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Veintitrés muertos ya contados, y no sabemos cuántos se encuentran todavía debajo de los escombros, veintitrés muertos por lo menos, señor ministro del interior, repetía el primer ministro golpeando con la palma de la mano derecha los periódicos abiertos sobre la mesa, Los medios de comunicación son prácticamente unánimes en atribuir el atentado a un grupo terrorista relacionado con la insurrección de los blanqueros, señor primer ministro, En primer lugar, le pido, como un gran favor, que no vuelva a pronunciar en mi presencia la palabra blanquero, por buen gusto, nada más, en segundo lugar, explíqueme qué significa la expresión prácticamente unánimes, Significa que hay sólo dos excepciones, estos dos pequeños periódicos que no aceptan la versión puesta en circulación y exigen una investigación a fondo, Interesante, Vea, señor primer ministro, la pregunta de éste. El primer ministro leyó en voz alta, Queremos saber de dónde partió la orden, Y éste, menos directo, pero que va en la misma dirección, Queremos la verdad le duela a quien le duela. El ministro del interior continuó, No es alarmante, no creo que tengamos que preocuparnos, hasta es bueno que estas dudas aparezcan para que no se diga que todo es la voz de su amo, Quiere decir que veintitrés o más muertos no le preocupan, Era un riesgo calculado, señor primer ministro, A la vista de lo sucedido, un riesgo muy mal calculado, Reconozco que también puede ser interpretado así, Habíamos pensado en un artefacto no demasiado potente, que causase poco más que un susto, Desgraciadamente algo ha debido de fallar en la cadena de transmisión de la orden, Me gustaría tener la certeza de que ésa es la única razón, Tiene mi palabra, señor primer ministro, le puedo asegurar que la orden fue dada correctamente, Su palabra, señor ministro del interior, Se la doy con todo lo que vale, Sí, con todo lo que vale, Sea como sea, sabíamos que habría muertos, Pero no veintitrés, Si hubiesen sido sólo tres no estarían menos muertos que éstos, la cuestión no está en el número, La cuestión también está en el número, Quien quiera los fines también tiene que querer los medios, permítame que se lo recuerde, Esta frase ya la he oído muchas veces, Y ésta no será la última, aunque no la oiga de mi boca la próxima vez, Señor ministro del interior, nombre inmediatamente una comisión de investigación, Para llegar a qué conclusiones, señor primer ministro, Ponga la comisión a funcionar, el resto se verá luego, Muy bien, Proporcione todo el auxilio posible a las familias de las víctimas, tanto de los muertos como de los que se encuentran hospitalizados, dé instrucciones al ayuntamiento para que se encargue de los entierros, Con toda esta confusión olvidé informarle que el alcalde presentó su dimisión, Su dimisión, por qué, Más exactamente abandonó su cargo, Dimitir o abandonar, me resulta indiferente en este momento, lo que le pregunto es por qué, Llegó a la estación poco después de la explosión y los nervios se le resquebrajaron, no soportó lo que vio, Ninguna persona lo soportaría, yo no lo soportaría, imagino que usted tampoco, por tanto tiene que haber otra razón para un abandono tan súbito como ése, Piensa que el gobierno está involucrado en el asunto, no se limitó a insinuar la sospecha, fue más que explícito, Cree que fue él quien sugirió la idea a estos periódicos, Con toda franqueza, señor primer ministro, no lo creo, y mire que bien me apetecería cargarle la culpa, Qué va a hacer ahora ese hombre, La mujer es médica en el hospital, Sí, la conozco, Tiene de qué vivir mientras no encuentre un puesto de trabajo, Y entre tanto, Entre tanto, señor primer ministro, si es eso lo que quiere decir, lo mantendremos bajo la más rigurosa vigilancia, Qué demonios ha pasado en la cabeza de este hombre, parecía de toda confianza, miembro leal del partido, excelente carrera política, un futuro, La cabeza de los seres humanos no siempre está completamente de acuerdo con el mundo en que viven, hay personas que tienen dificultad en ajustarse a la realidad de los hechos, en el fondo no pasan de espíritus débiles y confusos que usan las