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Al ministro del interior, que había sido el de la idea, no le sentó nada bien que los trabajadores de los servicios de recogida de basura hubieran regresado espontáneamente al trabajo, actitud que, a su juicio de ministro, más que una muestra de solidaridad con las admirables mujeres que hicieron de la limpieza de su calle una cuestión de honor, hecho que ningún observador imparcial tendría dificultad en reconocer, rozaba, sí, los límites de la complicidad criminal. Apenas le llegó la mala noticia, le ordenó por teléfono al alcalde que los autores del desacato a las órdenes recibidas fuesen conminados rápidamente a obedecer, lo que traducido a palabras claras, significaba volver a la huelga, bajo pena, en caso de que la insubordinación se mantuviera, de procesos disciplinarios sumarios, con todas las consecuencias punitivas contempladas en las leyes y en los reglamentos, desde la suspensión de salario y empleo al despido puro y duro. El alcalde le respondió que las cosas siempre parecen fáciles de resolver vistas desde lejos, pero que quienes están en el terreno, quienes tienen que salvar de hecho los escollos, a ésos hay que escucharlos con atención antes de tomar ninguna decisión, Por ejemplo, señor ministro, suponga que doy orden a los hombres, Yo no supongo, le digo que lo haga, Sí, señor ministro, de acuerdo, pero permítame que sea yo quien suponga, supongamos que soy yo quien doy la orden para que vuelvan a la huelga y que ellos me mandan a freír espárragos, qué haría el ministro en un caso de éstos, cómo los obligaría a cumplir si se encontrase en mi lugar, En primer lugar, a mí nadie me mandaría a freír espárragos, en segundo lugar, no estoy ni estaré nunca en su lugar, soy ministro, no soy alcalde, y, ya que estoy con las manos en esta masa, le hago observar que esperaría de ese alcalde no sólo la colaboración oficial e institucional a la que por ley está comprometido y que me es naturalmente debida, sino también un espíritu de partido que, en este caso, parece brillar por su ausencia, Con mi colaboración oficial e institucional siempre podrá contar, conozco mis obligaciones, pero, en cuanto a espíritu de partido, mejor no hablar, veremos qué va a quedar de él cuando esta crisis llegue a su fin, Está rehuyendo el problema, señor alcalde, No, no estoy rehuyéndolo, señor ministro, lo que necesito es que me diga qué tengo que hacer para obligar a los trabajadores a que vuelvan a la huelga, Es asunto suyo, no mío, Ahora es mi querido colega de partido el que está queriendo rehuir el problema, En toda mi vida política nunca he rehuido un problema, Está queriendo rehuir éste, está evitando reconocer la evidencia de que no dispongo de ningún medio para hacer cumplir su orden, a no ser que pretenda que llame a la policía, si es así le recuerdo que la policía ya no está aquí, abandonó la ciudad con el ejército, ambos por indicación del gobierno, además convengamos que sería muy anormal usar la policía para, por las buenas o por las malas, y más mal que bien, convencer a los trabajadores de declararse en huelga, cuando desde siempre la policía ha sido usada para reventarlas, a base de infiltraciones y otros procesos menos sutiles, Estoy asombrado, un miembro del partido de la derecha no habla así, Señor ministro, dentro de unas horas, cuando llegue la noche, tendré que decir que es de noche, sería estúpido o ciego si afirmara que es de día, Qué tiene eso que ver con el asunto de la huelga, Querámoslo o no, señor ministro, es de noche, noche cerrada, percibimos que está sucediendo algo que va mucho más allá de nuestra comprensión, que excede nuestra pobre experiencia, pero actuamos como si continuara tratándose del mismo pan cocido, hecho con la harina de siempre, en el horno de costumbre, y no es así, Tendré que pensar muy seriamente si no voy a pedirle que presente su dimisión, Si lo hace, me quitará un peso de encima, cuente desde ya con mi más profunda gratitud. El ministro del interior no respondió en seguida, dejó pasar algunos segundos para recuperar la calma, después preguntó, Qué piensa entonces que deberíamos hacer, Nada, Por favor, querido alcalde, no se le puede pedir a un gobierno que no haga nada en una situación como ésta, Permítame que le diga que en una situación como ésta, un gobierno no gobierna, sólo parece gobernar, No puedo estar de acuerdo con usted, algo hemos hecho desde que esto comenzó, Sí, somos como un pez enganchado al anzuelo, nos agitamos, tratamos de desprendernos, damos tirones del hilo, pero no conseguimos comprender por qué un simple pedazo de alambre curvado ha sido capaz de prendernos y mantenernos presos, quizá nos soltemos, no digo que no, pero nos arriesgamos a que el anzuelo se nos quede atravesado, Me siento realmente perplejo, Sólo se puede hacer una cosa, Cuál, si ahora mismo acaba de decir que no adelantaremos nada hagamos lo que hagamos, Rezar para que dé resultado la táctica definida por el primer ministro, Qué táctica, Dejarlos que se cuezan a fuego lento, dijo él, pero eso mismo puede jugar en nuestra contra, Por qué, Porque serán ellos quienes vigilarán la cocción, Entonces crucémonos de brazos, Hablemos seriamente, señor ministro, está el gobierno dispuesto a acabar con la farsa del estado de sitio, a mandar que el ejército y la aviación avancen, a pasar la ciudad a hierro y fuego, hiriendo y matando a diez o veinte mil personas para dar ejemplo, y luego meter tres o cuatro mil en la cárcel acusándolas de no se sabe qué crimen, cuando precisamente crimen no existe, No estamos en guerra civil, lo que pretendemos, simplemente, es intentar que las personas entren en razón, mostrarles la equivocación en que han caído o las hicieron caer, que eso está por averiguar, hacerles comprender que un abuso sin freno del voto en blanco haría ingobernable el sistema democrático, No parece que los resultados, hasta ahora, hayan sido brillantes. Costará tiempo, pero por fin las personas verán la luz, No le conocía esas tendencias místicas, señor ministro, Querido amigo, cuando las situaciones se complican, cuando son desesperadas, nos agarramos a todo, hasta estoy convencido de que algunos de mis colegas de gobierno, si eso sirviera de algo, no tendrían inconveniente en ir de peregrinación, con una vela en la mano, haciendo promesas al santuario, Ya que habla de eso, hay aquí unos santuarios de otro tipo en los que me gustaría