CAPÍTULO 39

El decano del porche regaba un parterre de lirios que crecían entre los hibiscos. Viudo desde hacía cinco años, vivía solo en una mansión del barrio sur.

—¿Os sentís orgulloso de vos, juez Pazair? Habéis mancillado la reputación de un general querido por todos, habéis sembrado la confusión en los espíritus sin ni siquiera obtener la victoria de vuestro amigo Suti.

—No era ése mi objetivo.

—¿Qué buscabais?

—La verdad.

—¡Ah, la verdad! ¿No sabéis acaso que es más huidiza que una anguila?

—¿No he sacado a la luz los elementos de una conspiración contra el Estado?

—Dejad de decir estupideces. Ayudadme, más bien, a levantarme y verted agua al pie de los narcisos, con suavidad. Eso os distraerá de vuestra habitual brutalidad.

Pazair lo hizo.

—¿Habéis tranquilizado a nuestro héroe?

—Suti sigue encolerizado.

—¿Qué esperaba? ¿Derribar a Asher de un cabezazo?

—Vos creéis, como yo, que es culpable.

—Sois muy indiscreto. Un defecto más.

—¿Os han turbado mis argumentos?

—A mi edad, nada me conmueve.

—Estoy convencido de lo contrario.

—Me siento cansado, las largas investigaciones ya no son cosa mía. Puesto que vos comenzasteis, continuad.

—¿Debo entender que…?

—Me habéis comprendido perfectamente. He tomado una decisión y no cambiaré de opinión.

La noticia recorrió rápidamente el palacio y los edificios oficiales: ante la sorpresa generalizada, la jerarquía no arrebataba el caso Asher al juez Pazair. Aunque no hubiera tenido éxito, el joven magistrado había seducido a muchos dignatarios por su rigor. Sin beneficiar al demandante ni al demandado, no había ocultado las lagunas de la instrucción. Algunos habían olvidado su juventud para hacer hincapié en su porvenir, comprometido sin embargo dada la personalidad del acusado. Sin duda, Pazair se había equivocado dando demasiado crédito al testimonio de Suti, héroe de un día y fantasiosa personalidad; si la mayoría, tras madura reflexión, creía en la inocencia del general, todos estaban de acuerdo en que el juez había puesto de relieve hechos turbadores. La desaparición de los cinco veteranos y el robo del hierro celeste, si no estaban vinculados a una imaginaria conspiración, parecían escandalosos episodios que no debían ser olvidados. El Estado, la jerarquía judicial, los dignatarios, el pueblo esperaban del juez Pazair la revelación de la verdad.

Aquel nombramiento calmó la cólera de Suti, que intentó olvidar su decepción en los brazos de Pantera; le prometió al juez no emprender nada antes de poner a punto una estrategia común. Mantenido en su dignidad de teniente de carros, no participaría en ninguna misión antes del veredicto definitivo.

El sol poniente doró las arenas del desierto y las piedras de las canteras; las herramientas de los obreros habían callado, los campesinos regresaban a las granjas, descansaban los asnos, liberados de su fardo. En los techos planos de las casas de Menfis, se tomaba el fresco comiendo queso y bebiendo cerveza. Bravo se había tendido cuan largo era en la tenaza de Branir, soñando en el pedazo de buey asado que acababa de degustar. A lo lejos, las pirámides de la llanura de Gizeh formaban triángulos de una absoluta pureza, mojones de la eternidad en el crepúsculo. Como cada anochecer del reinado de Ramsés el Grande, el país se dormiría en paz, convencido de que el sol vencería a la serpiente de las profundidades[55] y resucitaría al alba.

—Has superado el obstáculo —estimó Branir.

—Pobre éxito —objetó Pazair.

—Eres reconocido como un juez íntegro y competente, y has obtenido la posibilidad de proseguir la investigación sin trabas. ¿Qué más quieres?

—Asher ha mentido cuando hablaba bajo juramento. Un asesino que es también un perjuro.

—Los jurados no te han censurado. Ni el jefe de la policía ni la señora Nenofar han intentado absolver al general. Te han colocado ante tu destino.

—Al decano del porche le habría gustado quitarme el caso.

—Confía en tus capacidades, y el visir quiere un sólido expediente para intervenir a ciencia cierta.

—Asher tomó la precaución de destruir las pruebas; temo que mis investigaciones resulten estériles.

—Tu camino será largo y difícil, pero puedes conseguirlo. Pronto tendrás la ayuda del sumo sacerdote de Karnak y podrás acceder a los archivos de los templos.

En cuanto el nombramiento de Branir fuera efectivo, Pazair investigaría el robo del hierro celeste y de la azuela.