palabras, a veces hábilmente, para justificar su cobardía, Veo que sabe mucho de la materia, este conocimiento lo ha obtenido de su propia experiencia, Tendría yo el cargo que desempeño en el gobierno, este de ministro del interior, si tal me hubiese acontecido, Supongo que no, pero en este mundo todo es posible, imagino que nuestros mejores especialistas en tortura también besan a sus hijos cuando llegan a casa y algunos, incluso, hasta lloran en el cine, El ministro del interior no es una excepción, soy un sentimental, Celebro saberlo. El primer ministro hojeó despacio los periódicos, miró las fotografías una a una, con una mezcla de escrúpulo y repugnancia, y dijo, Querrá saber por qué no le destituyo, Sí, señor primer ministro, tengo curiosidad por conocer sus razones, Si lo hiciese, la gente pensaría una de estas dos cosas, o que, independientemente de la naturaleza y del grado de culpa, lo considero responsable directo de lo sucedido, o que simplemente castigo su supuesta incompetencia por no haber previsto la eventualidad de un acto de violencia de este tipo, abandonando la capital a su suerte, Suponía que serían ésas las razones, conozco las reglas del juego, Evidentemente, una tercera razón, posible, como todo es, pero improbable, está fuera de cuestión, Cuál, La de que revelase públicamente el secreto de este atentado, Usted sabe mejor que nadie que ningún ministro del interior, en ninguna época y en ningún país del mundo, abriría jamás la boca para hablar de las miserias, de las vergüenzas, de las traiciones y de los crímenes de su oficio, por consiguiente puede estar tranquilo, en este caso tampoco seré una excepción, Si llega a saberse que nosotros colocamos la bomba, les daremos la razón a los que votaron en blanco, la última razón que les faltaba, Es una forma de ver que, con perdón, ofende la lógica, señor primer ministro, Por qué, Y que, me permito decírselo, no honra el habitual rigor de su pensamiento, Explíquese, Es que, sabiéndose o sin saberse, si ellos pueden llegar a tener razón, es porque ya la tenían antes. El primer ministro apartó los periódicos de delante y dijo, Todo esto me recuerda la vieja historia del aprendiz de brujo, aquel que no supo contener las fuerzas mágicas que había puesto en movimiento, Quién es, en este caso y en su opinión, el aprendiz de brujo, ellos o nosotros, Recelo que ambos, ellos se metieron en un camino sin salida sin pensar en las consecuencias, Y nosotros fuimos detrás, Así es, ahora se trata de saber cuál será el próximo paso, En lo que al gobierno respecta, nada más que mantener la presión, es evidente que después de lo que acaba de ocurrir no nos conviene ir más lejos en la acción, Y ellos, Si son ciertas las informaciones que me han llegado a última hora, poco antes de venir aquí, están organizando una manifestación, Qué pretenden conseguir, las manifestaciones nunca han servido para nada, de otra manera nunca las autorizaríamos, Supongo que sólo quieren protestar contra el atentado, y, en lo que se refiere a la autorización del ministerio del interior, esta vez ni siquiera tienen que perder tiempo en pedirla, Saldremos alguna vez de este embrollo, Esto no es asunto de brujos, señor primer ministro, sean ellos maestros o aprendices, al final ganará quien tenga más fuerza, Ganará quien tenga más fuerza en el último instante, y ahí no hemos llegado todavía, la fuerza que ahora tenemos puede no ser suficiente a esas alturas. Yo tengo confianza, señor primer ministro, un estado organizado no puede perder una batalla de éstas, sería el fin del mundo, O el comienzo de otro, No sé qué debo pensar de esas palabras, señor primer ministro, Por ejemplo, no piense en ir contando por ahí que el primer ministro tiene ideas derrotistas, Nunca tal cosa me pasaría por la cabeza, Menos mal, Evidentemente usted hablaba en teoría, Así es, Si no necesita nada más de mí, vuelvo a mi trabajo, El presidente me ha dicho que tuvo una inspiración, Cuál, No quiso adelantármela, espera los acontecimientos, Ojalá sirva para algo, Es el jefe del estado, Eso mismo quería decir, Manténgame al corriente, Sí señor primer ministro, Hasta luego, Hasta luego, señor primer ministro.