que usted pusiera una de sus velitas, Explíquese, Diga por favor a los periódicos y a la gente de la televisión y de la radio que no echen más gasolina al fuego, si la sensatez y la inteligencia faltan, nos arriesgamos a que todo vuele por los aires, debe de haber leído que el director del periódico del gobierno ha cometido la estupidez de admitir la posibilidad de que esto termine en un baño de sangre, El periódico no es del gobierno, Si me permite, señor ministro, hubiera preferido otro comentario por su parte, El hombrecillo se pasó de la raya, eso sucede cuando se quieren prestar más servicios que los que se han encomendado, Señor ministro, Dígame, Qué hago finalmente con los empleados de los servicios municipales de limpieza, Déjelos trabajar, así el ayuntamiento quedará bien visto ante los ojos de la población y eso puede acabar siéndonos útil en el futuro, además hay que reconocer que la huelga era sólo uno de los elementos de la estrategia, y con certeza no el de mayor importancia, No sería bueno para la ciudad, ni ahora ni en el futuro, que el ayuntamiento fuera usado como un arma de guerra contra sus conciudadanos, El ayuntamiento no puede quedarse al margen de una situación como ésta, el ayuntamiento está en este país y no en otro, No le estoy pidiendo que nos dejen al margen de la situación, lo que pido es que el gobierno no ponga obstáculos al ejercicio de mis propias competencias, que en ningún momento quiera dar al público la impresión de que el ayuntamiento no pasa de ser un instrumento de su política represiva, con perdón de la palabra, en primer lugar porque no es verdad, y en segundo lugar porque no lo será nunca, Temo no comprenderlo, o comprenderlo demasiado bien, Señor ministro, un día, no sé cuándo, la ciudad volverá a ser la capital del país, Es posible, no es seguro, dependerá de hasta dónde llegue la rebelión, Sea como sea, es necesario que este ayuntamiento, conmigo aquí o con cualquier otro alcalde, jamás pueda ser mirado como cómplice o coautor, ni siquiera indirectamente, de una represión sangrienta, el gobierno que la ordene no tendrá otro remedio que aguantarse con las consecuencias, pero el ayuntamiento, ése, es de la ciudad, no la ciudad del ayuntamiento, espero haber sido suficientemente claro, señor ministro, Tan claro ha sido que le voy a hacer una pregunta, A su disposición, señor ministro, Votó en blanco, Repita, por favor, no lo he oído bien, Le he preguntado si votó en blanco, le he preguntado si era blanco el voto que depositó en la urna, Nunca se sabe, señor ministro, nunca se sabe, Cuando todo esto termine, espero tener con usted una larga conversación, A sus órdenes, señor ministro, Buenas tardes, Buenas tardes, De buena gana iría ahí y le daría un buen tirón de orejas, Ya no estoy en edad, señor ministro, Si alguna vez llega a ser ministro del interior, sabrá que para tirones de orejas y otras correcciones nunca hay límite de edad, Que no lo oiga el diablo, señor ministro, El diablo tiene tan buen oído que no necesita que se le digan las cosas en voz alta, Entonces que dios nos valga, No vale la pena, ése es sordo de nacimiento.

Así terminó la larga y chispeante conversación entre el ministro del interior y el alcalde, después de que hubieran expresado, uno y otro, puntos de vista, argumentos y opiniones que, con toda probabilidad, habrán desorientado al lector, que ya dudaba de que los interlocutores pertenecieran de hecho, como antes pensaba, al partido de la derecha, ese mismo que, como poder, va practicando una sucia política de represión, ya sea en el plano colectivo, sometida la capital al vejamen de un estado de sitio ordenado por el propio gobierno del país, como en el plano individual, duros interrogatorios, detectores de mentiras, amenazas y, quién sabe, torturas de las peores, aunque la verdad manda decir que, si las hubo, no somos testigos, no estábamos presentes, lo que, bien mirado, no significa mucho, porque tampoco estuvimos presentes en la travesía del mar rojo a pie seco, y toda la gente jura que sucedió. En lo que al ministro del interior se refiere, ya se habrá notado que en la coraza de guerrero indómito que, en sorda competición con el ministro de defensa, se fuerza por exhibir, hay como una falla sutil, o, hablando popularmente, una raja por donde cabe un dedo. De no ser así no habríamos tenido que asistir a los sucesivos fracasos de sus planes, a la rapidez y facilidad con que el filo de su espada se mella, como en este diálogo se acaba de confirmar, pues, habiendo sido las entradas de león, las salidas fueron de cordero, por no decir algo peor, véase por ejemplo la falta de respeto demostrada al afirmar taxativamente que dios es sordo de nacimiento. En cuanto al alcalde, nos alegra verificar, usando las palabras del ministro del interior, que ha visto la luz, no la que el dicho ministro quiere que los votantes de la capital vean, sino la que los dichos votantes en blanco esperan que alguien comience a ver. Lo más natural del mundo, en estos tiempos en que a ciegas vamos tropezando, es que nos topemos al volver la esquina más próxima con hombres y mujeres en la madurez de la existencia y de la prosperidad que, habiendo sido a los dieciocho años, no sólo las risueñas primaveras de costumbre, sino también, y tal vez sobre todo, briosos revolucionarios decididos a arrasar el sistema del país y poner en su lugar el paraíso, por fin, de la fraternidad, se encuentran ahora, con firmeza por lo menos idéntica, apoltronados en convicciones y prácticas que, después de haber pasado, para calentar y flexibilizar los músculos, por alguna de las muchas versiones del conservadurismo moderado, acaban desembocando en el más desbocado y reaccionario egoísmo. Con palabras no tan ceremoniosas, estos hombres y estas mujeres, delante del espejo de su vida, escupen todos los días en la cara del que fueron el gargajo de lo que son. Que un político del partido de la derecha, hombre entre los cuarenta y los cincuenta años, tras haber pasado toda su vida bajo la sombrilla de una tradición refrescada por el aire acondicionado de la bolsa de valores y amparada por la brisa vaporosa de los mercados, haya tenido la revelación, o la simple evidencia, del significado profundo de la mansa insurgencia de la ciudad que está encargado de administrar, es algo digno de registro y merecedor de todos los agradecimientos, tan poco habituados estamos a fenómenos de esta singularidad.

