CAPÍTULO 36

Bravo no se acostumbraba a la presencia del babuino bajo su techo pero, puesto que su dueño lo toleraba, no manifestó animosidad alguna. Kem, taciturno, se limitó a observar que aquel proceso era una locura. Fuera cual fuese su audacia, Pazair era demasiado joven en la profesión para conseguirlo. Aun percibiendo la reprobación del nubio, el juez no dejó de aguzar sus armas, mientras el escribano le proporcionaba formularios y archivos, debidamente verificados. El decano del porche explotaría cualquier imperfección formal.

La intrusión del médico en jefe Nebamon pareció muy indiscreta. Elegante, tocado con una peluca perfumada, se mostraba contrariado.

—Me gustaría hablaros a solas.

—Estoy muy ocupado.

—Es urgente.

Pazair abandonó un papiro que relataba el proceso de un hombre acusado de haber explotado, en nombre del rey, tierras que no le pertenecían; pese a su posición en la corte, o mejor gracias a ella, había sido desposeído de sus bienes y condenado al exilio. Un procedimiento de apelación no había modificado las cosas.

Los dos hombres caminaron por una tranquila calleja, al abrigo del sol. Unas niñas jugaban a las muñecas; pasó un asno, cargado con cestos de legumbres; un anciano dormía en el umbral de su casa.

—No nos hemos comprendido, querido Pazair.

—Siento, como vos, que Sababu siga ejerciendo su culpable profesión, pero ningún texto legal autoriza a inculparla. Paga sus impuestos y no altera el orden público. Me han dicho, incluso, que algunos médicos famosos frecuentan su casa de cerveza.

—¿Y Neferet? ¡Os había pedido que la amenazarais!

—Y os prometí hacer lo que estuviera en mis manos.

—¡Brillante resultado! Uno de mis colegas tebanos estaba a punto de darle un puesto en el hospital de Deir el-Bahari. Afortunadamente, intervine a tiempo. ¿Sabéis que está haciendo sombra a reputados facultativos?

—¿Reconocéis pues su competencia?

—Por más dotada que esté, Neferet es una marginal.

—No es ésa mi impresión.

—Lo que vos penséis me es indiferente. Cuando se desea hacer carrera, es preciso doblegarse ante las directrices de los hombres influyentes.

—Tenéis razón.

—Acepto daros una última oportunidad, pero no me decepcionéis.

—No la merezco.

—Olvidad el fracaso y actuad.

—Estoy haciéndome algunas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre mi carrera.

—Seguid mis consejos, y no tendréis que preocuparos más.

—Me limitaré a ser juez.

—No comprendo…

—No sigáis molestando a Neferet.

—¿Os habéis vuelto loco?

—Y no toméis a la ligera mi advertencia.

—¡Vuestro comportamiento es estúpido, Pazair! Os equivocáis al apoyar a una joven condenada al más doloroso de los fracasos. Neferet no tiene porvenir; quien se una a su suerte será barrido.

—El rencor os nubla el cerebro.

—¡Nadie me ha hablado nunca en ese tono! Exijo excusas.

—Intento ayudaros.

—¿Ayudarme, a mí?

—Advierto que os deslizáis hacia la decadencia.

—¡Lamentaréis vuestras palabras!

Denes vigilaba la descarga de un barco de mercancías. Los marinos se apresuraban pues debían zarpar de nuevo hacia el sur a la mañana siguiente, para aprovechar las buenas corrientes. La carga de muebles y especias se dirigía hacia un nuevo almacén que el transportista acababa de comprar. Pronto absorbería a uno de sus más feroces competidores y vería crecer su imperio, que legaría a sus dos hijos. Gracias a las relaciones de su esposa, consolidaba día tras día sus vínculos con la alta administración y no encontraba obstáculos a su expansión.

El decano del porche no solía pasear por los muelles. Andando con la ayuda de un bastón, a consecuencia de un ataque de gota, el magistrado se acercó a Denes.

—No os quedéis aquí, van a empujaros.