Las informaciones llegadas al ministerio del interior eran correctas, la ciudad se preparaba para una manifestación. El número definitivo de muertos había pasado a treinta y cuatro. No se sabe de dónde ni cómo nació la idea, en seguida aceptada por todo el mundo, de que los cuerpos no deberían ser enterrados en los cementerios como muertos normales, que las sepulturas deberían quedarse per omnia sæcula sæculorum en el terreno ajardinado fronterizo a la estación del metro. Con todo, algunas familias, no muchas, conocidas por sus convicciones políticas de derechas e inamovibles de certeza de que el atentado había sido obra de grupo terrorista directamente relacionado, como afirmaban los medios de comunicación, con la conspiración contra el estado de derecho, se negaron a entregar sus muertos a la comunidad, Éstos, sí, inocentes de toda culpa, clamaban, porque habían sido toda su vida ciudadanos respetuosos de lo propio y de lo ajeno, porque habían votado como sus padres y sus abuelos, porque eran personas de orden y ahora víctimas mártires de la violencia asesina. Alegaban también, ya en otro tono, quizá para que no pareciese demasiado escandalosa una tal falta de solidaridad cívica, que poseían sus sepulturas históricas y que era arraigada tradición de la estirpe familiar que se mantuviesen reunidos, después de muertos, también per omnia sæcula sæculorum, aquellos que, en vida, reunidos habían vívido. El entierro colectivo no iba a ser, por tanto, de treinta y cuatro cadáveres, sino de veintisiete. Incluso así, hay que reconocer que eran muchas personas. Mandada por no se sabe quién, pero seguro que no por el ayuntamiento que, como sabemos, está sin jefatura hasta que el ministro del interior apruebe el decreto de sustitución, mandada por no se sabe quién, decíamos, apareció en el jardín una máquina enorme y llena de brazos, de esas llamadas polivalentes, como un gigante transformista, que arrancan un árbol en el tiempo que se tarda en soltar un suspiro y que pudiera haber abierto veintisiete tumbas en menos de un santiamén si los sepultureros de los cementerios, también ellos apegados a la tradición, no se hubiesen presentado para ejecutar el trabajo artesanalmente, es decir, con pala y azada. Lo que la máquina hizo fue precisamente arrancar media docena de árboles que estorbaban, dejando el terreno, después de limpio y allanado, como si para camposanto y de descanso eterno hubiese sido creado de raíz, y luego fue, a la máquina nos referirnos, a plantar en otro sitio los árboles y sus sombras.

Tres días después del atentado, de mañana temprano, comenzaron las personas a salir a la calle. Iban en silencio, graves, muchas llevaban banderas blancas, todas una banda blanca en el brazo izquierdo, y que no nos digan los rigurosos en exequias que una señal de luto no puede ser blanca, cuando estamos informados de que en este país ya lo fue, cuando sabemos que para los chinos lo fue siempre, y eso por no hablar de los japoneses, que ahora irían todos de azul si este caso fuera con ellos. A las once de la mañana la plaza ya estaba llena, pero allí no se oía nada más que el inmenso respirar de la multitud, el sordo susurro del aire entrando y saliendo de los pulmones, inspirar, espirar, alimentando de oxígeno la sangre de estos vivos, inspirar, espirar, inspirar, espirar, hasta que de repente, no completemos la frase, ese momento, para los que han venido aquí, supervivientes, aún está por llegar. Se veían innumerables flores blancas, crisantemos en cantidad, rosas, lirios, azucenas, alguna flor de cactus de translúcida blancura, millares de margaritas a las que se perdonaba el círculo de color en el centro. Alineados a veinte pasos, los ataúdes fueron portados a hombros por parientes y amigos de los fallecidos, quienes los tenían, llevados a paso fúnebre hasta las sepulturas, y después, bajo la orientación experta de los enterradores de profesión, paulatinamente bajados con cuerdas hasta tocar con un sonido hueco en el fondo. Las