La comunidad seguía teniendo a su disposición diversas barcas, incalculable tesoro de cuyo mantenimiento se encargaban dos de los seguidores, ya que el astillero y los numerosos equipos de carpinteros sólo eran recuerdos lejanos.
Para no atraer la atención de los posibles centinelas, anclaron una de las barcas frente al pabellón de Trajano, lejos del embarcadero habitual; diez sacerdotes embarcaron. Sabni guiaba una pequeña barca sagrada con la proa en forma de flor de loto. Con la mirada trataba de disuadir a Isis de emprender la expedición; la gran sacerdotisa se instaló delante, disfrutando de la brisa en el rostro. El corto viaje de la isla a la orilla desértica se anunciaba como una victoria; de este modo File rompía la barrera invisible que le impedía comunicarse con el mundo exterior; el emblema de la gran diosa reaparecería en medio de los fieles privados de su presencia y condenados a la desesperación.
Desde la cima de una colina, un pastor fue el primero en avistar la procesión; vio cómo se organizaba sobre la orilla, con Isis al frente. Loco de alegría, corrió a avisar a los campesinos que labraban un campo vecino. Un labriego a lomos de un asno se lanzó al galope y difundió la buena nueva por los alrededores.
Cuando el cortejo alcanzó una de las terrazas rocosas que dominaban la ciudad, Isis descubrió, conmovida, las afueras de Elefantina; la gran ciudad meridional no era más que una guarnición militar dejada de la mano de los dioses; un territorio profanado en el que los templos habían sido saqueados. Sabni era incapaz de ocultar su angustia, pero también sentía la inmensa alegría de escapar de la reclusión, de volver a ver el sitio donde había nacido y esperar otro futuro para su país.
Los sacerdotes miraban inquietos a derecha e izquierda, temiendo la intervención de las sanguinarias fuerzas enemigas. Poco a poco, fueron envalentonándose; cuando atravesaron la primera viña, entre cuyas cepas brotaban algunas palmeras, ya estaban convencidos de que ningún obstáculo se interpondría en su camino. La barca de la diosa iluminada por los rayos del sol los protegía. Continuaron sin prisa, adoptando el paso solemne característico de los desplazamientos en el interior del templo. Al final del camino, en las primeras granjas, todo Egipto les acogería; Isis proclamaría el retorno de la fe tradicional y el resurgimiento de la felicidad.
Una docena de hombres de rostro impenetrable les cortó el paso. Sabni confió la barca sagrada a sus seguidores y se acercó a Isis, que proseguía la marcha. Los campesinos desarmados se arrodillaron; la gran sacerdotisa les hizo levantarse con un ademán.
—No es de vuestra humillación, sino de vuestra confianza de lo que se nutre la gran diosa.
Los campesinos se unieron a los sacerdotes. Uno de ellos entonó un canto cuyas palabras no entendía; alababa la belleza de las espigas de cebada, maduras gracias a la benevolencia del cielo. Un sacerdote oyó el estribillo y lo coreó junto con sus hermanos. Cuando la procesión llegó a la vista del primer campamento fortificado que impedía el acceso a la ciudad, un canto compuesto por cientos de voces se elevaba con fuerza. Jardineros, mercaderes y barqueros abandonaron sus tareas para unirse a la reconquista.
Isis oró; salmodiaba a media voz un himno a la madre divina para protegerse de la exaltación que la embargaba. ¿Por qué haber esperado tanto si tan fácil era el ataque? El número de devotos de la diosa no cesaba de aumentar. Mujeres y niños se atrevían a salir de sus casas para participar en la fiesta. La antigua fe volvía; Egipto resucitaba.
Sabni no se dejó llevar por la alegría; los cantos y gritos de júbilo no le tranquilizaban. Observaba el recodo del camino por donde acababan de aparecer dos soldados armados con lanzas.
