CAPITULO VII

Sabni sostenía al decano que disfrutaba del placer de su paseo diario bajo el pórtico, entre el embarcadero y el primer pilono. Aprovechando la frescura del claustro donde tantos sabios habían meditado, se detenía ante los textos rituales y las figuras divinas que cubrían los muros y las columnas. Faraón dialogaba con las gráciles jóvenes cuyo cuerpo armonioso manifestaba el amor de la tierra por los poderes celestiales. A pesar de moverse a duras penas, el anciano disfrutaba.

—Es más abundante en riquezas un instante pasado en servir a Dios que toda una existencia de hombre rico. Más abundante en riqueza un día pasado en hacer ofrendas que todos los tesoros del mundo. Es lo que me ha repetido mi padre después de habérselo oído decir al suyo; ¿serás tú, Sabni, el que transmita estas palabras?

—Que la diosa me dé la fuerza.

El decano se detuvo y miró al cielo.

—Hoy se producirá el acontecimiento que decidirá el futuro de nuestra comunidad. Observa el sol… ¡él nos lo dirá!

Un nuevo vigor habitaba las piernas del anciano, capaces de recorrer un camino más largo que el de costumbre. Sabni, sofocado, no se atrevió a hacer preguntas. Él también presentía que las próximas horas no se parecerían a ninguna otra.

Los dos hombres se dirigieron al extremo sudoeste de la isla, donde se alzaba, suspendido sobre el agua, el pabellón de Nectanebo I. En otro tiempo atracaban aquí las grandes barcas que transportaban semanalmente a los trabajadores del templo, antes de devolverlos al mundo exterior. La tribuna, antaño ocupada por un colegio.

Un hombre con cabeza de chacal se dirigió hacia Sabni; portando la máscara de Anubis, el abridor de caminos, el sacerdote le guió hasta el segundo pilono. El eje del templo se quebró. Las monumentales puertas se movieron iniciando un movimiento en espiral, matriz del templo aspirado hacia las estrellas imperecederas, al norte del universo.

Sabni atravesó el patio del oeste por el pasillo que bordeaba la casa del nacimiento; desde los capiteles, Hathor sonreía. El escultor había dado a cada una de las caras de la diosa una expresión diferente; felicidad, alegría, placer, ternura componían una música de piedras vivas.

Sobre la fachada del segundo pilono, Faraón afirmaba de nuevo su presencia triunfando para siempre de las fuerzas de las tinieblas. El sacerdote con la máscara de chacal cedió el puesto a su hermano con la máscara de halcón; a partir de entonces Horus guiaría los pasos de Sabni.

Una vez franqueada la puerta, más allá de la roca tallada en forma de monolito donde Ptolomeo VI enumeraba los donativos al templo, el futuro sumo sacerdote descubrió una estancia con diez columnas. El verde de las palmeras se derramaba por encima de los capiteles, troncos azulados de los vegetales que enlazaban el suelo plateado con el techo, cubierto de buitres con las alas desplegadas; cintas multicolores enlazaban ramilletes de flores y haces de papiros rojos y amarillos, dando ritmo a las escenas de ofrendas; hojas de oro que recubrían las columnas hinchadas de savia animaban el ritual celebrado por los jeroglíficos, emisores de la energía de las primeras épocas, del «tiempo de Dios» que evocaban los anales del templo.

El decano, que había conseguido mantenerse en pie sin su bastón, tendió al joven un shenti idéntico a los que vestían los reyes de Egipto cuando oficiaban en los lugares sagrados.

—Quítate la túnica de lino; gracias a esta prenda se sabrá cuál es tu misión.

Horus y Anubis se situaron a los lados de Sabni y purificaron su cuerpo desnudo rodándolo con agua fresca; después el decano le rodeó la cintura con el shenti y dobló el extremo sobre sí mismo para formar una lengüeta que permitiría ceñirle la prenda. El shenti, metido entre las piernas y enrollado tres veces alrededor del cuerpo, se sujetaba gracias a un cinturón de cuero. Las manos del decano no habían temblado.

La juventud de Sabni llegaba a su fin; el sencillo shenti lo introducía en la cadena ininterrumpida de jefes de la comunidad.

