CAPITULO III

Isis, postrada a los pies de una columna del pabellón de Trajano, no probaba bocado desde hacía dos días. La comunidad, desamparada, esperaba que la gran sacerdotisa saliera de su mutismo. El decano, que guardaba cama, había perdido el uso de la palabra. La ritualista se conformaba con recitar los textos, enumerando las ofrendas a las divinidades con el fin de preservar el débil lazo que todavía unía a Egipto con la armonía celeste. Hundido en el letargo, indiferente a lo benigno del clima, el templo no era más que muros silenciosos.

Sabni depositó ante Isis un cántaro de agua fresca.

—Nadie te juzga responsable de la muerte de nuestro hermano. Él conocía el riesgo igual que los demás.

—El obispo había prometido que la vida de los miembros de nuestra comunidad estaría protegida. Todos estos infelices asesinados, esta violencia…

—Teodoro nunca ha faltado a su palabra. Fue un accidente.

—¿Estás seguro?

—Cuento con asegurarme.

—¿Cómo?

—Buscando a Teodoro.

—No tienes derecho a abandonar la isla.

—Como sacerdote no. Pero ¿y como campesino?

—Es muy peligroso.

—Es indispensable.

—¿Y si yo te lo prohibiera?

—Obedecería. Pero padeceríamos una angustia insoportable.

Isis se levantó. ¡Qué difícil era no abalanzarse sobre ella y estrecharla entre sus brazos!

La gran sacerdotisa reconoció la sensatez de la opinión de Sabni. En el momento de la repartición de las tierras el obispo no había desmantelado el patrimonio del templo que, aunque ya no poseía las riquezas de otro tiempo, todavía conservaba los campos cultivados que continuaban nutriendo a la comunidad. Todos los campesinos estaban persuadidos de que, si la diosa recibía la primera parte de las cosechas, su destino sería menos duro. El obispo cerraba los ojos y la economía funcionaba como antaño: géneros aportados al templo, consagración por la gran sacerdotisa, redistribución.

—Otro acontecimiento me obliga a trasladarme sin dilación a Elefantina.

—¿Cuál?

—Nuestro fiel Mersis no nos ha hecho llegar su habitual mensaje. Hay soldados vigilando las orillas y ningún pescador puede aventurarse por nuestras aguas.

Mersis, un egipcio cuyo nombre significaba «el rojo», era uno de los hombres de confianza del obispo. Converso desde hacía tiempo, no soportaba ver desaparecer a los seguidores de los antiguos cultos. Quería salvar File y enviaba a la comunidad la información indispensable para su supervivencia.

—¿Cómo lo harás?

—Nadaré hasta el primer puesto fronterizo, que está vigilado únicamente por campesinos alistados, ocupados en dormir o en jugar a los dados. Luego subiré a la barcaza. Una vez en Elefantina, esperaré el momento oportuno para encontrarme con Teodoro frente a frente.

Isis se volvió hacia Sabni. En sus ojos, la inquietud se mezclaba con la ternura.

—No tenemos elección…

—Yo soy tu servidor. El alma de File eres tú.

—Vuelve pronto, Sabni.

Sabni atravesó con facilidad la anchura del río que separaba la isla del campamento donde los improvisados aduaneros amontonaban despojos de cocodrilos y taparrabos nubios de la peor calidad. Nadie frecuentaba aquel lugar siniestro donde no había nada que robar; a lo lejos, justo delante de la primera catarata, Sabni vislumbró las fortificaciones del gran puesto de aduanas que había en la frontera entre Egipto y las tierras meridionales. Alumbrado por las antorchas, se mantenía en estado de alerta día y noche durante la época de marea baja. El enemigo apenas temía las tentativas de invasión de las tribus negras, ya que los últimos asaltos se remontaban a más de diez años atrás. Lo que había que proteger de los saqueadores eran los tesoros acumulados en los almacenes: sacos de oro, marfil, maderas de ébano y las pieles de los ciervos y de los gamos. Después del inventario y la evaluación de su valor, alimentaban el mercado más animado del país. Los aduaneros recibían a las caravanas venidas de África, descontaban las contribuciones y garantizaban la seguridad de las mercancías antes de que fueran negociadas.

