CAPÍTULO 38

En Menfís todavía resonaban los ecos del proceso. Algunos ya consideraban al general Asher como el más abominable de los traidores, alababan el valor de Suti y la competencia del juez Pazair.

A éste le hubiera gustado consultar con Branir, pero la ley le impedía hablar con los jurados antes de que finalizara el caso. Declinó varias invitaciones de notables y se encerró en su casa. En menos de una semana, el cuerpo expedicionario regresaría con el cadáver del explorador asesinado por Asher. El general quedaría confundido y sería condenado a muerte. Suti obtendría un elevado cargo y, sobre todo la conspiración quedaría desmantelada y Egipto se salvaría de un peligro procedente, al mismo tiempo, del interior y del exterior. Aunque Chechi se escapara entre las mallas de la red, se habría conseguido el objetivo.

Pazair no había mentido a Neferet. Ni un solo instante dejaba de pensar en ella. Incluso durante el proceso su rostro se le imponía. Debía concentrarse en cada palabra para no sumirse en una ensoñación de la que ella era la única heroína.

El juez había confiado el hierro celeste y la azuela al decano del porche, que los había entregado en seguida al sumo sacerdote de Ptah. En colaboración con las autoridades religiosas, el magistrado tendría que averiguar su procedencia. Un detalle turbaba a Pazair: ¿por qué no habían denunciado el robo? La excepcional calidad del objeto y del material orientaba, en principio, las investigaciones hacia un rico y poderoso santuario, el único capaz de albergarlos.

Pazair había concedido tres días de descanso a Iarrot y Kem. El escribano se había apresurado a dirigirse a su domicilio, donde acababa de estallar un nuevo drama doméstico, su hija se negaba a comer legumbres y ya sólo devoraba pasteles. Iarrot le consentía el capricho, su esposa lo rechazaba.

El nubio no se alejó del despacho; no necesitaba descanso en absoluto y se consideraba responsable de la seguridad del juez. Aunque fuera intocable, se imponía la prudencia.

Cuando un sacerdote de cráneo afeitado quiso entrar en casa del juez, Kem se interpuso.

—Debo transmitir un mensaje al juez Pazair.

—Confiádmelo.

—A él y sólo a él.

—Aguardad.

Aunque el hombre fuera esmirriado y no llevara armas, el nubio experimentaba una sensación de malestar.

—Un sacerdote quiere hablar con vos. Sed prudente.

—¡Veis peligros por todas partes!

—Llevaos, por lo menos, al babuino.

—Como queráis.

Entró el sacerdote, Kem permaneció detrás de la puerta, el babuino, indiferente, cascó la nuez de una palmera.

—Juez Pazair, os esperarán mañana por la mañana, al amanecer, en la gran puerta del templo de Ptah.

—¿Quién desea verme?

—No tengo otro mensaje.

—¿Motivo?

—Os lo repito: no tengo otro mensaje. Afeitaos todos los pelos del cuerpo, absteneos de cualquier relación sexual y recogeos venerando a los antepasados.

—¡Soy juez y no pienso hacerme sacerdote!

—Sed puntual. Que los dioses os protejan.

Bajo la vigilancia de Kem, el barbero acabó de afeitar a Pazair.

—¡Ya estáis perfectamente liso y sois digno de tomar las órdenes! ¿Perderemos un juez para ganar un sacerdote?

—Simple medida de higiene. ¿No lo hacen, también, regularmente los notables?

—¡Y os habéis convertido en uno de ellos, es cierto! Lo prefiero así. En las callejas de Menfis sólo se habla de vos. ¿Quién se hubiera atrevido a atacar al omnipotente Asher? Hoy, las lenguas se desatan. Nadie le quería. Se murmura que ha torturado a algunos aspirantes.

Adulado ayer, pisoteado hoy, Asher veía cómo su destino se torcía en pocas horas. Circulaban los más sórdidos rumores sobre él. Pazair aprendió la lección: nadie estaba a salvo de la bajeza humana.

—Si no os hacéis religioso —supuso el barbero—, entonces vais, sin duda, a ver a una dama. A muchas les gustan los hombres bien afeitados, que parecen sacerdotes… ¡o que lo son! El amor no les está prohibido, es cierto, ¿pero no es excitante tratar con hombres que miran cara a cara a los dioses? Tengo aquí una loción a base de jazmín y de loto que he comprado al mejor fabricante de Menfis. Perfumará vuestra piel durante varios días.