ruinas de la estación parecían desprender todavía un olor a carne quemada. A no pocos les ha de parecer incomprensible que una ceremonia tan conmovedora, de tan compungido luto colectivo, no hubiese sido agraciada por el influjo de consuelo que se desprendería de los ejercicios rituales de los distintos institutos religiosos implantados en el país, privándose de esta manera a las almas de los difuntos de su más seguro viático y a la comunidad de los vivos de una exhibición práctica de ecumenismo que tal vez pudiera contribuir para reconducir al aprisco a la extraviada comunidad. La razón de la deplorable ausencia sólo se puede explicar por el temor de las diversas iglesias a erigirse en centro de sospechas de complicidades, al menos tácticas, con la insurgencia blanca. No habrán sido ajenas a esta ausencia unas cuantas llamadas telefónicas realizadas por el primer ministro en persona, con mínimas variaciones sobre el mismo tema, El gobierno de la nación lamentaría que una irreflexiva presencia de su iglesia en el acto fúnebre, si bien que espiritualmente justificada, pueda ser considerada y en consecuencia explotada como apoyo político, si no ideológico, al obstinado y sistemático desacato que una importante parte de la población de la capital está oponiendo a la legítima y constitucional autoridad democrática. Fueron por tanto llanamente laicos los entierros, lo que no quiere decir que algunas silenciosas oraciones particulares, aquí y allí, no hubieran subido a los diversos cielos, y ahí acogidas con benevolente simpatía. Aún las tumbas estaban abiertas, cuando hubo alguien, seguro que con las mejores intenciones, que se adelantó para pronunciar un discurso, pero el propósito fue rechazado inmediatamente por los circundantes, Nada de discursos, aquí cada uno con su disgusto y todos con la misma pena. Y tenía razón quien de este modo claro habló. Además, si la idea del frustrado orador era ésa, sería imposible hacer allí de corrido el elogio fúnebre de veintisiete personas, entre hombres, mujeres, y algún niño todavía sin historia. Que a los soldados desconocidos no les hagan ninguna falta los nombres que usaron en vida para que todos los honores, los debidos y los oportunos, les sean prestados, bien está, si eso queremos convenir, pero estos difuntos, en su mayoría irreconocibles, dos o tres sin identificar, si algo quieren es que los dejemos en paz. A esos lectores puntillosos, justamente preocupados con el buen orden del relato, que deseen saber por qué no se hicieron las indispensables y ya habituales pruebas de adn, sólo podemos dar como respuesta honesta nuestra total ignorancia, aunque nos permitamos imaginar que aquella conocidísima y malbaratada expresión, Nuestros muertos, tan común, de tan rutinario consumo en las arengas patrióticas, habría sido tomada aquí al pie de la letra, es decir, siendo estos muertos, todos, pertenencia nuestra, a ninguno debemos considerar nuestro exclusivamente, de donde resulta que un análisis de adn que tuviese en cuenta todos los factores, incluyendo, en particular los no biológicos, por mucho que rebuscase en la hélice, no conseguiría nada más que confirmar una propiedad colectiva que ya antes no necesitaba de pruebas. Fuerte motivo tuvo por tanto aquel hombre, si es que no fue una mujer, cuando dijo, según quedó registrado arriba, Aquí, cada uno con su disgusto, y todos con la misma pena. Entre tanto, la tierra fue empujada adentro de las tumbas, se distribuyeron ecuánimemente las flores, quienes tenían razones para llorar fueron abrazados y consolados por los otros, si tal era posible siendo el dolor tan reciente, el ser querido de cada uno, de cada familia, se encuentra aquí, sin embargo, no se sabe exactamente dónde, tal vez en esta tumba, tal vez en aquélla, será mejor que lloremos sobre todas, qué verdad acompañaba a aquel pastor de ovejas que dijo, vaya usted a saber dónde lo habría aprendido, No existe mayor respeto que llorar por alguien a quien no se ha conocido.