Denes tomó del brazo al decano y le llevó hacia la parte del almacén, donde el trabajo ya estaba concluido.

—¿Por qué esta visita?

—Se prepara un drama.

—¿Y estoy mezclado en él?

—No, pero tenéis que ayudarme a evitar el desastre. Pazair preside mañana el tribunal. No he podido negarle la celebración de un proceso que ha requerido de acuerdo con las normas.

—¿Quién es el acusado?

—Ha guardado secreto sobre el acusado y sobre el acusador. Según los rumores, afecta a la seguridad del Estado.

—Los rumores divagan. ¿Cómo puede un juez tan pequeño encargarse de un expediente de tamaña magnitud?

—Bajo su reservado aspecto, Pazair es un verdadero ariete. Carga en línea recta y ningún obstáculo puede detenerle.

—¿Os sentís inquieto?

—Este juez es peligroso. Cumple su función como si fuera una misión sagrada.

—¡Habéis conocido a otros del mismo tipo! Pronto se embotaron.

—Éste es más sólido que el granito. Ya tuve ocasión de comprobarlo; resiste de un modo anormal. En su lugar, un joven juez preocupado por su carrera habría retrocedido. Creedme, es un nido de problemas.

—Sois pesimista.

—Esta vez no.

—¿En qué puedo seros útil?

—Me corresponde designar dos jurados, porque he aceptado que Pazair juzgue en el porche. He elegido a Mentmosé, cuyo sentido común nos será indispensable. Con vos, me sentiré tranquilo.

—Mañana, imposible: debo verificar pieza a pieza una carga de vasos preciosos, pero mi esposa lo hará de maravilla.

El propio Pazair llevó la convocatoria a Mentmosé.

—Habría podido enviárosla con mi escribano, pero nuestras relaciones amistosas me imponen una mayor cordialidad.

El jefe de la policía no invitó a sentarse al juez.

—Chechi comparecerá como testigo —prosiguió Pazair—. Como sólo vos sabéis dónde se halla, llevadlo al tribunal. De lo contrario, nos veríamos obligados a hacerlo buscar por las fuerzas de policía.

—Chechi es un hombre razonable, si vos lo fuerais, renunciaríais a este proceso.

—El decano del porche ha considerado que podría sostenerse.

—Termináis con vuestra carrera.

—Eso preocupa a muchos últimamente; ¿debo preocuparme?

—Cuando se haya consumado vuestro fracaso, Menfis se reirá de vos y os veréis obligado a dimitir.

—Si sois designado jurado, no os neguéis a oír la verdad.

—¿Jurado, yo? —se extrañó Bel-Tran—. Jamás había pensado…

—Se trata de un proceso muy importante, de consecuencias imprevisibles.

—¿Es una obligación?

—De ningún modo; el decano del porche designa dos jurados, yo otros dos, y cuatro son elegidos entre los notables que han actuado ya.

—Os confieso mi inquietud. Participar en una decisión de justicia me parece más difícil que vender papiro.

—Deberéis pronunciaros sobre el destino de un hombre.

Bel-Tran reflexionó largo rato.

—Vuestra confianza me emociona. Acepto.

Suti hizo el amor con una rabia que sorprendió a Pantera, acostumbrada, sin embargo, al ardor de su amante. Insaciable, no podía separarse de ella, la cubría de besos y recorría con obstinación los caminos de su cuerpo. Lasciva, la muchacha supo mostrarse tierna después de la tormenta.

—Tu violencia es la de un viajero a punto de partir. ¿Qué me ocultas?

—Mañana es el proceso.

—¿Lo temes?

—Preferiría una pelea con los puños desnudos.

—Tu amigo me da miedo.

—¿Qué puedes temer de Pazair?

—No salvará a nadie, si la ley lo exige.

—¿Le has traicionado, sin decírmelo?

Ella le tumbó de espaldas y se tendió sobre él.

—¿Cuándo dejarás de sospechar de mí?

—Nunca. Eres una fiera hembra, la más peligrosa de las especies, y me has prometido mil muertes.

—Tu juez es más temible que yo.