Pazair aceptó. De ese modo el barbero haría correr por todas partes una información fundamental: el juez más intransigente de Menfis era también un coqueto amante. Quedaba por descubrir el nombre de la elegida.

Tras la marcha del charlatán, Pazair leyó un texto consagrado a Maat. Ella, venerable antecesora, era la fuente del gozo y de la armonía, hija de la luz, luz ella misma, actuaba en favor de lo que actuaba por ella.

Pazair le pidió que mantuviera la rectitud de su vida.

Poco antes del alba, mientras Menfis despertaba, Pazair se presentó ante la gran puerta de bronce del templo de Ptah. Un sacerdote le llevó a un lado del edificio, sumido en las tinieblas. Kem había desaconsejado ardientemente al juez que acudiera a la extraña convocatoria. A causa de su grado, no estaba habilitado para investigar en un templo. ¿Pero no desearía un religioso hacerle ciertas revelaciones sobre el robo del hierro celeste y de la azuela?

Pazair estaba conmovido. Penetraba en el templo por primera vez. Altos muros separaban del mundo profano el universo de los especialistas encargados de mantener la energía divina y hacerla circular para que no quebrara el vínculo entre la humanidad y las potencias creadoras. Ciertamente, el templo era también un centro económico, con sus talleres, sus panaderías, sus carnicerías, sus almacenes, donde trabajaban los mejores artesanos del reino. El primer patio a cielo abierto era accesible a los notables durante las grandes fiestas. Pero más allá comenzaba el dominio del misterio, el jardín de piedra donde el hombre no debía ya levantar la voz para poder escuchar la de los dioses.

El guía de Pazair siguió por el muro del recinto hasta una pequeña puerta provista de una rueda de cobre que servía de esclusa; los dos hombres la hicieron girar y provocaron una circulación de agua con la que se purificaron el rostro, las manos y los pies. El sacerdote pidió a Pazair que aguardara en la oscuridad, en el umbral de una columnata.

Algunos enclaustrados, vestidos de lino blanco, salieron de sus moradas construidas a orillas del lago del que tomaron agua para sus abluciones matinales. Fueron formándose en procesión y depositaron legumbres y pan en los altares, mientras el sumo sacerdote, actuando en nombre del faraón[53], encendía una lámpara, rompía el sello de la naos donde reposaba la estatua del dios, vertía incienso y pronunciaba, al mismo tiempo que los demás sumos sacerdotes que llevaban a cabo igual rito en todos los templos de Egipto, la fórmula «Despierta en paz».

En una de las salas del templo interior se habían reunido nueve hombres. El visir, el portador de la Regla, el superintendente de la Doble Casa blanca[54], el encargado de los canales y director de las mansiones del agua, el superintendente de los escritos, el superintendente de los campos, el director de las misiones secretas, el escriba del catastro y el intendente del rey formaban el consejo de los nueve amigos de Ramsés el Grande. Cada mes, se consultaban en aquel lugar secreto, lejos de sus despachos y de su personal. En la paz del santuario gozaban de la serenidad necesaria para la reflexión. Su tarea les parecía cada vez más abrumadora desde que el faraón había dado órdenes insólitas, como si el imperio estuviera en peligro. Cada uno de ellos, en su servicio, debía proceder a una inspección sistemática para asegurarse de la honestidad de sus colaboradores de más rango. Ramsés había exigido resultados rápidos. Irregularidades y laxismo debían ser perseguidos con la mayor energía, y los funcionarios incompetentes despedidos. Cada uno de los nueve amigos, en sus entrevistas con el faraón, había visto al soberano preocupado, inquieto incluso.

Tras una noche de fructíferas conversaciones, los nueve hombres se separaron. Un sacerdote murmuró algunas palabras al oído de Bagey, que se dirigió hacia el umbral de la sala de las columnas.

—Gracias por haber venido, juez Pazair. Soy el visir.

Pazair, impresionado por la majestad del lugar, todavía lo estuvo más ante aquel encuentro. Él, un ínfimo juez de Menfis, gozaba el inmenso privilegio de hablar cara a cara con el visir Bagey, cuya legendaria severidad asustaba a toda la jerarquía.