El inconveniente de estas digresiones narrativas, ocupados como hemos estado con las entrometidas divagaciones, es comprender, quizá demasiado tarde, que los acontecimientos no nos esperan, que apenas comenzamos a entender lo que está pasando, éstos, los acontecimientos, han seguido su marcha, y nosotros, en lugar de anunciar, como es la obligación elemental de los contadores de historias que saben su oficio, lo que sucede, nos tenemos que conformar con describir, contritos, lo que ya ha sucedido. Al contrario de lo que habíamos supuesto, la multitud no se dispersó, la manifestación prosigue, y ahora avanza en masa, a todo lo ancho de las calles, en dirección, según se va voceando, al palacio del jefe del estado. Les queda de camino, ni más ni menos, la residencia oficial del primer ministro. Los periodistas de la prensa, de la radio y de la televisión que van a la cabeza de la manifestación toman nerviosas notas, describen los sucesos vía telefónica a las redacciones en que trabajan, desahogan, excitados, sus preocupaciones profesionales y de ciudadanos, Nadie parece saber lo que va a suceder aquí, pero existen motivos para temer que la multitud se está preparando para asaltar el palacio presidencial, no siendo de excluir, incluso podríamos admitir como altamente probable, que saquee la residencia oficial del primer ministro y todos los ministerios que encuentre a su paso, no se trata de una previsión apocalíptica fruto de nuestro asombro, basta mirar los rostros descompuestos de toda esta gente para ver que no hay ninguna exageración al decir que cada una de estas caras reclama sangre y destrucción, así llegamos a la triste conclusión, aunque mucho nos cueste decirlo en voz alta y para todo el país, de que el gobierno, que tan eficaz se ha mostrado en otros apartados, y por eso ha sido aplaudido por los ciudadanos honestos, actuó con una censurable imprudencia cuando decidió dejar la capital abandonada a los instintos de las multitudes enfurecidas, sin la presencia paternal y disuasiva de los agentes de la autoridad en la calle, sin la policía antidisturbios, sin gases lacrimógenos, sin tanquetas de agua, sin perros, en fin, sin freno, por decirlo todo en una sola palabra. El discurso de la catástrofe anunciada alcanzó el punto más alto del histerismo informativo a la vista de la residencia del primer ministro, un palacete burgués, de estilo decimonónico tardío, ahí los gritos de periodistas se transformaron en alaridos, Es ahora, es ahora, a partir de este momento todo puede suceder, que la virgen santísima nos proteja a todos, que los gloriosos nombres de la patria, allá en el empíreo, donde subieron, sepan ablandar los corazones coléricos de esta gente. Todo podría suceder, realmente, pero, al final, nada sucedió, salvo que la manifestación se detuvo, esta pequeña parte que vemos en el cruce donde el palacete, con su jardincito alrededor, ocupa una de las esquinas, el resto derramándose avenida abajo, por las calles y por las plazas limítrofes, los aritméticos de la policía, si estuvieran por aquí, dirían que, a lo sumo, no eran más de cincuenta mil personas, cuando el número exacto, el número auténtico, porque las contamos a todas, una por una, era diez veces mayor.

