A las diez de la mañana de este día en que estamos, dos policías de paisano subieron al cuarto piso y llamaron al timbre. Les abrió la mujer del médico, que preguntó, Quiénes son ustedes, qué desean, Somos agentes de policía y traemos orden de llevarnos a su marido para un interrogatorio, no se moleste diciéndonos que ha salido, la casa está vigilada, por eso no tenemos dudas de que está aquí, No tienen ninguna razón para interrogarlo, la acusada de todos los crímenes, por lo menos hasta ahora, soy yo, Ese asunto no es de nuestra incumbencia, las órdenes que recibimos son estrictas, llevarnos al médico, no a la mujer del médico, por tanto, si no quiere que entremos a la fuerza, vaya a llamarlo, y ate al perro, no le vaya a ocurrir un accidente. La mujer cerró la puerta. La volvió a abrir poco después, el marido venía con ella, Qué desean, Conducirlo a un interrogatorio, ya se lo hemos dicho a su mujer, no nos vamos a pasar el resto del día repitiéndolo, Traen credenciales, un mandato, El mandato no es necesario, la ciudad está en estado de sitio, en cuanto a las credenciales, aquí están nuestras identificaciones, vea si le sirven, Tendré que cambiarme de ropa primero, Uno de nosotros lo acompañará, Tiene miedo de que huya, de que me suicide, Sólo cumplimos órdenes, nada más, Uno de los policías entró, la tardanza no fue grande. Yo voy con mi marido a donde él vaya, dijo la mujer, Ya le he dicho que usted no va, usted se queda, no me obligue a ser desagradable, No puede serlo más de lo que está siendo, Puedo, claro que puedo, ni se imagina hasta qué punto, y al médico, Va esposado, extienda las manos, Le pido que no me ponga eso, por favor, le doy mi palabra de honor de que no intentaré escapar, Vamos, extienda las manos y déjese de palabras de honor, muy bien, así es mejor, va más seguro. La mujer se abrazó al marido, lo besó llorando, No me dejan ir contigo, Quédate tranquila, verás como antes de la noche estaré en casa, Vuelve pronto, Volveré, mi amor, volveré. El ascensor comenzó a bajar.
A las once el hombre de la corbata azul con pintas blancas subió a la terraza de un edificio fronterizo con la fachada posterior de la casa donde viven la mujer del médico y el marido. Lleva una caja de madera barnizada, de forma rectangular. Dentro hay un arma desmontada, un fusil automático con mira telescópica, que no será utilizada porque a una distancia de éstas es imposible que un buen tirador falle el objetivo. Tampoco usará el silenciador, pero, en este caso, por motivos de orden ético, al hombre de la corbata azul con pintas blancas siempre le ha parecido una grosera deslealtad para con la víctima el uso de tal aparato. El arma ya está montada y cargada, cada pieza en su lugar, un instrumento perfecto para el fin a que se destina. El hombre de la corbata azul con pintas blancas elige el sitio desde donde disparará y se pone a la espera. Es una persona paciente, lleva en esto muchos años y siempre hace bien su trabajo. Más pronto o más tarde la mujer del médico tendrá que asomarse a la terraza. Sin embargo, para el caso de que la espera se prolongue demasiado, el hombre de la corbata azul con pintas blancas lleva consigo otra arma, un tirachinas común, de esos que lanzan piedras y están especializados en romper los cristales de las ventanas. No hay nadie que oiga que se le parte un cristal y no acuda corriendo a ver quién ha sido el vándalo infantil. Pasó una hora y la mujer del médico no ha aparecido, ha estado llorando, la pobre, pero ahora vendrá a respirar un poco, no abre una ventana de las que dan a la calle porque siempre hay gente mirando, prefiere las de atrás, mucho más tranquilas desde que existe la televisión. La mujer se aproxima a la barandilla de hierro, pone las manos encima y siente la frescura del metal. No podemos preguntarle si oyó los dos tiros sucesivos, yace muerta en el suelo y la sangre corre y gotea hasta el piso de abajo. El perro viene corriendo desde dentro, olfatea y lame la cara de la dueña, después estira el cuello hacia arriba y suelta un aullido escalofriante que otro tiro inmediatamente corta. Entonces un ciego preguntó, Has oído algo, Tres tiros, respondió el otro, Pero había también un perro dando aullidos, Ya se ha callado, habrá sido el tercer tiro, Menos mal, detesto oír los perros aullando.