No habrá pasado sin reparo, por parte de lectores y oyentes especialmente exigentes, la escasa atención, escasa por no decir nula, que el narrador de esta fábula está dando a los ambientes en que la acción descrita, por otro lado bastante lenta, transcurre. Excepto el primer capítulo, donde es posible observar unas cuantas pinceladas distribuidas adrede sobre el colegio electoral, y aun así limitadas a puertas, ventanas y mesas, y también si exceptuamos la presencia del polígrafo o máquina de atrapar mentirosos, el resto, que no ha sido poco, ha pasado como si los figurantes del relato habitasen un mundo inmaterial, ajenos a la comodidad o a la incomodidad de los lugares donde se encuentran, y únicamente ocupados en hablar. La sala donde el gobierno del país, más de una vez, accidentalmente con asistencia y participación del jefe de estado, se ha reunido para debatir la situación y tomar las medidas necesarias para la pacificación de los ánimos y la tranquilidad de las calles, tiene sin duda una mesa grande alrededor de la cual se sientan los ministros en cómodos sillones de piel, y sobre ella es imposible que no haya botellas de agua mineral con sus correspondientes vasos, rotuladores de varios colores, marcadores, informes, volúmenes de derecho, blocs de notas, micrófonos, teléfonos, la parafernalia de costumbre en lugares de este calibre. Habría lámparas en el techo y apliques en las paredes, habría puertas forradas y ventanas con cortinajes, habría alfombras en el suelo, habría cuadros en las paredes y algún tapiz antiguo o moderno, infaliblemente el retrato del jefe del estado, el busto de la república, la bandera de la patria. De nada de esto se ha hablado, de nada de esto se hablará en el futuro. Incluso ahora, en el más modesto aunque si bien amplio despacho del alcalde, con balconada a la plaza y una gran vista aérea de la ciudad en la pared mayor, tendríamos para llenar de sustanciales descripciones una o dos páginas, aprovechando al mismo tiempo la pausa para respirar hondo antes de enfrentarnos a los desastres que nos esperan. Mucho más importante nos parece observar las arrugas de aprensión que se dibujan en la frente del alcalde, tal vez piense que ha hablado demasiado, que le ha debido de dar al ministro del interior la impresión, si no la certidumbre, de haberse pasado a las huestes del enemigo y que, con esta imprudencia, habrá comprometido, quizá sin remedio, su carrera política, dentro y fuera del partido. La otra posibilidad, tan remota como inimaginable, sería la de que sus razones hubiesen empujado hacia la buena dirección al ministro del interior y le hicieran reconsiderar de arriba a abajo las estrategias y las tácticas con que el gobierno piensa acabar con la sedición. Lo vemos mover la cabeza, señal segura de que, después de haber examinado rápidamente tal posibilidad, la abandona por estúpidamente ingenua y peligrosamente irreal. Luego, se levantó del sillón donde había permanecido sentado tras la conversación con el ministro y se aproximó a la ventana. No la abrió, se limitó a descorrer un poco la cortina y miró afuera. La plaza tenía el aspecto habitual, gente que pasaba, tres personas sentadas en un banco a la sombra de un árbol, las terrazas de los cafés con sus clientes, las vendedoras de flores, una mujer seguida, por un perro, los quioscos de prensa, autobuses, automóviles, lo mismo de siempre. Voy a salir, decidió. Regresó a la mesa y llamó al jefe de su gabinete, Necesito dar una vuelta, le dijo, comuníqueselo a los concejales que estén en el edificio, pero, sólo en el caso de que pregunten por mí, en cuanto al resto, queda en sus manos, Le diré a su conductor que traiga el coche a la puerta, Hágame ese favor, pero avísele de que no voy a necesitarlo, yo mismo conduciré, Volverá hoy al ayuntamiento, Espero que sí, le avisaré si decido lo contrario, Muy bien, Cómo está la ciudad, Nada importante que reseñar, no han llegado al ayuntamiento noticias peores que las de costumbre, accidentes de tráfico, algún que otro embotellamiento, un pequeño incendio sin consecuencias, un asalto frustrado a una entidad bancaria, Cómo se las han arreglado, ahora que no hay policía, El asaltante era un pobre diablo, un aficionado, y la pistola, aunque era auténtica, estaba descargada, Dónde lo han llevado, Las personas que le quitaron el arma lo entregaron en un cuartel de bomberos, Para qué, si ahí no hay instalaciones para mantener retenido a nadie, En algún sitio lo tenían que dejar, Y qué ha sucedido después, Me han contado que los bomberos se pasaron una hora dándole buenos consejos y luego lo pusieron en libertad, No podían hacer otra cosa, No, señor alcalde, realmente no podían hacer otra cosa, Dígale a mi secretaria que me avise cuando el coche esté en la puerta, Sí señor. El alcalde se recostó en el sillón, a la espera, otra vez tiene marcadas las arrugas de la frente. Al contrario de lo predicho por los agoreros, no se había perpetrado durante estos días ni más robos, ni más violaciones, ni más asesinatos que antes. Parece que la policía, a fin de cuentas, no era necesaria para la seguridad de la ciudad, que la propia población, espontáneamente o de forma más o menos organizada, ha decidido encargarse de las tareas de vigilancia. Este caso de la sucursal bancaria, por ejemplo. El caso de la sucursal bancaria, pensó, no significa nada, el hombre estaría nervioso, poco seguro de sí, era un novato, y