—Te has convertido en tu propio dueño, Pazair. Discierne la justicia de la iniquidad, sin escuchar los consejos de quienes las mezclan y las confunden para extraviar los espíritus. Este proceso era sólo una escaramuza; el verdadero combate debe librarse todavía. También Neferet estará orgullosa de ti.

En la luz de las estrellas brillaban las almas de los sabios. Pazair dio gracias a los dioses que le habían permitido conocer a uno en la tierra de los hombres.

Viento del Norte era un asno silencioso y meditabundo. Raras veces rebuznaba, ronco y desgarrador, hasta el punto de poder despertar toda una calleja.

Pazair despertó sobresaltado.

Era un rebuzno de su asno, en aquel amanecer en el que Bravo y él pensaban permitirse algún descanso. El juez abrió la ventana.

Al pie de la casa se habían reunido unas veinte personas. El médico en jefe Nebamon blandió su puño.

—Pobre Neferet. ¡He aquí los mejores médicos de Menfis, juez Pazair! Presentamos una denuncia contra nuestra colega Neferet por fabricación de drogas peligrosas, y solicitamos su exclusión del cuerpo médico.

Pazair desembarcó en la orilla oeste de Tebas a la hora de más calor. Requisó un carro de la policía, cuyo conductor dormía a la sombra de un voladizo, y le ordenó que se apresurara a llevarle a la aldea de Neferet.

Soberano absoluto, el sol inmovilizaba el tiempo, daba a las palmeras su eterno verdor y condenaba a los hombres al silencio y al sopor.

Neferet no estaba en su casa ni en su laboratorio.

—En el canal —indicó un anciano, arrancado por unos instantes del sueño.

Pazair abandonó el carro, flanqueó un campo de trigo, atravesó un huerto sombreado, tomó un sendero y llegó al canal donde los aldeanos acostumbraban bañarse. Bajó por la empinada pendiente, cruzó una barrera de cañas y la vio.

Hubiera debido gritar, cerrar los ojos, darse la vuelta, pero ninguna palabra brotó de su boca y se inmovilizó, tanto le fascinaba la belleza de la muchacha.

Desnuda, nadaba con la gracia de las que no luchan contra el agua y se dejan llevar. Con los cabellos recogidos en una toca de cañas, se zambullía sin brusquedad y reaparecía. Llevaba al cuello el collar adornado con la cuenta de turquesa.

Cuando le vio, siguió nadando.

—El agua está deliciosa, venid a bañaros.

Pazair se quitó el paño y avanzó hacia ella sin advertir el frescor. Ella le tendió la mano; él, enfebrecido, la tomó. Una onda les aproximó. Cuando sus pechos rozaron el torso del hombre, no retrocedió. El se atrevió a poner los labios en los suyos y a estrecharla entre sus brazos.

—Os amo, Neferet.

—Yo aprenderé a amaros.

—Sois la primera, no habrá otra.

La besó torpemente. Abrazados, regresaron a la orilla y se tendieron en una playa de arena, oculta entre las cañas.

—También yo soy virgen.

—Quiero ofreceros mi vida. Mañana mismo os pediré en matrimonio.

Ella, conquistada y ofrecida, sonrió.

—Ámame, ámame con todas tus fuerzas.

Se tendió sobre ella y su mirada zozobró en aquellos ojos azules. Sus almas y sus cuerpos se unieron bajo el sol de mediodía.

Neferet escuchó el discurso de su padre, fabricante de cerrojos, y de su madre, tejedora en un taller del centro de Tebas. Ninguno de los dos se oponía a la boda, pero deseaban ver a su futuro yerno antes de pronunciarse. Ciertamente, la joven no tenía necesidad de su consentimiento, pero el respeto que sentía por ellos no le permitía desdeñarlo. Su madre puso algunas reservas: ¿no era Pazair demasiado joven? Por lo que a su porvenir se refería, subsistían algunas dudas y, además, se retrasaba el mismo día de la petición.

Su nerviosismo se contagió a Neferet. Un horrendo pensamiento le pasó por su cabeza: ¿habría dejado de amarla? ¿Y si, pese a sus declaraciones, sólo había buscado una aventura? No, era imposible. Su pasión sería tan duradera como la montaña tebana.

Finalmente, Pazair cruzó el umbral de la modesta morada. Neferet se mostró distante, como exigía la solemnidad del momento.

—Os ruego que me perdonéis; me he perdido en las callejas. Debo confesar que no tengo ningún sentido de la orientación; por lo general, me guía mi asno.

—¿Tenéis uno? —se extrañó la madre de Neferet.

—Se llama Viento del Norte.

—¿Joven y de buena salud?

—Ignora la enfermedad.

—¿Qué otros bienes tenéis?

—El mes próximo dispondré de una casa en Menfis.

—Juez, es un buen oficio —declaró el padre.

—Nuestra hija es joven —dijo la madre—. ¿No podríais esperar?

—La amo y deseo desposarla sin perder ni un instante.