Fue aquí, estando parada la manifestación y en absoluto silencio, cuando un astuto reportero de televisión descubrió en aquel mar de cabezas a un hombre que, a pesar de llevar una venda que le cubría casi la mitad de la cara, podía reconocerse, y tanto más fácilmente cuanto es cierto que en la primera ojeada había tenido la suerte de captar, huidiza, una imagen de la parte sana, que, como se comprenderá sin dificultad, tanto confirma el lado de la herida como es por él confirmada. Arrastrando tras de sí al operador de imagen, el reportero comenzó a abrirse camino entre la multitud, diciendo a un lado y a otro, Perdonen, perdonen, déjenme pasar, abran campo a la cámara, es muy importante, y en seguida, cuando ya se aproximaba, Señor alcalde, señor alcalde, por favor, pero lo que iba pensando era mucho menos cortés, Qué rayos hace aquí este tío. Los reporteros tienen en general buena memoria y éste no se había olvidado de la afrenta pública de que fue objeto la corporación informativa la noche de la bomba por parte del alcalde. Ahora se iba a enterar cómo duelen las humillaciones. Le metió el micrófono en la cara y le hizo al operador de imagen un gesto tipo sociedad secreta que tanto podría significar Graba como Machácalo, y que, en la actual situación, significaría probablemente una y otra cosa, Señor alcalde, permítame que le manifieste mi estupefacción por encontrarlo aquí, Estupefacción, por qué, Acabo de decírselo ahora mismo, por verlo en una manifestación de éstas, Soy un ciudadano como otro cualquiera, me manifiesto cuando quiero y como quiero, y más ahora que no necesitamos autorización, No es un ciudadano cualquiera, es el alcalde, Está equivocado, hace tres días que dejé de ser alcalde, creía que la noticia ya era pública, Que yo sepa, no hemos recibido ninguna comunicación oficial, ni del gobierno, ni del ayuntamiento, Supongo que no estarán esperando que sea yo quien convoque una conferencia de prensa, Dimitió, Abandoné el cargo, Por qué, La única respuesta que tengo para darle es una boca cerrada, la mía, Los habitantes de la capital querrán conocer los motivos por los que su alcalde, Repito que ya no lo soy, Los motivos por los que su alcalde se incorpora a una manifestación contra el gobierno, Esta manifestación no es contra el gobierno, es de pesar, la gente ha venido a enterrar a sus muertos, Los muertos ya han sido enterrados y, no obstante, la manifestación prosigue, qué explicación tiene para eso, Pregúntele a la gente, En este momento es su opinión la que me interesa, Voy a donde todos van, nada más, Simpatiza con los electores que votaron en blanco, con blanqueros, Votaron como entendieron, mi simpatía o mi antipatía nada tiene que ver con el asunto, Y su partido, qué dirá su partido cuando sepa que ha participado en la manifestación, Pregúntele, No teme que le apliquen sanciones, No, Por qué está tan seguro, Por la simple razón de que ya, no tengo partido, Lo han expulsado, Lo he abandonado, de la misma manera que abandoné la alcaldía de la capital, Cuál fue la reacción del ministro del interior, Pregúntele, Quién le ha sucedido en el cargo, Investíguelo, Lo veremos en otras manifestaciones, Si usted aparece, lo sabremos, Ha dejado la derecha donde hizo su carrera política y se ha pasado a la izquierda, Un día de éstos espero comprender adónde me he pasado, Señor alcalde, No me llame alcalde, Perdone, es el hábito, confieso que me siento desconcertado, Cuidado, el desconcierto moral, supongo que es moral su desconcierto, es el primer paso en el camino que conduce a la inquietud, de ahí en adelante, como ustedes suelen decir, todo puede suceder, Estoy confundido, no sé qué pensar, señor alcalde, Detenga la grabación, a sus jefes no les van a gustar las últimas palabras que ha pronunciado, y no vuelva a llamarme alcalde, por favor, Ya habíamos cerrado la cámara, Mejor para usted, así se evitan dificultades, Se dice que la manifestación irá desde aquí al palacio presidencial, Pregúntele a los organizadores, Dónde están, quiénes son, Supongo que todos y nadie, Tiene que haber una cabeza, esto no son movimientos que se organicen por sí mismos, la generación espontánea no existe y mucho menos en acciones en masa de esta envergadura, No había sucedido hasta hoy, Quiere decir que no cree que el movimiento de voto en blanco haya sido espontáneo, Es abusivo pretender inferir una cosa de la otra, Me da la impresión de que sabe mucho más de estos asuntos de lo que quiere aparentar, Siempre llega la hora en que descubrimos que sabíamos mucho más de lo que pensábamos, y