CAPÍTULO 37

El proceso se abrió, de acuerdo con la fórmula ritual, «ante la puerta de la justicia, en el lugar donde se escuchan las demandas de todos los demandantes, para distinguir la verdad de la mentira, en ese gran lugar donde se protege a los débiles para salvarlos de los poderosos»[52]. Adosado al pilono del templo de Ptah, el tribunal de justicia había sido ampliado para recibir a gran número de dignatarios y gentes del pueblo, curiosos ante el acontecimiento.

El juez Pazair, asistido por su escriba, estaba al fondo de la sala. A su derecha, el jurado. Se componía de Mentmosé, jefe de la policía, la señora Nenofar, Branir, Bel-Tran, un sacerdote del templo de Ptah, una sacerdotisa del templo de Hator, un propietario rural y un carpintero. La presencia de Branir, a quien algunos consideraban un sabio, probaba la gravedad de la situación. El decano del porche estaba sentado a la izquierda de Pazair. Como representante de la jerarquía, garantizaba la regularidad de los debates. Los dos magistrados, vestidos con una larga túnica de lino blanco y tocados con una sobria peluca a la antigua, habían desenrollado ante sí un papiro que cantaba la gloria de la edad de oro en la que Maat, la armonía del universo, reinaba sin discusión.

—Yo, juez Pazair, declaro abierto este proceso que opone al demandante, el teniente de carros Suti, al acusado, el general Asher, portaestandarte a la diestra del rey e instructor de los oficiales del ejército de Asia.

Brotaron algunos rumores. Si el lugar no hubiera sido tan austero, muchos habrían creído que era una broma.

—Llamo al teniente Suti.

El héroe impresionó a la muchedumbre. Apuesto, seguro de sí, no parecía un iluminado o un soldado perdido enemistado con su jefe.

—¿Os comprometéis, por juramento, a decir la verdad ante este tribunal?

Suti leyó la fórmula que le presentaba el escribano.

—Como Amón es perdurable y como el faraón es perdurable, que viva, prospere y sea coherente, él cuyo poder es más terrible que la muerte, juro decir la verdad.

—Formulad vuestra demanda.

—Acuso al general Asher de fechoría, alta traición y asesinato.

A la concurrencia le costó contener su asombro, se elevaron algunas protestas.

El decano del porche intervino.

—Por respeto a la diosa Maat, exijo silencio durante los debates; el que lo viole será expulsado inmediatamente y condenado a una elevada multa.

La advertencia fue eficaz.

—Teniente Suti —dijo Pazair—, ¿tenéis pruebas?

—Existen.

—De acuerdo con la ley —indicó el juez—, he llevado a cabo una encuesta que me ha permitido descubrir cierto número de hechos extraños que considero vinculados a la acusación principal. Formulo pues la hipótesis de una conspiración contra el Estado y una amenaza para la seguridad del país.

La tensión aumentó. Los notables que veían por primera vez a Pazair se asombraron ante la gravedad de un hombre tan joven, la firmeza de su actitud y el peso de su palabra.

—Llamo al general Asher.

Por ilustre que fuera, Asher estaba obligado a comparecer. La ley no autorizaba ni sustituciones ni representaciones. Aquel hombre bajo, con rostro de roedor, avanzó y prestó juramento. Llevaba atavío de campaña, paño corte, grebas y cota de mallas.

—General Asher, ¿qué respondéis a vuestro acusador?

—El teniente Suti, a quien yo mismo nombré para su puesto, es un hombre valiente. Le condecoré con la mosca de oro. Durante la última campaña de Asia llevó a cabo varias acciones brillantes y merece ser reconocido como un héroe. Le considero un arquero de élite, uno de los mejores de nuestro ejército. Sus acusaciones no son fundadas. Las rechazo. Sin duda, se trata de un extravío pasajero.

—¿Os consideráis pues inocente?

—Lo soy.

Suti se sentó al pie de una columna, frente al juez, a pocos metros de él; Asher tomó la misma postura, al otro lado, cerca de los jurados que observarían así, con facilidad, su comportamiento y las expresiones de su rostro.