El joven se estremeció; no se trataba de campesinos alistados por la fuerza, sino de mercenarios bien equipados y encargados de vigilar la aduana, recaudar los impuestos y escoltar el transporte de provisiones. Su principal función consistía en asegurar el mantenimiento del orden sin tener en cuenta las vidas humanas. Con el cuerpo cubierto por una coraza, polainas de cuero y la cabeza oculta por un casco provisto de aberturas para los ojos, manejaban de buena gana la pica y el hacha de doble filo. El pueblo aborrecía y temía a estos bárbaros llegados de Asia.
El cortejo avanzó hacia el fuerte de adobe cuya fachada principal daba al sur, donde se habían producido las revueltas de las tribus nubias hacía ya muchos años. El lúgubre edificio, que simbolizaba la autoridad del obispo, comunicaba con las atalayas de los destacamentos encargados de vigilar la frontera.
Al volver a abrir la puerta de Egipto, Elefantina, la comunidad haría circular un soplo de aire vivificante por todo el país. En pocas semanas todos sabrían que la gran diosa había abandonado la isla santa para reanimar los antiguos santuarios y despertar los cultos adormecidos. Todos volverían a celebrar la fiesta del cielo y de la tierra.
Cuatro soldados andrajosos corrieron hacia el cortejo, se quitaron las botas y arrojaron las espadas cortas de filo embotado. Sucios, con el cabello enmarañado, tenían que cobrar tributo a sus propias familias, de las que habían sido separados para convertirse en guardias sometidos a los mercenarios extranjeros.
La deserción comenzaba; doscientos, trescientos… Sabni ya no alcanzaba a contar todos los aliados que, despojándose de sus oropeles cristianos, dejaban hablar a su corazón y se unían a ellos. Se reprochaba haber dudado; ningún opresor mataría el alma de Egipto.
Y qué bella estaba Isis en aquel momento de triunfo; guiaba con dulzura, tranquila e iluminada. A pesar de su fragilidad parecía indestructible. Sabni la admiraba desde hacía tanto tiempo que se asombraba del cariz que estaban empezando a tomar sus sentimientos; en sus miradas, la consideración se teñía de un impulso casi apasionado que todavía refrenaba. Amor no podría ser su nombre. Cómo iba a reunir el amor a dos seres tan dispares: Isis, la heredera de una larga e ilustre línea de reinas de Egipto, y Sabni, un modesto sacerdote de origen humilde.
El ataque se produjo por la retaguardia. En su delirio, los peregrinos no se habían percatado de la rápida maniobra de encierro. Las órdenes de los mercenarios no admitían dudas: ningún disturbio debía ser tolerado. De ordinario, apaleaban a un borracho o cogían a un campesino fugitivo al que la miseria y la esclavitud habían vuelto loco. Esta vez la situación era un poco más preocupante; un motín, una rebelión contra el orden establecido. Además, los centinelas habían asistido a la deserción de varios guardias que se habían unido a los agitadores. La consigna fue aplicada con el máximo rigor.
La primera línea de mercenarios disparó el arco. Las flechas alcanzaron a dos de los seguidores de Isis; con el hacha, los soldados cortaron las piernas y la nariz de los heridos y perforaron el vientre de los últimos sublevados. En pocos minutos, las tropas de vigilancia se hicieron dueñas de la situación.
Aquéllos que habían creído en el retorno de la gran diosa yacían ensangrentados en el polvo del camino. Uno de los sacerdotes había perdido la vida de un tajo en la garganta. Un error debido al excesivo celo de un soldado que se había acordado, un poco tarde, de las recomendaciones del obispo: no atentar contra la vida de los hombres y mujeres vestidos con túnicas blancas. Desnudaron el cadáver y lo vistieron con la túnica sucia de un campesino.
Isis, Sabni y los otros miembros de la comunidad fueron reconducidos bajo guardia hasta su barca. Abatidos, escucharon los aullidos de los desertores que los mercenarios colgaban por los pies después de haberles vertido plomo fundido en los testículos. Sólo faltaba quemar a los ajusticiados; el humo elevándose contra el cielo señaló el final de la insurrección.
Un oficial llevaba una pequeña barca con la proa en forma de flor de loto. Lamentando la ausencia de adornos dorados, la destrozó a patadas y dispersó los trozos en la grava.