeroglíficos. Isis llenó de aceite de sésamo la lámpara de barro cocido, comprobó que el orificio de ventilación no estuviera obstruido, sacó la mecha y encendió la lámpara; Sabni la cogió para iluminar un papiro amarillento que la gran sacerdotisa sacó de un enorme cofre con patas de león. Lo desenrolló con cuidado.
—Aquí tienes el acta de nacimiento de File, firmada por Imhotep.
—¿El creador de la pirámide escalonada?
Isis asintió.
Incrédulo, Sabni leyó el breve documento trazado por la mano perfecta de un escriba del Imperio Antiguo, la edad de oro de la civilización egipcia. Proclamaba el carácter sagrado de la isla donde se había unido la primera pareja real, Osiris e Isis, que habían revelado las leyes de la arquitectura, de la música y de la agricultura a los habitantes de las riberas del Nilo. Imhotep, sabio entre los sabios, pedía a sus sucesores que adornaran File y celebraran el culto de la gran diosa hasta el fin de los siglos.
Sabni abrazó el papiro.
—Ahora eres el sumo sacerdote de esta comunidad. Guárdate de traicionar al fundador del templo.
Isis devolvió el tesoro a su estuche. Al salir del archivo, la mirada de Sabni se detuvo sobre un bloque esculpido en el zócalo en el que estaba grabada una figura a la vez grotesca e inquietante; cabeza simiesca coronada por un bonete rayado y con dos ojos almendrados que enmarcaban una nariz gruesa; la boca abierta descubría unos dientes puntiagudos; tenía el mentón barbado, el torso fornido y el órgano sexual enorme.
—¿Quién es ese monstruo?
—Un blemio.
—¿Es un ser imaginario?
—Es un miembro de una tribu negra asentada en los territorios inaccesibles del profundo sur, más allá de la cuarta catarata. Los blemios detestan a los cristianos. Veneran al dios Mandulis, huésped de una capilla de nuestro templo. Su ofrenda preferida es el vino afrutado de Nubia, que le traían en grandes cántaros. Antes de nuestro nacimiento, destrozaban las guarniciones romanas para venir a adorarlo aquí mismo con el consentimiento de mi padre. También están muy unidos al carácter inviolable de la isla de Bigeh, donde reposan los restos de Osiris; en sus costas vela el amo de los cielos, al que califican de señor del santuario secreto, de alma viva y de león valeroso que rechaza a los impíos. Las fortificaciones han arruinado su proyecto de liberar la provincia.
—¿Realmente son tan feos?
—La caricatura la realizó uno de nuestros escultores, herido por un arquero blemio. En el ardor del combate, no distinguían a los aliados de los enemigos; quizá su raza se haya extinguido.
—¿Estás segura?
—No sueñes, Sabni. Únicamente podemos contar con nosotros mismos.
El sumo sacerdote puso una rodilla en tierra con el fin de examinar mejor el bárbaro semblante, sinónimo de esperanza.
—Más allá de la cuarta catarata…
—Desconocemos la ruta. Como sumo sacerdote, te debes a la defensa del cuerpo sagrado de la comunidad; te está prohibido abandonar File y arriesgar tu vida. Rechaza la idea de una aventura insensata.
Ningún hermano era lo bastante joven para recorrer los caminos de África y remontar las cuatro cataratas. Contrariado, Sabni se rindió a la razón; el aliado blemio se desvanecía tan rápido como había aparecido.
—Deberías dormir. Al amanecer dirigirás tu primer ritual.
—Me gustaría…
Isis apoyó un dedo en sus labios.
—Ahora es tiempo de silencio.
Isis se alejó hacia las sombras de la noche como una blanca aparición cuya huella luminosa quedó impresa en las tinieblas. Sabni habría deseado retenerla, confiarle su angustia y su necesidad de una presencia que le diera seguridad. Pero Isis se había negado, refugiándose en una soledad altiva, más inaccesible que una fortaleza. Él, el sumo sacerdote, ella, la gran sacerdotisa… extraños el uno al otro, prisioneros de su misión.
Y en verdad, ¡qué misión tan ilusoria! ¿Acaso el obispo no lo eliminaría con un trazo de su cálamo? ¿Durante cuánto tiempo fingiría creer Isis en la supervivencia de File? Sabni se despreció a sí mismo. Con sus pensamientos miserables sólo atraería el desprecio de su amada; a la ansiedad de un vigilante se añadía el desaliento de un cobarde. Él, sumo sacerdote… ¡qué embuste! Sin embargo, se había comprometido ante Imhotep. El juramento lo ligaba a una tarea superior a sus fuerzas y lo encadenaba a un deber con ligaduras que ninguna voluntad podría quebrar. Sabni ya no era libre de vivir su vida, de ceder a sus impulsos. En esta falta de elección ¿conocería la serenidad de los que recibían la luz porque no esperaban nada más de sí mismos?
Un grito desgarró la paz de la isla. Procedía de la orilla occidental, cerca del pórtico de Adriano; en este lugar no había muralla. Sabni se apresuró. Oyó una llamada de socorro.
La luna iluminaba una escena horrible: un ser hirsuto y barbudo daba puñetazos a una tejedora. La mujer, con el rostro ensangrentado, dejó de gemir. Su agresor la arrastraba por los cabellos cuando Sabni le obligó a soltarla.
El loco furioso apestaba; la suciedad recorría su piel apergaminada, sembrada de cicatrices. El sumo sacerdote reconoció a uno de los monjes que se habían asentado en las tumbas egipcias después de profanar las escenas religiosas y de incendiar las capillas. Varios miembros de la comunidad acudieron con antorchas. El monje desdentado intentó morder a Sabni, que lo rechazó con facilidad.
—¡Matémoslo! —exigía una hermana.
El agresor había atacado File solo. Había descendido por la orilla en su balsa de ramas y palmas.
—¡Moriréis! —profetizó—. ¡Todos moriréis!