Más alto que Pazair, con el rostro largo y austero, Bagey tenía una voz velada, algo ronca. Su tono era frío, casi cortante.

—Quería veros aquí para que nuestra entrevista permaneciera en secreto. Si lo consideráis contrario a la ley, retiraos.

—Os escucho.

—¿Sois consciente de la importancia del proceso que dirigís?

—El general Asher es un gran personaje, pero creo haber demostrado su felonía.

—¿Estáis convencido?

—El testimonio de Suti es incontestable.

—¿No es vuestro mejor amigo?

—Es cierto, pero esta amistad no va a influir en mi sentencia.

—La falta sería imperdonable.

—Los hechos me parecen demostrados.

—¿No deben decidirlo los jurados?

—Me inclinaré ante su decisión.

—Atacando al general Asher, ponéis en cuestión toda la política de defensa en Asia. La moral de nuestras tropas quedará afectada.

—Si la verdad no hubiera sido descubierta, el país habría corrido un peligro mucho mayor.

—¿Han intentado dificultar vuestra investigación?

—El ejército ha sembrado de trampas mi camino, y estoy seguro de que se han cometido asesinatos.

—¿El quinto veterano?

—Los cinco veteranos fueron suprimidos de modo violento, tres en Gizeh y los dos supervivientes en su aldea. Estoy convencido. Al decano del porche le corresponde proseguir la instrucción pero…

—¿Pero qué?

Pazair vaciló. Estaba frente al visir. Hablar a la ligera le resultaría fatal, ocultar su pensamiento equivalía a mentir. Quienes habían intentado engañar a Bagey no pertenecían ya a su administración.

—Pero no tengo la sensación de que vaya a hacerlo con la tenacidad necesaria.

—¿Estáis acusando de incompetencia al más alto magistrado de Menfis?

—Tengo la sensación de que ya no le atrae el combate contra las tinieblas. Su experiencia le hace presentir tantas consecuencias inquietantes que prefiere permanecer apartado y no aventurarse por un sendero peligroso.

—La crítica es severa. ¿Le creéis corrompido?

—Sólo vinculado a personajes importantes a los que no desea contrariar.

—Nos hallamos muy alejados de la justicia.

—No es así como yo la entiendo, en efecto.

—Si el general Asher es condenado, apelará.

—Está en su derecho.

—Sea cual sea el veredicto, el decano del porche no os apartará del caso y os solicitará que prosigáis la inspección en los puntos oscuros.

—Permitid que lo dude.

—Hacéis mal, porque yo se lo habré ordenado. Quiero que todo salga a la luz, juez Pazair.

—Suti está de vuelta desde ayer por la noche —dijo Kem a Pazair.

El juez quedó estupefacto.

—¿Por qué no ha venido?

—Lo requieren en el cuartel.

—¡Es ilegal!

Pazair corrió hacia el cuartel central, donde fue recibido por el escriba que había mandado el destacamento.

—Exijo explicaciones.

—Fuimos todos al escenario del drama. El teniente Suti reconoció el lugar, pero buscamos en vano el cadáver del explorador. He considerado prudente arrestar al teniente Suti.

—Es una decisión inaceptable mientras no haya concluido el proceso en curso.

El escriba reconoció el fundamento de la observación. Suti fue liberado en seguida.

Los dos amigos se dieron un abrazo.

—¿Has sufrido malos tratos?

—Ninguno. Mis compañeros de camino estaban convencidos de la culpabilidad de Asher; el fracaso les ha desesperado. Incluso la gruta ha sido devastada para borrar cualquier huella.

—Y, sin embargo, habíamos mantenido el secreto.

—Asher y sus partidarios habían tomado sus precauciones. Soy tan ingenuo como tú, Pazair; nosotros dos no podremos vencerles.

—En primer lugar, el proceso no se ha perdido; por lo tanto, dispongo de plenos poderes.

El proceso continuó a la mañana siguiente. Pazair llamó a Suti.

—Relatad vuestra expedición al lugar del crimen.

—En presencia de testigos juramentados, comprobé la desaparición del cadáver. Hombres de ingeniería han destrozado el lugar.

—Grotesco —estimó Asher—. El teniente inventó una fábula e intenta justificarla.

—¿Mantenéis vuestras acusaciones, teniente Suti?