ahora, déjeme, vuelva a su tarea, busque a otra persona a quien hacer preguntas, mire que el mar de cabezas ya ha comenzado a moverse, A mí lo que me asombra es que no se oiga un grito, un viva, un muera, una consigna que diga lo que la gente pretende, sólo este silencio amenazador que causa escalofríos en la columna, Reforme su lenguaje de película de terror, tal vez, a fin de cuentas, la gente simplemente se haya cansado de las palabras, Si la gente se cansa de las palabras me quedo sin trabajo, No dirá en todo el día cosa más acertada, Adiós, señor alcalde, De una vez por todas, no soy alcalde. La cabecera de la manifestación había girado un cuarto sobre sí misma, ahora subía la empinada calzada hacia una avenida larga y ancha al final de la cual torcerían a la derecha, recibiendo en el rostro, a partir de ahí, la caricia de la fresca brisa del río. El palacio presidencial estaba a dos kilómetros de distancia, todo por camino llano. Los reporteros habían recibido orden de dejar la manifestación y correr para tomar posiciones frente al palacio, pero la idea general, tanto en los cuarteles centrales de las redacciones, como entre los profesionales que trabajaban sobre el terreno, era que, desde el punto de vista del interés informativo, la cobertura había resultado una pura pérdida de tiempo y de dinero, o, usando una expresión más fuerte, una indecente patada en los huevos de la comunicación social, o, esta vez con delicadeza y finura, una no merecida desconsideración. Estos tíos ni para manifestaciones sirven, se decía, por lo menos que tiren una piedra, que quemen una efigie del presidente, que rompan unos cuantos cristales de las ventanas, que entonen un canto revolucionario de los de antiguamente, cualquier cosa que muestre al mundo que no están tan muertos como los que acaban de enterrar. La manifestación no les premió las esperanzas. Las personas llegaron y llenaron la plaza, estuvieron media hora mirando en silencio el palacio cerrado, después se dispersaron y, unos andando, otros en autobuses, otros compartiendo coches con desconocidos solidarios, se fueron a casa.

Lo que la bomba no había conseguido lo hizo la pacífica manifestación. Asustados, inquietos, los votantes indefectibles de los partidos de la derecha y del medio, ppd y pdm, reunieron a sus respectivos consejos de familia y decidieron, cada uno en su castillo, pero unánimes en la deliberación, abandonar la ciudad. Consideraban que la nueva situación creada, una nueva bomba que mañana podría explotar contra ellos, y la calle impunemente tomada por el populacho, debería conducir forzosamente a que el gobierno revisara los parámetros rigurosos que había establecido en la aplicación del estado de sitio, en especial la escandalosa injusticia que significaba englobar en el mismo duro castigo, sin distinción, a los amantes firmes de la paz y a los declarados fautores del desorden. Para no lanzarse a la aventura a ciegas, algunos, con relaciones en la esfera del poder, intentaron sondear por teléfono la disposición del gobierno en cuanto a las posibilidades de autorización, expresa o tácita, que permitiera la entrada en el territorio libre de aquellos que, con vastos motivos, ya comienzan a designarse a sí mismos los encarcelados en su propio país. Las respuestas recibidas, por lo general vagas y en algunos casos contradictorias, aunque no permitían extraer conclusiones seguras sobre el ánimo gubernamental en la materia, fueron suficientes para considerar como hipótesis válida la de que, observadas ciertas condiciones, pactadas ciertas compensaciones materiales, el éxito de la evasión, aunque sólo relativo, aunque no pudiendo contemplar a todos los postulantes, era, por lo menos, concebible, es decir, se podía alimentar alguna esperanza. Durante una semana, en secreto absoluto, el comité organizador de las futuras caravanas de automóviles, formado en igual número por militantes de distintas categorías de ambos partidos y con la asistencia de consultores delegados de los diversos institutos morales y religiosos de la ciudad, debatió y finalmente aprobó un audaz plan de acción que, en memoria de la famosa retirada de los diez mil, recibió, a propuesta de un erudito helenista del partido del medio, el nombre de jenofonte. Tres días, no más, les fueron concedidos a las familias candidatas a la migración para que decidiesen, lápiz en mano y lágrima en el ojo, lo que deberían llevar y lo que tendrían que dejar. Siendo el género humano lo que ya sabemos que es no podían faltar los caprichos egoístas, las distracciones fingidas, las