Pazair tenía el aspecto grave y decidido, Neferet le contemplaba con ojos de mujer enamorada. Los padres cedieron.

El carro de Suti, lanzado a toda velocidad, cruzó el portal del cuartel principal de Menfis. Los guardias soltaron las lanzas y se arrojaron al suelo para evitar ser arrollados. Suti saltó en marcha mientras los caballos proseguían su galope por el gran patio. Subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que llevaba al cuartel de los oficiales superiores, donde residía el general Asher. De un golpe en la nuca, apartó al primer policía. De un puñetazo en el vientre, al segundo, y al tercero de un puntapié en los testículos. El cuarto tuvo tiempo de desenvainar su espada y herirle en el hombro izquierdo; el dolor multiplicó la rabia del teniente de carros que, con ambos puños unidos como si fueran un martillo, derribó a su adversario.

Sentado en una estera, con un mapa de Asia ante él, el general Asher volvió la cabeza hacia Suti.

—¿Qué vienes a hacer aquí?

—A destruiros.

—Tranquilízate.

—Escaparéis de la justicia, pero no de mí.

—Si me agredes, no saldrás vivo de este cuartel.

—¿Cuántos egipcios habéis matado con vuestras propias manos?

—Estabas agotado, tu vista se nublaba. Te equivocaste.

—Bien sabéis que no.

—Entonces, transijamos.

—¿Transigir?

—Una reconciliación pública haría muy buen efecto. Mi posición se fortalecería y tú ganarías un ascenso.

Suti se lanzó contra Asher y le apretó la garganta.

—¡Revienta, basura!

Unos soldados sujetaron al enloquecido Suti para impedir que estrangulara al general, después le molieron a golpes.

Magnánimo, el general Asher no denunció a Suti. Comprendía la reacción de su agresor aunque se equivocara de culpable. En su lugar, él habría hecho lo mismo. Aquel comportamiento hablaba en su favor.

En cuanto regresó de Tebas, Pazair hizo todo lo que estaba en sus manos para liberar a Suti, detenido en el cuartel principal. Asher aceptaba incluso levantar las sanciones por insubordinación e insultos a su superior si el héroe dimitía del ejército.

—Acepta —aconsejó Pazair.

—Perdóname, olvidé mi promesa.

—Contigo soy siempre demasiado indulgente.

—No vencerás a Asher.

—Soy perseverante.

—Y él astuto.

—Olvida el ejército.

—La disciplina me disgusta. Tengo otros proyectos.

Pazair temía conocerlos.

—¿Me ayudarás a preparar un día de fiesta?

—¿Con qué motivo?

—Mi boda.

Los conjurados se reunieron en una granja abandonada. Todos se habían asegurado de que no les siguieran.

Desde que habían desvalijado la gran pirámide y robado los símbolos de la legitimidad del faraón, se habían limitado a observar. Los acontecimientos recientes les obligaban a tomar decisiones.

Sólo Ramsés el Grande sabía que su trono reposaba sobre arenas movedizas. En cuanto su poder se atenuara, tendría que celebrar la fiesta de la regeneración y, por lo tanto, confesar a la corte y al país que ya no poseía el testamento de los dioses.

—El rey resiste mejor de lo que habíamos supuesto.

—La paciencia es nuestra mejor arma.

—Transcurren los meses.

—¿Qué riesgo corremos? El faraón está atado de pies y manos. Toma medidas, endurece su actitud para con su propia administración, no puede confiar en nadie. Su carácter es firme, pero se desmorona; el hombre está condenado y es consciente de ello.

—Hemos perdido el hierro celeste y la azuela.

—Un error de cálculo.

—Yo tengo miedo. Deberíamos abandonar, restituir los objetos robados.

—¡Estúpido!

—No renunciaremos ahora que estamos tan cerca del objetivo.

—Egipto está en nuestras manos; mañana, el reino y sus riquezas nos pertenecerán, ¿habéis olvidado nuestro gran proyecto?

—Cualquier conquista supone sacrificios, y ésta más que cualquier otra. Ningún remordimiento debe detenernos. Algunos cadáveres al borde del camino no tienen importancia ante lo que vamos a realizar.

—El juez Pazair es un verdadero peligro. Nos hemos reunido a causa de su modo de proceder.

—Perderá el aliento.

—Desengañaos, es el más empecinado de los investigadores.

—No sabe nada.

—Ha dirigido su primer gran proceso de modo magistral. Algunas de sus intuiciones son temibles; ha acumulado elementos significativos y podría poner en peligro nuestra obra.

—Cuando llegó a Menfis estaba solo; ahora dispone de apoyos nada desdeñables. Si da un solo paso más en la dirección correcta, ¿quién podrá pararle? Deberíamos detener su ascenso.

—No es demasiado tarde.