los empleados del banco comprendieron que de allí no vendría gran peligro pero mañana podrá no ser así, qué estoy diciendo mañana, hoy, ahora mismo, durante estos últimos días ha habido crímenes en la ciudad que obviamente quedarán sin castigo, si no tenemos policía, si los delincuentes no son detenidos, si no hay investigación ni proceso, si los jueces se van a casa y los tribunales no funcionan, es inevitable que la delincuencia aumente, parece que todo el mundo cuenta con que el ayuntamiento se encargue de la vigilancia de la ciudad, nos lo piden, nos lo exigen, dicen que sin seguridad no habrá tranquilidad, y yo me pregunto cómo, pedir voluntarios, crear milicias urbanas, no me digan que vamos a salir a la calle convertidos en gendarmes de opereta, con uniformes alquilados en las guardarropías de los teatros, y las armas, dónde están las armas, y saber usarlas, y no es sólo saber, es ser capaz de usarlas, tomar una pistola y disparar, quién me ve a mí, y a los concejales, y a los funcionarios municipales persiguiendo por los tejados al asesino de medianoche y al violador de los martes, o en los salones de la alta sociedad al ladrón del guante blanco. El teléfono sonó, era la secretaria, Señor alcalde, su coche le espera, Gracias, dijo, salgo en seguida, no sé si volveré hoy, si surge algún problema, llámeme al teléfono móvil, Que todo le vaya bien, señor alcalde, Por qué me dice eso, En los tiempos que corren, es lo mínimo que deberíamos desearnos unos a otros, Puedo hacerle una pregunta, Claro que sí, siempre que tenga respuesta, Si no quiere no responda, Estoy esperando la pregunta, A quién ha votado, A nadie, señor alcalde, Quiere decir que se abstuvo, Quiero decir que voté en blanco, En blanco, Sí señor alcalde, en blanco, Y me lo dice así sin más ni menos, También me lo ha preguntado sin más ni menos, Y eso parece que le ha dado la confianza suficiente para responder, Más o menos, señor alcalde, sólo más o menos, Creo entender que también ha pensado que podía ser un riesgo, Tenía esperanza de que no lo fuese, Como ve, tenía razón en confiar, Quiere decir que no seré invitada a presentar mi dimisión, Descanse, duerma en paz, Sería mucho mejor que no necesitáramos del sueño para estar en paz, señor alcalde, Muy bien dicho, Cualquiera lo diría, señor alcalde, no ganaré el premio de la academia con esta frase, Entonces ya sabe, tendrá que contentarse con mi aplauso, Me doy por más que recompensada, Quedemos así, si ocurre algo, me llama al teléfono móvil, Sí señor, Hasta mañana, si no es hasta luego, Hasta luego, hasta mañana, respondió la secretaria.

El alcalde ordenó sumariamente los documentos esparcidos sobre la mesa de trabajo, la mayoría parecían de otro país y de otro siglo, no de esta capital en estado de sitio, abandonada por su propio gobierno y cercada por su propio ejército. Si los rompiera, si los quemase, si los tirase al cesto de los papeles, nadie le exigiría cuentas sobre lo que había hecho, las personas ahora tienen cosas más importantes en que pensar, la ciudad, mirándolo bien, ya no forma parte del mundo conocido, se ha convertido en una olla llena de comida podrida y de gusanos, en una isla empujada hacia un mar que no es el suyo, un lugar donde se ha declarado un foco de infección peligrosa y que, por precaución, es colocado en régimen de cuarentena, a la espera de que la peste pierda virulencia o, por no tener a nadie más a quien matar, acabe devorándose a sí misma. Le pidió al ordenanza que le trajese la gabardina, tomó la cartera de los asuntos que tenía que repasar en casa y bajó. El conductor, que le estaba aguardando, abrió la puerta del coche, Me han dicho que no me necesita, señor alcalde, Así es, se puede ir a casa, Entonces, hasta mañana, señor alcalde, Hasta mañana. Es interesante cómo nos pasamos todos los días de la vida despidiéndonos, diciendo y oyendo decir hasta mañana, y, fatalmente, en uno de esos días, el que fue último para alguien, o no está aquel a quien se lo dijimos, o ya no estamos nosotros que lo habíamos dicho. Veremos si en este hasta mañana de hoy, al que también solemos llamar día siguiente, encontrándose el alcalde y su conductor particular una vez más, serán capaces ellos de comprender hasta qué punto es extraordinario, hasta qué punto fue casi un milagro haber dicho hasta mañana y ver que se cumplió como certeza lo que no había sido nada más que una problemática posibilidad. El alcalde entró en el coche. Iba a dar una vuelta por la ciudad, ver a la gente que pasaba, sin prisa, aparcando de vez en cuando y saliendo para andar un poco, mientras escuchaba lo que se decía, en fin, tomar el pulso de la ciudad, midiendo la fuerza de la fiebre que se estaba incubando. De lecturas antiguas recordaba que un cierto rey de oriente, no estaba seguro de si era rey o emperador, lo más probable es que se tratara de un califa de la época, salía de su palacio disfrazado alguna que otra vez para mezclarse con el pueblo llano, con la gente menuda, y oír lo que de él se decía en el franco parlatorio de las calles y de las plazas. Tal vez no tan franco porque en aquella época, como siempre, no debían de faltar espías que tomaran nota de las apreciaciones, de las quejas, de las críticas y de algún embrionario plan de conspiración. Es regla invariable del poder que resulta mejor cortar las cabezas antes de que comiencen a pensar, ya que después puede ser demasiado tarde. El alcalde no