CAPITULO V

Sin salvoconducto, Sabni no era más que un forajido. Las patrullas que recorrían las calles de Elefantina querrían conocer su profesión, su lugar de nacimiento y el nombre de su jefe. El egipcio había esperado una ayuda más substancial por parte del obispo. Pero este último le había dado una lección; solo en una ciudad hostil, tendría que esquivar las rondas para regresar a File. Imposible salir por el corral, ya que la salida estaba vigilada.

Echando una última mirada a la ventana iluminada del obispo, Sabni franqueó el pretil de la azotea y alcanzó el techo de un cobertizo. Observó las calles; no había ningún soldado a la vista. Prosiguió su camino de edificio en edificio, alejándose del barrio central y se ayudó de una parra para descender hasta una plazoleta alfombrada de excrementos.

No le quedaba más que alcanzar la orilla de los antiguos jardines del templo; allí se pudrían las barcas que ya no se utilizaban. Sorteó una callejuela y se adentró en una pequeña arteria que transcurría entre las viviendas derruidas de los sacerdotes de Jnum, el dios carnero. Caminando entre los restos de paredes y zócalos, Sabni llegó hasta un alfar que daba al Nilo. Un lintel de madera de cedro subsistía aún sobre una ventana. Habían levantado el pavimento y rascado la cal de la fachada. A pesar de los montones de ladrillos, distinguió una gran estancia llena de hornacinas, ridículos refugios de divinidades del hogar a las que las familias dirigían sus plegarias al levantarse y al acostarse. Franqueó los restos de una puerta y pensó que en menos de una hora estaría de vuelta en la isla.

—No te muevas. Estás detenido.

Una docena de soldados surgió de los escombros apuntándole con las espadas.

—Si tratas de huir, te mataremos.

Sabni se dio la vuelta. Varios soldados le impedían el paso. Se quedó inmóvil. El jefe de la patrulla, un bizantino huraño y nervioso, se adelantó.

—¿Quién eres?

—Un campesino.

—¿Cómo te llamas?

—No lo sé.

—¿Qué haces aquí? ¿Acaso ignoras que se trata de territorio militar?

—Me he perdido.

El jefe de la patrulla, con la espada en alto, giró alrededor de Sabni como si buscara el sitio idóneo para clavársela.

—¿Eres cristiano?

—¿Quién no lo es?

—¿Has estado en la cárcel alguna vez?

—No.

—Lleváoslo.

Dos soldados apresaron a Sabni y lo empujaron. No se resistió; lo arrastraron hasta el puesto de guardia. Escondida detrás de un militar, una vieja vendedora de cebollas miraba al jefe de patrulla y movió la cabeza al pasar Sabni.

El sospechoso fue arrojado a una celda de muros de adobe y suelo de tierra batida. El techo era tan bajo que no podía ponerse en pie. Cuando el calor estuviera en su apogeo se asfixiaría. Sabni se sentó en la postura del escriba y vació su espíritu de toda agitación. El decano le había enseñado a situarse fuera de los acontecimientos inmediatos y a convertirse casi en un extraño a sí mismo con el fin de orientar mejor su pensamiento. El joven olvidó el reducto maloliente, las idas y venidas de los soldados y los ruidos del campamento. El miedo que sentía resbaló por su piel y se alejó.

¿Cómo prevenir a Isis? Escaparse parecía imposible. Tendría que sobornar a un soldado y pedirle que llevara un mensaje a File. Pero no tenía nada que ofrecer; ¿encontraría un ser compasivo en medio de aquella jauría? No le llevaron bebida ni comida. Al mediodía, Sabni sentía cómo se hinchaba su lengua y se contraían sus músculos.

La puerta se abrió. Un soldado le arrancó de la celda, tirándole del brazo izquierdo; Sabni vaciló, las piernas le fallaron; a duras penas recuperó el equilibrio. Avanzó con la frente alta. Una lanza apoyada en su espalda le obligaba a caminar rápido. Lo empujaron al interior de un despacho de paredes desconchadas; las tablillas grabadas yacían en desorden sobre un arca. Los soldados se marcharon y entró un oficial de unos cincuenta años. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha, tenía la nariz rota y el aspecto de haber participado en muchos combates.

Cerró la puerta de un puntapié.

Sabni retrocedió.

Los dos hombres se fundieron en un estrecho abrazo.

—¡Mersis!

—La vieja te ha denunciado y mis hombres te han detenido.

—¿Por ser sacerdote de Isis?

—Por ladrón; al menos, eso es lo que pone en la denuncia.

Bébete esto.

El capitán ofreció a Sabni un vaso de agua fresca.

—¿Te has arriesgado a redactar tú mismo la denuncia?

—El escriba me obedeció. Todavía tengo algún poder en esta guarnición. Quizá por poco tiempo; el futuro se presenta sombrío.

El capitán Mersis golpeó la pared con el puño.

—El prefecto Maximino llega mañana a la cabeza de quinientos hombres. Cuatrocientos a pie y cien a caballo; una tropa de élite, un enorme refuerzo compuesto de mercenarios y reclutas de oficio. He recibido órdenes de adecentar el cuartel y sacarle brillo a las armas.

—¿A qué viene este despliegue de fuerzas?

—Pacificación definitiva de la región.

—¿File?

—No lo sé, pero la vigilancia de la isla será reforzada. Ya no puedo enviar más mensajes.

—El obispo ha suprimido la provisión de lino.

Un intenso dolor apareció en el rostro del capitán.

—Las túnicas de los sacerdotes…

—Cuidaremos las que nos quedan.

El soldado se hallaba al borde de las lágrimas. La muerte le era indiferente, pero no la belleza de una ceremonia.

—Teodoro es un monstruo.

—¿Se lleva bien con Maximino?

—No se conocen, pero, al parecer, el prefecto es un hombre muy autoritario. Al obispo no le gustará mucho.

—La suerte nos sonreirá.

—Los centenares de soldados…

—File no merece semejante ejército. Debe de haber alguna otra razón.

Al capitán no se le ocurría ninguna. Hacía mucho tiempo que se habían arrancado como viejas cepas las revueltas del norte. Entre Egipto y las tierras del profundo sur, las fortificaciones de la frontera condenaban al fracaso toda tentativa de invasión. Un solo factor de disturbios seguía oponiéndose al dominio total del imperio: el templo pagano.

—No te arriesgues, Mersis. Si alguien se entera de que nos ayudas…

—No temo al destino. Permanecerás detenido hasta mañana por la mañana; el interrogatorio a que acabo de someterte demuestra tu inocencia. En el muelle abandonado hay una barca medio desfondada que aguantará hasta la mitad del camino. A partir de entonces, tendrás que nadar. Trataré de enviarte una paloma en cuanto sepa algo más, pero las mejores mensajeras, las que vuelan de noche, han sido requisadas por el obispo. Y ahora, perdóname: un sospechoso no puede salir ileso de este despacho.

Mersis golpeó a Sabni repetidas veces, después abrió la puerta con violencia y empujó fuera a su víctima, cuyos gemidos de dolor no eran fingidos.

—Encerradlo de nuevo. Este ladronzuelo necesitaba una lección.