—Someterás a los impíos. Su raza será humillada, sus hijos sacrificados y sus mujeres se volverán estériles; las estatuas de los dioses serán enderezadas. El país volverá a sonreír gracias al soberano nacido del sol. Veremos el fin de nuestras desgracias; nuestra tierra dará vida a quien ama la vida. Los muertos saldrán de sus tumbas a fin de tomar parte en la felicidad reencontrada. Ve, Sabni. Haz que se cumpla nuestro destino.

El decano quitó los dos candados que cerraban la puerta del Trono venerable; el lugar misterioso donde se concentraba la esencia divina estaba sumido en una oscuridad en la que se perdían los débiles rayos del sol que se filtraban por los pequeños tragaluces.

Thot, con cabeza de ibis, y Sekat, la soberana de la Casa de la vida, con el cuerpo revestido por una piel de pantera, cogieron las manos del sumo sacerdote y lo condujeron por el pasillo que comunicaba la cámara de los tejidos, la sala del tesoro, la estancia de purificación y la sala de las ofrendas, dejándolo enfrente del Sanctasanctórum, igualmente cerrado con dos candados.

—La altura del templo obedece a las leyes del conocimiento —declaró Thot—, su longitud a las leyes matemáticas y sus proporciones respetan la armonía del universo. Conviértete en piedra angular del edificio y penetra en el misterio.

Las divinidades desaparecieron y el silencio envolvió el santuario. Sabni quitó los candados, los dejó en el suelo y empujó la última puerta.

Una luz le cegó; el granito brillaba con luces plateadas mezcladas con el oro de la naos. Encima del monolito, las cobras erguidas escupían un fuego protector; en su base, Faraón levantaba el cielo.

El deslumbramiento pasó y pudo verla. Vestida con una túnica blanca ceñida, el cuello adornado con un largo collar de oro y los cabellos con una diadema de lapislázuli, Isis se apoyaba en el ángulo de la naos; con un dedo empujó el caulículo de oro que cerraba el relicario en el que velaba una estatua de la diosa con los ojos perpetuamente abiertos.

—Yo soy Isis, la madre de Dios, la reina de los cielos, soberana de la tierra sagrada. Yo he traído la vida a la existencia a través de aquello que mi corazón ha concebido. Yo he dado origen a las divinidades, enseñado el camino de las estrellas, regulado el curso del sol y de la luna, enseñado a los humanos la iniciación en los misterios, fundado los templos, arrojado los demonios, abolido las leyes de los tiranos, puesto en orden aquello que ninguna locura modificará. Por mi amor, la tierra florece, el viento sopla con suavidad, el calor es agradable, el Nilo abundante. Yo ofrezco el oro del cielo y la fortuna a quien me venera. Sé depositario de esta riqueza, Sabni, sumo sacerdote de la comunidad de File.

Puso su mano sobre la de Sabni y lo condujo fuera del santuario. El joven temblaba. Su existencia ya no le pertenecía, pero viviría al lado de aquella mujer casi irreal que le había otorgado su confianza.

La comunidad estaba reunida delante del segundo pilono; cuando apareció la pareja, los adeptos reconocieron por aclamación la legitimidad de su poder. Sabni desenrolló el papiro de la Regla aplicada a todos, pobres y ricos, nobles y campesinos.

—Vosotros que cumplís los ritos y guardáis este templo —leyó Sabni—, no permitáis que ningún profano penetre en él. Que nadie acceda si no es con honor. Que las ofrendas sean llevadas a los dioses de manera que esta tierra conozca la paz y un destino afortunado más allá de los tiempos. ¡Vosotros que seguís el camino de la luz y veláis sobre esta morada del Principio, alcanzad la plenitud, sed felices! La vida se encuentra en las manos de Dios, la felicidad en su puño. Yo me comprometo a expulsar la barbarie y la violencia, ya que la armonía de la comunidad es nuestro cielo. El amor fraternal es el único monumento perdurable. Avancemos sin temor hacia la adversidad y, si nos resulta difícil, aumentemos las ofrendas de cada día.

El decano se volvió hacia Sabni y le dio un abrazo.

—Tú, que eres nuestro jefe, busca en cada ocasión obrar con justicia para que tu conducta sea irreprochable. Grande y poderosa es la Regla, inalterada desde los tiempos de Osiris; cuando el final llegue, la Regla perdurará.