es el rey de esta ciudad cercada, y en cuanto al visir del interior, ése se exilió al otro lado de la frontera, a esta hora, probablemente, estará en conferencia de trabajo con sus colaboradores, iremos sabiendo cuáles y para qué. Por eso este alcalde no necesita disfrazarse con barba y bigote, la cara que lleva puesta en el sitio de la cara es la suya de siempre, quizá un poco más preocupada que de costumbre, como se puede notar por las arrugas de la frente. Hay personas que lo reconocen, pero son pocas las que lo saludan. No se crea, sin embargo, que los indiferentes o los hostiles son sólo aquellos que, en principio, votaron en blanco, y por consiguiente verían en él un adversario, también hay votantes de su propio partido y del partido del medio que lo miran con manifiesta sospecha, por no decir con declarada antipatía, Qué está haciendo aquí éste, pensarán, por qué se mezcla con el populacho de los blanqueros, cuando debería estar en su trabajo mereciéndose lo que le pagan, a lo mejor, como ahora la mayoría es otra, está cazando votos, pues si es así, va de cráneo, que elecciones no va a haber tan pronto, si yo fuese gobierno disolvía este ayuntamiento y nombraba una comisión administrativa decente, de absoluta confianza política. Antes de proseguir este relato, conviene explicar que el empleo de la palabra blanquero, pocas líneas antes, no fue ocasional o fortuito ni producto de un error con el teclado del ordenado y ni mucho menos se trata de un neologismo inventado a toda prisa por el narrador para cubrir una falta. El término existe, existe de verdad, se encuentra en cualquier diccionario, el problema, si problema es, radica en el hecho de que las personas están convencidas de que conocen el significado de la palabra blanco y de sus derivados, y por tanto no pierden tiempo acudiendo a cerciorarse a la fuente, o padecen del síndrome de intelecto perezoso y se quedan ahí, no van más allá, hacia el hermoso encuentro. No se sabe quién fue en la ciudad el curioso investigador o el casual descubridor, lo cierto es que la palabra se extendió rápidamente y en seguida con el sentido peyorativo que la simple lectura parece provocar. Aunque no nos hubiésemos referido antes al hecho, deplorable en todos sus aspectos, los propios medios de comunicación social, en particular la televisión estatal, ya están usando la palabra como si se tratase de una obscenidad de las peores. Cuando aparece escrita y sólo la vemos no nos damos tanta cuenta, pero si la oímos pronunciar, con ese fruncir de boca y ese retintín de desprecio, es necesario estar dotado de la armadura moral de un caballero de la tabla redonda para no echar a correr, escapulario al cuello y túnica de penitente, dándonos golpes de pecho y renegando de todos los viejos principios y preceptos, Blanquero fui, blanquero no seré, que me perdone la patria, que me perdone el rey. El alcalde, que nada tiene que perdonar, puesto que ni es rey ni lo será, ni siquiera candidato en las próximas elecciones, ha dejado de observar a los transeúntes, ahora busca indicios de indolencia, de abandono, de deterioro, y, por lo menos a primera vista, no los encuentra. Las tiendas y los grandes almacenes están abiertos, aunque no parece que estén haciendo demasiado negocio, los coches circulan sin más impedimentos que algún que otro embotellamiento de poca monta, ante la puerta de los bancos no hay filas de clientes inquietos, de esas que siempre se forman cuando hay crisis, todo parece normal, ni un solo robo por el método del tirón, ni una sola pelea con tiros y navajas, nada que no sea esta tarde luminosa, ni fría ni cálida, una tarde que parece haber venido al mundo para satisfacer todos los deseos y calmar todas las ansiedades. Pero no la preocupación o, siendo más literarios, el desasosiego interior del alcalde. Lo que él siente, y tal vez, entre todas estas personas que pasan, sea el único en sentirlo, es una especie de amenaza flotando en el aire, esa que los temperamentos sensibles intuyen cuando la masa de nubes que tapa el cielo se encrespa esperando el trueno que la rompa, cuando una puerta chirría en la oscuridad y una corriente de aire frío nos golpea el rostro, cuando un presagio maligno abre las puertas de la desesperación, cuando una carcajada diabólica nos desgarra el delicado velo del alma. Nada en concreto, nada sobre lo que se pueda hablar con objetividad y conocimiento de causa, pero lo cierto es que el alcalde tiene que hacer un esfuerzo enorme para no parar a la primera persona con la que se cruza y decirle, Tenga cuidado, no me pregunte cuidado por qué, cuidado con qué, sólo le pido que tenga cuidado, presiento que algo malo está a punto de suceder, Si usted, que es alcalde, que tiene responsabilidades, no lo sabe, cómo puedo saberlo yo, le preguntaría, No importa, sólo le pido que tenga cuidado, Es alguna epidemia, No creo, Un terremoto, No nos encontramos en una región sísmica, aquí nunca ha habido terremotos, Una inundación, una riada, Hace muchos años que nuestro río no alcanza sus márgenes, Entonces, No sé qué contestarle, Me va a perdonar la pregunta que le voy a hacer, Ya está disculpado incluso antes de haberla hecho, Por casualidad usted, y lo digo sin ánimo de ofender, no habrá tomado una copa de más, como debe de saber la última es siempre la peor, Sólo bebo en las comidas, y siempre con moderación, no soy un alcohólico, Siendo así, no entiendo, Cuando