El asno, cargado de papiro, pinceles y paletas, guiaba a Pazair por los arrabales de Menfis. Si Viento del Norte se equivocaba Suti rectificaría; pero el cuadrúpedo hizo honor a su reputación. Kem y el babuino completaban el cortejo que se dirigía al cuartel donde actuaba Chechi. Era por la mañana, pronto, y el químico trabajaba en palacio; el camino estaba libre.
Pazair estaba furioso. El cadáver del barquero, llevado al puesto de policía más próximo, había sido objeto de un aberrante informe por parte de un tiranuelo local. Éste no admitía crimen alguno en su territorio por miedo a que le degradaran; en vez de aprobar las conclusiones del juez, había considerado que el barquero había muerto ahogado. A su entender, las heridas en la garganta y en la sien eran accidentales. Pazair había hecho constar argumentadas reservas.
Antes de partir hacia el norte sólo había visto unos momentos a Neferet. Numerosos pacientes la solicitaban desde primeras horas del día. Se habían limitado a triviales palabras y a un intercambio de miradas, en las que él había visto aliento y complicidad.
Suti estaba jubiloso. Su amigo se decidía, por fin, a actuar.
En el cuartel, muy apartado de los principales establecimientos militares de Menfis, no reinaba la menor animación. No había ni un solo soldado haciendo instrucción, ni un solo caballo adiestrándose.
Suti, marcial, buscó al centinela que vigilaba la entrada. Nadie impedía el acceso al edificio, bastante deteriorado. Sentados en un murete de piedra, dos ancianos charlaban.
—¿Qué cuerpo de ejército reside aquí?
El de más edad soltó la carcajada.
—Regimiento de veteranos y lisiados, muchacho. Nos almacenan aquí antes de enviarnos a provincias. Se acabaron los caminos de Asia, las marchas forzadas y las raciones insuficientes. Pronto un huertecillo, una sirvienta, leche fresca y buenas legumbres.
—¿Y el responsable del cuartel?
—En el barracón, detrás del pozo.
El juez se presentó ante un fatigado oficial.
—Las visitas son bastante raras.
—Soy el juez Pazair y deseo registrar vuestros almacenes.
—¿Almacenes? No comprendo.
—Un tal Chechi ocupa un laboratorio en este cuartel.
—¿Chechi? No le conozco.
Pazair describió al químico.
—¡Ah, ése! Viene por la tarde y pasa la noche aquí, es cierto. Ordenes superiores. Yo las cumplo.
—Abridme los locales.
—No tengo la llave.
—Acompañadnos.
Una sólida puerta de madera impedía el acceso al laboratorio subterráneo de Chechi. En una tablilla, Pazair anotó el año, el mes, el día y la hora de su intervención, así como una descripción de los lugares.
—Abrid.
—No tengo derecho a hacerlo.
—Yo os cubro.
Suti ayudo al oficial. Con una lanza forzaron el cerrojo de madera.
Pazair y Suti entraron. Kem y el babuino montaban guardia.
Hogar, hornillos, reserva de carbón vegetal y cortezas de palma, recipientes para fundición, útiles de cobre, el laboratorio de Chechi parecía bien equipado. Reinaban el orden y la limpieza. Un rápido registro permitió a Suti echar llano a la misteriosa caja transferida de un cuartel a otro.
—Estoy excitado como un adolescente ante su primera cita.
—Un momento.
—¡No podemos detenernos tan cerca del objetivo!
—Redacto un informe: estado del lugar y emplazamiento del objeto sospechoso.
En cuanto Pazair dejó de escribir, Suti quitó la tapa de la caja.
—¡Hierro… lingotes de hierro! Y no un hierro cualquiera.
Suti sopesó un lingote, lo palpó, lo humedeció con su saliva y lo rascó con la uña.
—No procede de las rocas volcánicas del desierto del Este. Es el de la leyenda que nos contaban en la aldea, ¡hierro celeste!
—Meteoritos —afirmó Pazair.
—Una verdadera fortuna.
—Con este hierro, los sacerdotes de la Casa de la Vida moldean las cuerdas metálicas que utiliza el faraón para subir al cielo. ¿Cómo puede estar en posesión de un simple químico?
