CAPÍTULO 40

Cuando llegó el barco procedente de Tebas, Suti aguardaba a Neferet.

—Sois la más hermosa.

—¿Debo ruborizarme ante un héroe?

—Al veros preferiría ser juez. Dadme vuestra bolsa de viaje; creo que el asno será feliz llevándola.

Ella parecía inquieta.

—¿Dónde está Pazair?

—Está limpiando la casa, y no ha terminado todavía; por eso os recibo yo. ¡Me siento muy feliz por los dos!

—¿Vuestra salud?

—Sois la mejor de las curanderas. He recuperado mi fuerza y pienso utilizarla bien.

—Espero que sin cometer imprudencias.

—Tranquilizaos. No hagamos esperar a Pazair; desde ayer, sólo habla de vientos contrarios, de probable retraso y de no sé qué catástrofe que impediría vuestro viaje. Me pasma verle tan enamorado.

Viento del Norte se apresuró.

El juez había dado el día libre a su escribano, adornado con flores la fachada de su casa y fumigado el interior. Un delicado aroma de olíbano y jazmín flotaba en el aire.

El mono verde de Neferet y el perro de Pazair se miraron con desconfianza, mientras el juez tomaba en sus brazos a la terapeuta. Los habitantes del barrio, al acecho de acontecimientos insólitos, estuvieron informados en seguida.

—Me preocupan los pacientes que he abandonado en la aldea.

—Tendrán que acostumbrarse a otro médico; dentro de tres días nos trasladaremos a casa de Branir.

—¿Todavía deseas desposarme?

A guisa de respuesta, la levantó, la tomó en sus brazos y cruzó el umbral de la casita donde había pasado tantas noches soñando en ella.

Fuera se escucharon gritos de alegría. Oficialmente, Pazair y Neferet se convertían en marido y mujer, porque residían juntos bajo el mismo techo, sin más formalidades.

Tras una noche de fiesta en la que participó todo el barrio, durmieron abrazados hasta muy avanzada la mañana. Cuando despertó, Pazair la acarició con la mirada. Nunca hubiera creído que el goce le haría tan feliz. Con los ojos cerrados, ella le tomó la mano, posándola sobre su corazón.

—Júrame que nunca nos separaremos.

—Que los dioses nos conviertan en un solo ser e inscriban nuestro amor en la eternidad.

Sus cuerpos se ajustaban tan bien uno al otro que sus deseos vibraban al unísono. Más allá del placer de los sentidos, que saboreaban con un ardor y una voracidad de adolescentes, vivían ya un más allá de su pareja de la que ésta obtenía su perennidad.

—Bueno, juez Pazair, ¿cuándo abriremos nuestro proceso? He sabido que Neferet ha vuelto a Menfis. Veo que está dispuesta a comparecer.

—Neferet se ha convertido en mi esposa.

El médico en jefe hizo una mueca.

—Es molesto. Su condena mancillará vuestra fama; si apreciáis vuestra carrera, se impone un rápido divorcio.

—¿Mantenéis la acusación?

Nebamon soltó una carcajada.

—¿El amor os ha nublado el espíritu?

—He aquí la lista de los productos que Neferet ha fabricado en su laboratorio. Las plantas le fueron proporcionadas por Kani, jardinero del templo de Karnak. Como podéis comprobar, los preparados son conformes a la farmacopea.

—No sois médico, Pazair, y el testimonio de ese Kani no bastará para convencer a los jurados.

—¿Pensáis que el de Branir será más decisivo?

La sonrisa del médico en jefe se transformó en un rictus.

—Branir ya no ejerce y…

—Es el futuro sumo sacerdote del templo de Karnak y testimoniará en favor de Neferet. Con el rigor y la honestidad que se le reconoce, Branir ha examinado las drogas que vos calificáis de peligrosas, no ha encontrado ninguna anomalía.

Nebamon se encolerizó. El prestigio del viejo facultativo era tal que proporcionaría a Neferet una gran notoriedad.

—Os he subestimado, Pazair. Sois un hábil táctico.

—Me limito a oponer la verdad a vuestros deseos de hacer daño.

—Hoy, parecéis vencedor, mañana os desilusionaréis.

Neferet dormía en el piso, Pazair estudiaba un expediente en la planta baja. Por el rebuzno del asno comprendió que alguien se aproximaba.

Salió. No había nadie.

En el suelo encontró un fragmento de papiro. Una caligrafía rápida, sin faltas: «Branir está en peligro. Acudid pronto».

El juez corrió en la oscuridad.

Los aledaños de la casa de Branir parecían tranquilos, pero la puerta, a pesar de lo avanzado de la hora, estaba abierta. Pazair atravesó la primera estancia y vio a su maestro sentado, apoyado en la pared, con la cabeza inclinada sobre su pecho.

En su cuello estaba hincada una aguja de nácar, manchada de sangre.