suceda, lo entenderá, Cuando suceda, el qué, Lo que está a punto de suceder, Perplejo, el interlocutor miró a su alrededor, Si está buscando a un policía para que me detenga, dijo el alcalde, no se esfuerce, se han ido todos, No buscaba a un policía, mintió el otro, había quedado aquí con un amigo, sí, allí está, entonces hasta otro día, señor alcalde, que le vaya bien, yo, francamente, si estuviese en su lugar, me iba a casa ahora mismo, durmiendo se olvida todo, Nunca me acuesto a esta hora, Para acostarse todas las horas son buenas, le diría mi gato, Puedo hacerle también una pregunta, Faltaría más, señor alcalde, con toda libertad, Votó en blanco, Está haciendo un sondeo, No, es sólo una curiosidad, pero si no quiere, no me responda, El hombre dudó un segundo, después, serio, respondió, Sí señor, voté en blanco, que yo sepa no está prohibido, Prohibido no está, pero vea el resultado, El hombre parecía haberse olvidado del amigo imaginario, Señor alcalde, yo, personalmente, no tengo nada contra usted, hasta soy capaz de reconocer que ha hecho un buen trabajo en el ayuntamiento, pero la culpa de eso que llama resultado no es mía, yo voté como me apeteció, dentro de la ley, ahora ustedes tendrán que arreglárselas, si piensan que la patata quema, soplen, No se altere, yo sólo pretendía avisarlo, Todavía estoy queriendo saber de qué, Incluso queriendo, no podría explicárselo, Pues entonces he estado perdiendo el tiempo, Perdone, su amigo lo está esperando, No tengo ningún amigo esperando, sólo quería irme, Entonces le agradezco que se haya quedado un poco más, Señor alcalde, Diga, diga, sin formalidades, Si soy capaz de entender algo de lo que pasa en la cabeza de las personas, lo que usted tiene es un remordimiento de conciencia, Remordimiento por lo que no he hecho, Hay quien dice que ése es el peor de todos, el remordimiento de haber permitido que se hiciera, Tal vez tenga razón, voy a pensarlo, de cualquier manera, tenga cuidado, Lo tendré, señor alcalde, y le agradezco el aviso, Aunque siga sin saber de qué, Hay personas que nos merecen confianza, Es la segunda persona que me lo dice hoy, En ese caso, puede decirse que ya ha ganado el día, Gracias, Hasta la vista, señor alcalde, Hasta la vista.

El alcalde volvió hacia atrás, hasta el sitio donde había dejado aparcado el coche, iba satisfecho, por lo menos había conseguido avisar a una persona, si ella pasa la palabra, en pocas horas toda la ciudad estará alerta, dispuesta para lo que ha de venir, No debo estar en mi sano juicio, pensó, es evidente que el hombre no dirá nada, es un tonto como yo, bueno, no se trata de una cuestión de tontería, que yo haya sentido una amenaza que soy incapaz de definir, es cosa mía, no suya, lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo que me ha dado, irme a casa, nunca habrá sido en balde el día que fuimos merecedores, al menos, de un buen consejo. Entró en el coche y desde allí, por teléfono, comunicó al jefe de gabinete que no volvería al ayuntamiento. Vivía en una calle del centro, no lejos de la estación del metro de superficie que daba servicio a una gran parte del sector este de la ciudad. La mujer, médica cirujana, no está en casa, hoy tiene turno de guardia nocturna en el hospital, y, en cuanto a los hijos, el chico está en el servicio militar, posiblemente es uno de los que defienden la frontera, apostado con una ametralladora pesada y la mascarilla antigás colgada al cuello, y la hija, en el extranjero, trabaja como secretaria e intérprete en un organismo internacional, de esos que instalan sus monumentales y lujosas sedes en las ciudades más importantes, políticamente hablando, claro está. De algo le ha servido tener un padre bien colocado en el sistema oficial de favores que se cobran y se pagan, que se hacen y se retribuyen. Como hasta de los más excelsos consejos, puestos en lo mejor, sólo se obedece la mitad, el alcalde no se acostó. Estudió los papeles que había traído, tomó decisiones sobre algunos, otros los pospuso para un segundo examen. Cuando llegó la hora de cenar, fue a la cocina, abrió el frigorífico, pero no encontró nada que le despertara el apetito. La mujer había pensado en él, no lo iba a dejar pasar hambre, pero el esfuerzo de poner la mesa, calentar la comida y lavar después los platos, hoy le parecía sobrehumano. Salió y fue a un restaurante. Ya sentado a la mesa, mientras esperaba que le sirvieran, telefoneó a su mujer, Cómo va el trabajo, preguntó, Sin demasiados problemas, y tú, cómo estás, Estoy bien, sólo un poco inquieto, No te pregunto por qué, con esta situación, Es algo más, una especie de estremecimiento interior, una sombra, como un mal augurio, No te sabía supersticioso, Siempre llega la hora para todo, Oigo sonido de voces, dónde estás, En el restaurante, después volveré a casa, o quizá vaya a verte, ser el alcalde abre muchas puertas, Puedo estar operando, puedo tardar, Bueno, ya lo pensaré, un beso, Otro, Grande, Enorme. El camarero trajo el plato, Aquí tiene, señor alcalde, buen provecho. Estaba a punto de llevarse el tenedor a la boca cuando una explosión hizo estremecer el edificio de arriba abajo, al mismo tiempo que reventaban en añicos los cristales exteriores e interiores, mesas y sillas se derrumbaron, había personas, gritando o gimiendo, algunas heridas, otras aturdidas por el choque, otras trémulas del susto. El alcalde sangraba por un corte en la cara causado por un