—Me ocultas algo.

Ella se dejó caer a un lado, alejándose de su amante.

—Tal vez.

—Te he interrogado mal.

—Y, sin embargo, sabes lograr que mi cuerpo hable.

—Pero mantienes tu secreto.

—¿Tendría, de lo contrario, valor para ti?

Suti se arrojó sobre ella inmovilizándola.

—¿Has olvidado que eres mi prisionera?

—Cree lo que te plazca.

—¿Cuándo huirás?

—En cuanto sea una mujer libre.

—La decisión es mía. Yo debo declararte como tal en el servicio de inmigración.

—¿Y a qué esperas?

—Voy en seguida.

Suti se vistió apresuradamente con su más hermoso paño y se puso al cuello el collar adornado con la mosca de oro.

Entró en el despacho cuando el funcionario se disponía a salir, mucho antes de la hora de cierre.

—Volved mañana.

—Ni hablar.

El tono de Suti era amenazador. La mosca de oro indicaba que el joven de recio aspecto era un héroe, y los héroes tenían la violencia fácil.

—¿Qué deseáis?

—El fin de la libertad condicional de la libia Pantera, que me fue atribuida en la última campaña de Asia.

—¿Garantizáis su moralidad?

—Es perfecta.

—¿Qué tipo de empleo desea?

—Ya ha trabajado en una granja.

Suti llenó el formulario, lamentando no haber hecho el amor con Pantera por última vez; sus futuras amantes tal vez no la igualaran. Antes o después habría sucedido; mejor era cortar los vínculos antes de que resultaran demasiado fuertes.

Mientras regresaba a su casa, rememoró ciertas justas amorosas que bien valían las hazañas de los mayores conquistadores. Pantera le había enseñado que el cuerpo de una mujer era un paraíso poblado de móviles paisajes y que el placer del descubrimiento se renovaba por sí mismo.

La casa estaba vacía. Suti lamentó su precipitación. Le hubiera gustado pasar la noche con ella, antes del proceso, olvidar los combates del día siguiente, saciarse de su perfume. Se consolaría con vino añejo.

—Llena otra copa —dijo Pantera abrazándole por detrás.

Qadash rompió los instrumentos de cobre y los arrojó contra las paredes de su consulta dental, que había devastado a puntapiés. Al recibir la convocación del tribunal, una locura destructora se había apoderado de él.

Sin el hierro celeste, nunca más podría operar. Su mano temblaba demasiado. Con el metal milagroso habría actuado como un dios y habría recuperado la juventud y la plenitud del gesto. ¿Quién seguiría respetándole, quién alabaría sus méritos? Hablarían de él en pasado.

¿Podía retrasar su decadencia? Tenía que luchar, rechazar la decrepitud. Ante todo, reducir a la nada las sospechas del juez Pazair. ¿Por qué no tendría su fuerza, su entusiasmo, su determinación? Hacer de él un aliado era quimérico. El joven magistrado caería, y su justicia con él.

Faltaban pocas horas para el comienzo del proceso.

Pazair paseaba por la orilla con Bravo y Viento del Norte. Gratificados con un largo paseo al crepúsculo, tras una abundante cena, el perro y el asno jugueteaban sin perder de vista a su dueño. Viento del Norte marchaba en cabeza y elegía el camino.

Fatigado, el juez se interrogaba. ¿No se habría engañado, no habría quemado las etapas, no se habría metido en un sendero que llevaba al abismo? Desagradables pensamientos, en verdad. La justicia seguiría su curso, imperioso curso el del río divino. Pazair no era su dueño sino su servidor. Fuera cual fuese el resultado del proceso, se levantarían algunos velos.

¿Qué sería de Neferet si le destituían? El médico en jefe se encarnizaría con ella para impedirle ejercer. Afortunadamente, Branir velaba. El futuro sumo sacerdote de Amón integraría a la joven en el equipo médico del templo, fuera del alcance de Nebamon.

Saberla a salvo de un destino contrario devolvía a Pazair el valor necesario para enfrentarse con todo Egipto.