File no disponía de suficientes piezas de plata convertibles en ese metal precioso que servía para recubrir las estatuas divinas y las puertas del templo. Melancólico, Sabni se adentró en las tinieblas; de niño había jugado tan a menudo en la orilla y los acantilados que conocía cada una de las piedras como la palma de su mano. Algunos senderos, de aspecto fácil, encubrían trampas mortales; varios soldados bizantinos se habían desnucado por no tener en cuenta que las piedras, en equilibrio inestable, podían rodar en cualquier momento por la pendiente de arena.

Se quitó la túnica de campesino y durmió en la cima de una colina, al abrigo de un bloque de granito rosado. Despertado por la luz del alba, descendió con paso tranquilo hacia el embarcadero donde ya la multitud se apresuraba. La barcaza que cubría el trayecto con la isla de Elefantina, donde residía el obispo, era gratis; allí se amontonaban cabras, corderos, asnos y agricultores que llevaban alimentos al dueño de aquellas tierras y al campamento militar. Sabni ayudó a una anciana encorvada bajo el peso de un cesto lleno de cebollas que tenía que repartir entre los puestos de la ciudad establecidos en el punto sur de la isla. Andando a su lado y charlando con ella, parecía un buen hijo ayudando a su madre. Los soldados y guardias no los detendrían para interrogarles. Pasarían cerca del famoso pozo que el griego Eratóstenes, en el año 230 antes de Cristo, había utilizado para confirmar la medida de la circunferencia de la tierra establecida por los sabios egipcios. En esta región, durante el solsticio de verano, los rayos caían en vertical e incidían en el gnomon de los relojes de sol sin producir ninguna sombra, ofreciendo un excelente punto de partida a los cálculos geométricos.

Casi todas las casas habían cambiado las azoteas por cascotes de tejas. Algunas, derribadas hasta los cimientos, evocaban los castigos infligidos a aquellos que rehusaban convertirse. La antigua morada del gobernador egipcio, hostil al cristianismo, estaba abandonada. Su fachada, quebrada y renegrida, parecía la cara de un ajusticiado.

Sabni acompañó a la vieja hasta el puesto del vendedor, un libanes siempre dispuesto a ensalzar los méritos de Bizancio y la sabiduría del invasor. Primo de un suboficial, había comprado grandes extensiones de tierra, donde explotaba con total impunidad a varias familias que sin él habrían muerto de hambre.

Agotada, la vendedora de cebollas rogó a Sabni que le llevara el fardo, ligero ahora, hasta su casa. Vivía en el barrio más pobre de la ciudad y debía ir todos los días hasta su terruño, en la orilla oriental. Durante el periodo de calor trabajaba por la noche. Con el marido fallecido y los dos hijos luchando en Asia, subsistía a duras penas.

La casita, que daba a un callejón fangoso y oscuro, había sido construida con adobes secados al sol. En la grisácea fachada mal conservada se abría una minúscula ventana provista de una reja de madera. Sabni y la vieja subieron los tres peldaños desgastados. La propietaria utilizó una llave oxidada; creía en la ilusoria protección que le procuraba aquella mohosa cerradura. Un mobiliario medio podrido atestaba las dos pequeñas piezas.

La vieja se dejó caer sobre el suelo de tierra batida.

—¿Quién eres?

—¿De verdad quieres saberlo?

Ella cerró los ojos.

—No tienes los modales de un campesino, tu voz es reposada como la de un sacerdote… Recuerdo las palabras apacibles de los seguidores de Isis cuando salían en procesión antes de que el obispo les obligara a permanecer en la isla. Ellos tenían la misma actitud tranquila que tú.

—Aquellos tiempos ya pasaron. Yo estoy aquí para alistarme en el ejército. Adiós.

La vieja entornó los ojos. Denunciar a un sacerdote huido le reportaría una bonita suma que le calmaría el hambre durante varios meses.