vidrio. Era evidente que habían sido alcanzados por la onda expansiva de la explosión. Debe de haber sido en la estación del metro, dijo entre sollozos una mujer que intentaba levantarse. Apretando una servilleta contra la herida, el alcalde corrió a la calle. Los vidrios estallaban bajo sus pies, más adelante se erguía una espesa columna de humo negro, incluso creyó ver un resplandor de incendio. Ha sucedido, es en la estación, pensó. Había tirado la servilleta al darse cuenta de que llevar la mano apretada contra la cara le entorpecía los movimientos, ahora la sangre le bajaba libre por la mejilla y el cuello e iba empapando la camisa. Preguntándose a sí mismo si habría línea, se detuvo unos instantes para marcar el número de teléfono que atendía las emergencias, pero el trémulo nerviosismo de la voz que le respondió indicaba que la noticia ya era conocida, Habla el alcalde, ha explotado una bomba en la estación principal del metro de superficie, sector este, manden todo lo que puedan, a los bomberos, a protección civil, a voluntarios, si todavía están por ahí, material para primeros auxilios, enfermeros, ambulancias, lo que esté al alcance, ah, otra cosa, si hay manera de saber dónde viven los policías jubilados, llámenlos también, que vengan a ayudar, Los bomberos ya van de camino, señor alcalde, estamos haciendo todos los esfuerzos para. Se cortó la comunicación y él se lanzó de nuevo a la carrera. Había otras personas corriendo a su lado, algunas más ágiles lo sobrepasaban, a él le pesaban las piernas, eran como de plomo, y parecía que los fuelles de los pulmones se negaban a respirar el aire espeso y maloliente, y un dolor, un dolor que rápidamente se le clavó a la altura de la tráquea, crecía a cada instante. La estación estaba ya a unos cincuenta metros, el humo pardo, gris, iluminado por el incendio, subía en ovillos furiosos, Cuántos muertos habrá ahí dentro, quién ha colocado esta bomba, se preguntó el alcalde. Se oían cerca las sirenas de los coches de bomberos, los gritos dolientes, más de quien implora ayuda que de quien viene a darla, eran cada vez más agudos, de un momento a otro los auxilios irrumpirán por una de estas esquinas. El primer vehículo apareció cuando el alcalde se abría camino por entre las personas que acudían a ver el desastre, Soy el alcalde, decía, soy el alcalde, déjeme pasar, por favor, y se sentía dolorosamente ridículo al repetirlo una y otra vez, consciente de que el hecho de ser alcalde no le abriría todas las puertas, ahí dentro, sin ir más lejos, hay personas para quienes se les han cerrado definitivamente las de la vida. En pocos minutos, gruesos chorros de agua estaban siendo proyectados por las aberturas de lo que antes fueran puertas y ventanas, o se elevaban en el aire y mojaban las estructuras superiores para contrarrestar el peligro de propagación del fuego. El alcalde se dirigió hacia el jefe de los bomberos, Qué le parece esto, comandante, De lo peor que he visto nunca, hasta me da la impresión de que huele a fósforo, No diga eso, no es posible, Será impresión mía, ojalá esté equivocado. En ese momento apareció una unidad móvil de televisión, en seguida aparecieron otros coches de la prensa, de la radio, ahora el alcalde, rodeado de micrófonos, responde a las preguntas, Cuántos muertos calcula que habrá habido, De qué informaciones dispone ya, Cuántos heridos, Cuántas personas quemadas, Cuándo piensa que la estación volverá a estar en funcionamiento, Hay sospechas de quiénes hayan podido ser los autores del atentado, Se recibió antes algún aviso de bomba, En caso afirmativo, quién lo recibió y qué medidas fueron tomadas para evacuar la estación a tiempo, Le parece que se habrá tratado de una acción terrorista ejecutada por algún grupo relacionado con la actual subversión urbana, Espera que haya más atentados de este tipo, Como alcalde, y única autoridad de la ciudad, de qué medios dispone para proceder a las investigaciones necesarias. Cuando la barahúnda de preguntas cesó, el alcalde dio la única respuesta posible en aquellas circunstancias, Algunas de las cuestiones sobrepasan mi competencia, por tanto, no les puedo responder, supongo, no obstante, que el gobierno no tardará mucho en hacer una declaración oficial, en cuanto a las cuestiones restantes, sólo puedo decir que estamos haciendo todo cuanto es humanamente posible para socorrer a las víctimas, ojalá consigamos llegar a tiempo, al menos para algunas, Pero cuántos muertos hay, insistió un periodista, Se sabrá cuando se pueda entrar en ese infierno, hasta entonces ahórrense, por favor, las preguntas estúpidas. Los periodistas protestaron argumentando que ésa no era una manera correcta de tratar a los medios de comunicación, que ellos estaban allí cumpliendo su deber de informar y por tanto tenían derecho a ser respetados, pero el alcalde cortó de raíz el discurso corporativo, Un periódico de hoy se ha atrevido a pedir un baño de sangre, no lo ha tenido todavía, puesto que los quemados no sangran, sólo se transforman en torreznos, y ahora déjenme pasar, por favor, no tengo nada más que decir, serán convocados cuando dispongamos de informaciones concretas. Se oyó un murmullo general de desaprobación, desde atrás una palabra de desdén, Quién se cree que es, pero el alcalde no intentó averiguar de dónde procedía el desacato, él mismo no había hecho otra cosa que preguntarse durante las últimas horas, Quién creo yo que soy.