El corazón no hablaba ya en sus venas. Trastornado, Pazair se rindió a la evidencia. Habían asesinado a Branir.

Varios policías entraron y rodearon al juez. A su cabeza, Mentmosé.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Un mensaje me ha avisado de que Branir corría peligro.

—Mostradlo.

—Lo he dejado en la calle, delante de mi casa.

—Lo verificaremos.

—¿Por qué esa suspicacia?

—Porque os acuso de asesinato.

Mentmosé despertó al decano del porche en mitad de la noche. Refunfuñando, el magistrado se sorprendió al ver a Pazair entre dos policías.

—Antes de hacer públicos los hechos —declaró Mentmosé—, deseo consultaros.

—¿Habéis detenido al juez Pazair?

—Asesinato.

—¿A quién ha matado?

—A Branir.

—Es absurdo —intervino Pazair—. Era mi maestro y le veneraba.

—¿Por qué sois tan afirmativo, Mentmosé?

—Flagrante delito. Pazair ha clavado una aguja de nácar en el cuello de Branir; la víctima ha sangrado poco. Cuando mis hombres y yo entramos en la casa, acababa de cometer su fechoría.

—Es falso —protestó Pazair—. Acababa de descubrir el cadáver.

—¿Habéis llamado a un médico para que examinara el cuerpo?

—A Nebamon.

Pese a la tristeza que le oprimía el corazón, Pazair intentó reaccionar.

—Vuestra presencia en aquel lugar y a estas horas, con una escuadra, resulta sorprendente. ¿Cómo la justificáis, Mentmosé?

—Ronda nocturna. De vez en cuando, actúo con mis subordinados. No hay mejor modo de conocer sus dificultades y resolverlas. Hemos tenido la suerte de sorprender a un criminal con las manos en la masa.

—¿Quién os ha enviado, Mentmosé, quién ha organizado esta emboscada?

Los dos policías agarraron a Pazair de los brazos. El decano se alejó con el jefe de la policía.

—Respondedme, Mentmosé: ¿estabais allí por casualidad?

—No por completo. Un mensaje anónimo ha llegado esta tarde a mi despacho. Al caer la noche me he apostado junto al domicilio de Branir. He visto entrar a Pazair y he intervenido en seguida, pero era demasiado tarde.

—¿Su culpabilidad es indudable?

—No le he visto clavar la aguja en el cuerpo de su víctima, ¿pero cómo dudarlo?

—El matiz es importante. Después del escándalo Asher, semejante drama… ¡Y pone en cuestión a un juez colocado bajo mi responsabilidad!

—Que la justicia cumpla con su deber, yo he cumplido con el mío.

—Queda un punto oscuro: el móvil.

—Es secundario.

—De ningún modo.

El decano del porche parecía turbado.

—Llevad a Pazair a un lugar seguro. Oficialmente, habrá abandonado Menfis para realizar una misión especial en Asia, relacionada con el caso Asher. La región es peligrosa; corre el riesgo de ser víctima de un accidente o de caer asesinado por un merodeador.

—Mentmosé, ¿no os atreveréis a…?

—Nos conocemos desde hace mucho tiempo, decano. Sólo nos guía el interés del país. No os gustaría que investigara para descubrir la identidad del autor del mensaje anónimo. Este ínfimo juez es un personaje muy molesto; a Menfis le gusta la tranquilidad.

Pazair interrumpió el diálogo.

—Os equivocáis atacando a un juez. Regresaré y descubriré la verdad. Por el nombre del faraón, juro que volveré.

El decano del porche cerró los ojos y se tapó los oídos.

Loca de inquietud, Neferet había avisado a los habitantes del barrio. Algunos habían oído el rebuzno de Viento del Norte, pero nadie pudo darle la menor indicación sobre la desaparición del juez. Avisado, Suti no obtuvo ninguna información digna de interés. La mansión de Branir estaba cerrada. La desorientada Neferet sólo podía consultar al decano del porche.

—Pazair ha desaparecido.

El alto magistrado pareció estupefacto.

—¡Qué idea! Tranquilizaos: cumple una misión secreta en el marco de su investigación.

—¿Dónde está?

—Si lo supiera, no tendría derecho a revelároslo. Pero no me ha dado detalles y no conozco su itinerario.

—¡No me ha dicho nada!

—Y le felicito por ello. En caso contrario, habría merecido una advertencia.

—¡Se ha marchado durante la noche, sin una palabra!

—No cabe duda, deseaba evitaros un momento penoso.

—Pasado mañana teníamos que trasladarnos a casa de Branir. Deseaba hablar con él, pero ya está camino de Karnak.

La voz del decano se ensombreció.

—Pobre hija mía… ¿No estáis informada? Branir ha muerto esta noche. Sus antiguos colegas le organizarán unos magníficos funerales.