—El papel de este tribunal —precisó Pazair— es establecer la realidad de los hechos. Si el crimen se demuestra, el asunto será remitido al tribunal del visir. Llamo al dentista Qadash.

Qadash, nervioso, prestó juramento.

—¿Os reconocéis culpable de una tentativa de robo en un laboratorio del ejército dirigido por el químico Chechi?

—No.

—¿Cómo explicáis vuestra presencia en el lugar?

—Iba a comprar cobre de primera calidad. La transacción no se realizó.

—¿Quién os había hablado de este metal?

—El responsable del cuartel.

—Es falso.

—Lo afirmo, yo…

—El tribunal dispone de su declaración escrita. En este punto, habéis mentido. Además, acabáis de reiterar la mentira tras haber prestado juramento, habéis cometido pues un delito de falso testimonio.

Qadash dio un respingo. Un jurado severo le condenaría a trabajos forzados en las minas. Uno indulgente, a una temporada de trabajos campesinos.

—Pongo en duda vuestras precedentes respuestas —prosiguió Pazair—, y repito mi pregunta: ¿quién os habló de la existencia y el emplazamiento del metal precioso?

Inmóvil, Qadash permaneció con la boca abierta.

—¿Fue el químico Chechi?

El dentista, lacrimoso, se derrumbó. A una señal de Pazair, el escribano le acompañó a su lugar.

—Llamo al químico Chechi.

Por un instante, Pazair creyó que el sabio de la triste figura y el bigote negro no comparecería. Pero se había mostrado razonable, según la expresión del jefe de policía.

El general pidió la palabra.

—Permitidme que me asombre. ¿No se tratará de otro proceso?

—A mi entender, estas personas no son ajenas al asunto que nos ocupa.

—Ni Qadash ni Chechi han servido a mis órdenes.

—Paciencia, general.

Asher, contrariado, miró al químico por el rabillo del ojo. Parecía relajado.

—¿Trabajáis efectivamente para el ejército en un laboratorio de investigaciones con el fin de perfeccionar el armamento?

—Sí.

—En realidad, ocupáis dos funciones: una oficial y a la luz del día en un laboratorio de palacio, otra mucho más discreta en un lugar oculto en el interior de un cuartel.

Chechi se limitó a hacer una señal con la cabeza.

—A consecuencia de una tentativa de robo, cuyo autor fue el dentista Qadash, trasladasteis vuestra instalación, aunque sin presentar denuncia.

—La discreción me obligó a ello.

—Especialista en aleaciones de metales y procedimientos de fundición, recibís los materiales del ejército, los almacenáis y lo anotáis en un inventario.

—Naturalmente.

—¿Por qué ocultáis lingotes de hierro celeste, reservado a usos litúrgicos, y una azuela del mismo metal?

La pregunta dejó pasmada a la concurrencia. Ni el metal ni el objeto salían de la esfera sacra del templo. Robarlos se condenaba con la pena capital.

—Ignoro la existencia de ese tesoro.

—¿Cómo justificáis su presencia en vuestro local?

—Malevolencia.

—¿Tenéis enemigos?

—Haciéndome condenar, se interrumpirían mis investigaciones y se perjudicaría a Egipto.

—No sois de origen egipcio sino beduino.

—Lo había olvidado.

—Mentisteis al vigilante de los laboratorios afirmando que habíais nacido en Menfis.

—Nos entendimos mal. Quería decir que me sentía por completo menfita.

—El ejército comprobó, como es debido, y corroboró vuestra afirmación. ¿No estaba el servicio de verificación bajo vuestra responsabilidad, general Asher?

—Es posible —murmuró el interpelado.

—Por lo tanto, avalasteis una mentira.

—Yo no, algún funcionario colocado bajo mis órdenes.

—La ley os hace responsable de los errores de vuestros subordinados.

—Lo admito, ¿pero quién va a sancionar semejante menudencia? Los escribas se equivocan cada día al redactar sus informes. Además, Chechi se ha convertido en un verdadero egipcio. Su profesión demuestra la confianza que se le otorgó y de la que se ha mostrado digno.