Dos horas después el fuego fue extinguido, dos horas más duró aún el rescoldo, pero no era posible saber cuántas personas habían muerto. Unas treinta o cuarenta que, con heridas de diversa gravedad, lograron escapar de los peores efectos de la explosión por encontrarse en una zona del vestíbulo distante del lugar de la explosión, fueron transportadas al hospital. El alcalde se mantuvo allí hasta que las brasas perdieron fuerza, sólo aceptó retirarse después de que el comandante de los bomberos le hubiera dicho, Váyase a descansar, señor alcalde, deje el resto para nosotros, cúrese esa herida que tiene en la cara, no comprendo cómo nadie se ha fijado, No tiene importancia estaban ocupados en cosas más serias. Luego preguntó, Y ahora, Ahora, buscar y retirar los cadáveres, algunos estarán despedazados, la mayor parte carbonizados, No sé si podría soportarlo, En el estado en que lo veo, no lo soportará, Soy un cobarde, La cobardía no tiene nada que ver con esto, señor alcalde, yo me desmayé la primera vez, Gracias comandante, haga lo que pueda, Apagar el último tizón, que es lo mismo que nada, Por lo menos estará aquí. Tiznado, con la cara negra por la sangre coagulada, comenzó, penosamente, a andar camino de casa. Le dolía el cuerpo todo, por haber corrido, por la tensión nerviosa, por haber estado todo el tiempo de pie. No merecía la pena que llamara a su mujer, la persona que atendiese el teléfono diría seguramente, Lo lamento, señor alcalde, pero la doctora no puede atenderlo, está operando. Había personas en las ventanas de un lado y otro de la calle, pero nadie lo reconoció. Un auténtico alcalde se mueve en su coche oficial, va acompañado de un secretario que le lleva la cartera de ejecutivo, tres guardaespaldas que le abren paso, y ese que va por ahí es un vagabundo sucio y maloliente, un hombre triste a la vera de las lágrimas, un fantasma al que nadie le presta un barreño de agua para que lave su sábana. El espejo del ascensor le mostró la cara carbonizada que tendría en ese momento si se hubiera encontrado en el vestíbulo de la estación cuando la bomba explotó, Horror, horror, murmuró. Abrió la puerta con las manos trémulas y se dirigió al cuarto de baño. Sacó del armario el botiquín de primeros auxilios, el paquete de algodón, el agua oxigenada, un desinfectante líquido yodado, vendas adhesivas de tamaño grande. Pensó, Lo más seguro es que necesite unos puntos. La camisa estaba manchada de sangre hasta la cinturilla de los pantalones, He sangrado más de lo que creía. Se quitó la chaqueta, deshizo con esfuerzo el nudo de la corbata, se abrió la camisa. La camiseta interior también estaba sucia de sangre. Debería lavarme, meterme debajo de la ducha, no, no puede ser, qué disparate, el agua arrastraría la costra que cubre la herida y la sangre volvería a correr, dijo en voz baja, lo que debería, sí, lo que debería, lo que debería es. La palabra era como un cuerpo muerto que se hubiera atravesado en el camino, tenía que descubrir qué quería, levantar el cadáver. Los bomberos y los auxiliares de protección civil entraron en la estación. Llevan camillas, se protegen las manos con guantes, la mayor parte de ellos nunca ha tocado un cuerpo quemado, ahora van a saber cuánto cuesta. Debería. Salió del cuarto de baño, fue a su despacho, se sentó ante la mesa. Tomó el teléfono y marcó un número reservado. Eran casi las tres de la madrugada. Una voz respondió, Gabinete del ministro del interior, quién habla, El alcalde de la capital, páseme con el ministro, es urgentísimo, si está en casa, póngame en comunicación, Un momento, por favor. El momento duró dos minutos, Sí, Señor ministro, hace algunas horas ha explotado una bomba en la estación del metro de superficie, sector este, todavía no se sabe cuántas muertes ha causado, pero todo indica que son muchos, los heridos se cuentan por tres o cuatro decenas, Ya estoy informado, Si sólo le llamo ahora es porque he estado todo el tiempo en el lugar, Ha hecho muy bien. El alcalde respiró hondo, preguntó, No tiene nada que decirme, señor ministro, A qué se refiere, Si tiene alguna idea acerca de quién ha colocado la bomba, Me parece que está bastante claro, sus amigos del voto en blanco han decidido pasar a la acción directa, No me lo creo, Que se lo crea o no, la verdad es ésa, Es, o va a ser, Entiéndalo como quiera, Señor ministro, lo que ha pasado aquí es un crimen hediondo, Supongo que tiene razón, así se le suele llamar, Quién colocó la bomba, señor ministro, Parece usted perturbado, le aconsejo que descanse, vuelva a llamarme cuando sea de día, nunca antes de las diez de la mañana, Quién colocó la bomba, señor ministro, Qué pretende insinuar, Una pregunta no es una insinuación, insinuación sería si le dijese lo que ambos estamos pensando en estos momentos, Mis pensamientos no tienen por qué coincidir con lo que piensa un alcalde, Coinciden esta vez, Cuidado, está yendo demasiado lejos, No estoy yendo, ya he llegado, Qué quiere decir, Que estoy hablando con quien tiene responsabilidad directa en el atentado, Está loco, Preferiría estarlo, Atreverse a lanzar la sospecha sobre un miembro del gobierno, esto es inaudito, Señor ministro, a partir de este momento dejo de ser alcalde de esta ciudad sitiada, Mañana hablaremos, de todos modos tome nota de que no acepto su dimisión, Tendrá que aceptar mi abandono, haga como si hubiera muerto, En ese caso le aviso, en nombre del gobierno, de que se arrepentirá amargamente, o ni siquiera tendrá tiempo de arrepentirse, si no guarda sobre este asunto silencio total, supongo que no le costará mucho puesto que dice que ya está muerto, Nunca habría imaginado que se pudiera estar tanto. La comunicación fue interrumpida en el otro lado. El hombre que había sido alcalde se levantó y fue al cuarto de baño. Se desnudó y se metió debajo de la ducha. El agua caliente deshizo rápidamente la costra formada sobre la herida, la sangre comenzó a correr. Los bomberos acaban de encontrar el primer cuerpo carbonizado.