llamadas alevosas a fáciles sentimentalismos, las maniobras de engañosa seducción, pero también hubo casos de admirables renuncias, de esas que todavía nos permiten pensar que si perseveramos en ésos y otros gestos de meritoria abnegación, acabaremos cumpliendo con creces nuestra parte en el proyecto monumental de la creación. Fue la retirada concertada para la madrugada del cuarto día, y vino a caer en una noche de lluvia, pero eso no era un contratiempo, todo lo contrario, daría a la migración colectiva un toque de gesta heroica para recordar e inscribir en los anales familiares, como clara demostración de que no todas las virtudes de la raza se han perdido. No es lo mismo que una persona viaje en un coche, tranquilamente, con la meteorología en reposo, que tener que llevar los limpiaparabrisas trabajando como locos para apartar las desmesuradas cortinas de agua que le caen del cielo. Una cuestión complicada, que sería debatida minuciosamente por el comité, fue la que puso sobre la mesa el problema de cómo reaccionarían a la fuga en bloque los defensores del color blanco, vulgarmente conocidos por blanqueros. Es importante tener presente que muchas de estas preocupadas familias viven en edificios donde también habitan inquilinos de la otra margen política, los cuales, en una acción deplorablemente revanchista, podrían, esto por emplear un término suave, dificultar la salida de los retirantes, si no, dicho más rudamente, impedirla del todo. Pincharán los neumáticos de los coches, decía uno, Levantarán barricadas en los rellanos, decía otro, Trabarán los ascensores, acudía un tercero, Meterán silicona en las cerraduras de los coches, reforzaba el primero, Nos reventarán el parabrisas, aventuraba el segundo, Nos agredirán cuando pongamos el pie fuera de casa, avisaba el segundo, Retendrán al abuelo como rehén, suspiraba otro como si inconscientemente lo desease. La discusión proseguía, cada vez más encendida, hasta que alguien recordó que el comportamiento de tantos millares de personas a lo largo de todo el recorrido de la manifestación había sido, desde cualquier punto de vista, correctísimo, Yo diría que hasta ejemplar, y que, por consiguiente, no parece que haya razones para recelar que las cosas sean ahora de manera diferente, Para colmo, estoy convencido de que va a ser un alivio para ellos verse libres de nosotros, Todo eso está muy bien, intervino un desconfiado, los tipos son estupendos, maravillosos de cordura y civismo, pero hay algo de lo que lamentablemente nos estamos olvidando, De qué, De la bomba. Como ya quedó dicho en la página anterior, este comité, de salvación pública, como a alguien se le ocurrió denominarlo, nombre en seguida rebatido por más que justificadas razones ideológicas, era ampliamente representativo, lo que significa que en esa ocasión había unas dos buenas decenas de personas sentadas alrededor de la mesa. El desconcierto fue digno de verse. Todos los demás asistentes bajaron la cabeza, después una mirada reprensora redujo al silencio, durante el resto de la reunión, al temerario que parecía desconocer una regla de conducta básica en sociedad, la que enseña que es de mala educación hablar de la cuerda en casa del ahorcado. El embarazoso incidente tuvo una virtud, puso a todo el mundo de acuerdo sobre la tesis optimista que había sido formulada. Los hechos posteriores les darían la razón. A las tres en punto de la madrugada del día marcado, tal como hiciera el gobierno, las familias comenzaron a salir de casa con sus maletas y sus maletones, sus bolsas y sus paquetes, sus gatos y sus perros, alguna tortuga arrancada al sueño, algún pececito japonés de acuario, alguna jaula de periquitos, algún papagayo en su percha. Pero las puertas de los otros inquilinos no se abrieron, nadie se asomó a la escalera para gozar con el espectáculo de la fuga, nadie hizo chascarrillos, nadie insultó, y si nadie se asomó a las ventanas para ver las caravanas en desbandada no fue porque estuviera lloviendo. Naturalmente, siendo el ruido tal, imagínese, salir a la escalera arrastrando toda aquella tralla, los ascensores zumbando al subir, zumbando al bajar, las recomendaciones, las súbitas alarmas, Cuidado con el piano, cuidado con el servicio de té, cuidado con la vajilla de plata, cuidado con el retrato, cuidado con el abuelo, naturalmente, decíamos, los inquilinos de las otras casas se habían despertado, sin embargo ninguno de ellos se levantó de la cama para acechar por la mirilla de la puerta, solamente se decían unos a otros bien cobijados en sus camas, Se van.