—Hay otra versión de los hechos. Conocíais a Chechi desde hace mucho tiempo; vuestro encuentro se remonta a vuestras primeras campañas en Asia. Sus dotes de químico os interesaron; le facilitasteis la entrada en territorio egipcio, borrasteis su pasado y organizasteis su carrera en el armamento.

—Puras especulaciones.

—El hierro celeste no lo es. ¿A qué lo destinabais y por qué se lo procurasteis a Chechi?

—Pura fábula.

Pazair se volvió hacia los jurados.

—Os ruego que toméis nota de que Qadash es libio y Chechi beduino de origen libio. Creo en la complicidad de estos dos hombres y en sus vínculos con el general Asher. Están confabulados desde hace mucho tiempo y pensaban dar un paso decisivo utilizando el hierro celeste.

—Eso es sólo lo que vos pensáis —objetó el general—. No tenéis ninguna prueba.

—Admito que sólo he establecido tres hechos reprensibles: el falso testimonio de Qadash, la falsa declaración de Chechi y la ligereza administrativa de vuestros servicios.

El general, arrogante, se cruzó de brazos. Hasta ahora, el juez estaba poniéndose en ridículo.

—Segundo aspecto de mi investigación —prosiguió Pazair—: el asunto de la gran esfinge de Gizeh. Según un documento oficial firmado por el general Asher, los cinco veteranos que formaban la guardia de honor del monumento perecieron en un accidente. ¿Lo confirmáis?

—Puse, efectivamente, mi sello.

—La versión de los hechos no corresponde a la realidad.

Asher, turbado, descruzó los brazos.

—El ejército pagó los funerales de esos infelices.

—Con tres de ellos, el guardián en jefe y sus dos colegas que habitaban en el delta, no pude establecer la causa exacta de la muerte; los dos últimos habían sido jubilados y enviados a la región tebana. Estaban pues vivos tras el supuesto accidente mortal.

—Es muy extraño —reconoció Asher—. ¿Podremos escucharlos?

—Los dos murieron. El cuarto veterano fue víctima de un accidente; ¿pero no le empujaron para que cayera en su horno de pan? El quinto, aterrorizado, se ocultaba disfrazado de barquero. Murió ahogado o, más exactamente, asesinado.

—Si me permite una objeción —declaró el decano del porche—. Según el informe que ha llegado a mi despacho, el policía local defiende el accidente.

—De cualquier modo, dos de los cinco veteranos no murieron al caer de la esfinge, como el general Asher quería hacer creer. Además, el barquero tuvo tiempo de hablar conmigo antes de morir. Sus camaradas habían sido atacados y asesinados por un grupo compuesto de varios hombres y una mujer. Hablaban en una lengua extranjera. Ésa es la verdad que ocultaba el informe del general.

El decano del porche frunció las cejas. Aunque detestaba a Pazair, no ponía en duda la palabra de un juez pronunciada en plena audiencia y que aportaba un hecho nuevo de espantosa gravedad. Incluso Mentmosé se sintió conmovido; el verdadero proceso comenzaba.

El militar se defendió con vehemencia.

—Firmo cada día muchos informes sin verificar personalmente los hechos, y me ocupo muy poco de los veteranos.

—A los jurados les interesará saber que el laboratorio de Chechi, donde estaba la caja que contenía el hierro, se hallaba en un cuartel de veteranos.

—No importa —consideró Asher, irritado—. El accidente fue comprobado por la policía militar y, simplemente, firmé el acta administrativa para que se organizaran los funerales.

—¿Negáis, bajo juramento, haber sido informado de la agresión contra la guardia de honor de la esfinge?

—Lo niego. Y niego también cualquier responsabilidad, directa o indirecta, en la muerte de aquellos cinco infelices. No sabía nada del drama y de sus consecuencias.

El general se defendía con una convicción que le ganaría el favor de la mayoría de los miembros del jurado. Ciertamente, el juez sacaba a la luz una tragedia, pero a Asher sólo se le reprocharía otra falta administrativa y no uno o varios crímenes de sangre.

—Sin poner en cuestión las rarezas de este caso —intervino el decano del porche—, pienso que será indispensable una investigación complementaria. ¿Pero no sería mejor dudar de las declaraciones del quinto veterano? ¿No habrá inventado una fábula para impresionar al juez?