—Vi, efectivamente, cómo el general Asher torturaba y asesinaba a un egipcio.

—¿Dónde está el cuerpo? —preguntó con ironía el acusado.

—¡Vos lo habéis hecho desaparecer!

—¿Yo, general del ejército de Asia, he actuado como el más vil de los malhechores? ¿Quién va a creeros? Existe otra versión de los hechos: ¿no os habréis librado de vuestro oficial de carro porque sois cómplice de los beduinos? ¿Y si el criminal fuerais vos y desearais acusar a otro para quedar libre? A falta de pruebas, la maniobra se vuelve contra su autor. Por eso exijo que seáis sancionado.

Suti apretó los puños.

—Sois culpable y lo sabéis. ¿Cómo os atrevéis a dar una enseñanza a la élite de nuestras tropas cuando habéis matado a uno de vuestros hombres y habéis hecho caer en emboscadas a vuestros propios soldados?

Asher habló con una voz apagada.

—Los jurados valorarán estas fabulaciones cada vez más delirantes. ¡Pronto seré considerado el exterminador del ejército egipcio!

La sonrisa burlona del general conquistó a la concurrencia.

—Suti habla bajo juramento —recordó Pazair—, y vos habéis reconocido sus cualidades de soldado.

—El heroísmo se le ha subido a la cabeza.

—La desaparición del cadáver no suprime el testimonio del teniente.

—Admitiréis, juez Pazair, que atenúa considerablemente su alcance. También yo hablo bajo juramento. ¿Vale mi palabra menos que la de Suti? Si asistió, efectivamente, a un crimen, se equivoca de asesino. Si acepta presentar ahora mismo excusas públicas, consentiré en olvidar su locura pasajera.

El juez se dirigió al demandante.

—Teniente Suti, ¿aceptáis esta proposición?

—Al salir del avispero donde estuve a punto de morir, me juré hacer condenar al más despreciable de los hombres. Asher es hábil, alimenta la duda y la sospecha. Ahora me propone renegar. Pero proclamaré la verdad hasta mi último aliento.

—Frente a la ciega intransigencia de un soldado que ha perdido la razón, yo, general y portaestandarte del rey, afirmo mi inocencia.

Suti tuvo ganas de arrojarse sobre el general y agarrarle por la garganta. Una fija mirada de Pazair le disuadió.

—¿Desea intervenir alguno de los presentes?

La concurrencia permaneció muda.

—Siendo así, invito a los jurados a deliberar.

El jurado se reunió en una sala de palacio. El juez presidió los debates en los que no tenía derecho a intervenir en uno u otro sentido. Su papel se limitaba a dar la palabra, a evitar los enfrentamientos y a mantener la dignidad del tribunal.

Mentmosé fue el primero que habló, con objetividad y moderación.

Se aportaron algunas precisiones a su discurso, cuyas conclusiones fueron aceptadas sin grandes modificaciones. Menos de dos horas más tarde, Pazair leyó el veredicto, del que Iarrot tomó nota.

—El dentista es considerado culpable de falso testimonio. Dada la poca gravedad de su mentira pronunciada y su brillante pasado de facultativo, y considerando su edad, Qadash es condenado a ofrecer al templo un buey bien cebado y cien sacos de grano al cuartel de veteranos que turbó con su intempestiva presencia.

El dentista, aliviado, se golpeó las rodillas.

—¿El dentista Qadash desea apelar y rechaza la sentencia?

El interpelado se levantó.

—La acepto, juez Pazair.

—No hay cargos contra el químico Chechi.

El hombre del bigotito negro no reaccionó. En su rostro ni siquiera apareció una sonrisa.

—El general Asher es considerado culpable de dos faltas administrativas, sin consecuencias para el buen funcionamiento del ejército de Asia. Además, las excusas invocadas se consideran válidas. Se le dirige pues una simple advertencia para que no se vuelvan a producir semejantes faltas de atención. Los jurados estiman que el asesinato no ha podido ser probado de modo formal y definitivo. El general no puede pues ser considerado, hoy, traidor ni criminal, pero el testimonio del teniente Suti no puede calificarse de difamatorio. Puesto que los jurados no han podido pronunciarse definitivamente, dada la oscuridad que rodea varios hechos esenciales, el tribunal solicita que se prolongue la investigación para que la verdad se conozca lo antes posible.