—Pocas horas más tarde, había muerto —recordó Pazair.

—Una triste coincidencia.

—Si fue efectivamente asesinado, alguien quiso impedir que siguiera hablando y compareciese ante este tribunal.

—Aun admitiendo vuestra teoría —indicó el general—, ¿en qué me afecta eso? Si lo hubiera comprobado, habría advertido, como vos, que la guardia de honor no había desaparecido en un accidente. Por aquel entonces, estaba preparando la campaña de Asia; esta tarea prioritaria me absorbía.

Pazair había esperado, sin creer demasiado en ello, que el militar sería menos dueño de sus nervios, pero conseguía rechazar los asaltos y esquivar los argumentos más incisivos.

—Llamo a Suti.

El teniente se levantó, grave.

—¿Mantenéis vuestras acusaciones?

—Las mantengo.

—Explicaos.

—Durante mi primera misión en Asia, tras la muerte de mi oficial, asesinado en una emboscada, vagabundeé por una región poco segura para reunirme con el regimiento del general Asher. Creí que me había perdido cuando fui testigo de una horrible escena. Un soldado egipcio fue torturado y asesinado a pocos metros de mí; yo estaba demasiado agotado para ayudarle, y sus agresores eran numerosos. Un hombre dirigió los interrogatorios y, luego, le degolló con ferocidad. Ese criminal, ese traidor a su patria, es el general Asher.

El acusado permaneció imperturbable.

Conmovida, la concurrencia contuvo el aliento. El rostro de los jurados se había ensombrecido bruscamente.

—Estas escandalosas palabras están desprovistas de cualquier fundamento —declaró Asher con una voz casi serena.

—Negar no basta. ¡Yo os vi, asesino!

—Mantened la calma —ordenó el juez—. Este testimonio demuestra que el general Asher colabora con el enemigo. Por eso no hay modo de coger al rebelde libio Adafi. Su cómplice le advierte de antemano del desplazamiento de nuestras tropas y prepara con él una invasión de Egipto. La culpabilidad del general permite suponer que no es inocente en el asunto de la esfinge; ¿hizo matar a los cinco veteranos para probar las armas fabricadas por Chechi? Sin duda, una investigación complementaria lo demostrará relacionando entre sí los distintos elementos que he expuesto.

—Mi culpabilidad no se ha probado en absoluto —consideró Asher.

—¿Ponéis en duda la palabra del teniente Suti?

—Le creo sincero, pero se equivoca. Según su propio testimonio, ya no le quedaban fuerzas. Sin duda, sus ojos le engañaron.

—Los rasgos del asesino se grabaron en mi mente —afirmó Suti—, y me juré encontrarle. Entonces ignoraba que se trataba del general Asher. Le identifiqué en nuestro primer encuentro, cuando me felicitó por mis hazañas.

—¿Habíais enviado exploradores a territorio enemigo? —preguntó Pazair.

—Naturalmente —respondió Asher.

—¿Cuántos?

—Tres.

—¿Sus nombres fueron inscritos en el servicio de los países extranjeros?

—Es la norma.

—¿Regresaron vivos de la última campaña?

El general se turbó por primera vez.

—No, uno de ellos ha desaparecido.

—El que vos matasteis con vuestras propias manos porque había comprendido vuestro papel.

—Es falso. No soy culpable.

Los jurados advirtieron que su voz temblaba.

—Vos, que estáis cargado de honores, que educáis a los oficiales, habéis traicionado a vuestro país del modo más innoble. Es hora de confesar, general.

La mirada de Asher se perdió en la lejanía. Esta vez estaba a punto de ceder.

—Suti se equivocó.

—Mandadme inmediatamente al lugar, en compañía de oficiales y escribas —propuso el teniente—. Reconoceré el lugar donde enterré al infeliz. Traeremos sus despojos, será identificado y le daremos una sepultura digna.

—Ordeno una expedición inmediata —declaró Pazair—. El general Asher permanecerá detenido en el cuartel principal de Menfis, custodiado por la policía. Tendrá prohibido el contacto con el exterior hasta que Suti regrese, entonces continuaremos el proceso y los jurados darán su veredicto.