Suti estaba fascinado.
—Conocía sus características, pero nunca imaginé que podría tenerlo entre las manos.
—No nos pertenece —recordó Pazair—. Es una pieza de convicción; Chechi tendrá que explicar su procedencia.
En el fondo de la caja, una azuela de hierro. El instrumento de carpintero servía para abrir la boca y los ojos de la momia, cuando el cuerpo mortal, resucitado por los ritos, se transformaba en ser de luz.
Ni Pazair ni Suti se atrevieron a tocarlo. Si el objeto había sido consagrado, estaba cargado con poderes sobrenaturales.
—Somos ridículos —estimó el teniente de carros—. Sólo es metal.
—Tal vez tengas razón, pero yo no me arriesgaría.
—¿Qué propones?
Esperaremos a que llegue el sospechoso.
Chechi estaba solo.
Cuando vio abierta la puerta de su laboratorio, dio media vuelta en seguida e intentó huir. Chocó con el nubio que le empujó hacia el local. El babuino, indiferente, mordisqueaba algunas pasas. Su actitud significaba que ningún aliado del químico merodeaba por los alrededores.
—No me disgusta veros de nuevo —dijo Pazair—. Parecéis aficionado a los traslados.
La mirada de Chechi se dirigió a la caja.
—¿Quién os ha permitido…?
—Registro.
El hombre del pequeño bigote controlaba bien sus reacciones. Permaneció tranquilo, glacial.
—El registro es un procedimiento excepcional —advirtió afectado.
—Como vuestra actividad.
—Es un anexo de mi laboratorio oficial.
—Os gustan los cuarteles.
—Preparo las armas del futuro; por eso he obtenido las autorizaciones del ejército. Verificadlo, comprobaréis que estos locales están censados y mis experimentos alentados.
—No lo dudo, pero no lo conseguiréis utilizando hierro celeste. Este material está reservado al templo, al igual que la azuela oculta en el fondo de esta caja.
—No me pertenece.
—¿Ignorabais su existencia?
—La han puesto aquí sin que yo lo supiera.
—Falso —intervino Suti—. Vos mismo ordenasteis su traslado. Pensabais que, en este rincón perdido, estaríais a salvo.
—¿Me espiabais?
—¿De dónde procede este hierro? —preguntó Pazair.
—Me niego a contestar a vuestras preguntas.
—En ese caso, estáis arrestado por robo, ocultación y obstrucción al desarrollo de una investigación.
—Negaré, y os lo desestimarán.
—Seguidnos u ordenaré al policía nubio que os ate las manos.
—No escaparé.
El interrogatorio obligó al escribano Iarrot a hacer horas suplementarias, mientras su hija, laureada en el curso de danza, daba una representación en la plaza principal del barrio. Malhumorado, no tuvo sin embargo que trabajar, pues Chechi no respondió a ninguna pregunta y se encerró en un estricto mutismo.
Paciente, el juez insistió.
—¿Quiénes son vuestros cómplices? Apoderarse de un hierro de esta calidad no es cosa de un solo individuo.
Chechi miró a Pazair a través de sus entornados párpados. Parecía tan inexpugnable como una fortaleza de los Muros del rey.
—Alguien os ha confiado este precioso material. ¿Con qué intención? Cuando vuestros experimentos resultaron positivos, despedisteis a vuestros colaboradores utilizando la tentativa de robo de Qadash para acusarlos de incompetencia. De ese modo, no habría control alguno de vuestras actividades. ¿Fabricasteis vos esta azuela o la habéis robado?
Suti habría golpeado de buena gana al mudo del bigote negro. Pero Pazair lo habría impedido.
—Qadash y vos sois amigos desde hace mucho tiempo, ¿no es cierto? Conocía la existencia de vuestro tesoro e intentó robarlo. A menos que no hicierais esta comedia para parecer una víctima y alejar de vuestro laboratorio cualquier testigo molesto.
Sentado en una estera, con las piernas dobladas ante sí, Chechi persistía en su actitud. Sabía que el juez no tenía derecho alguno a ejercer una violencia cualquiera.
—Pese a vuestro mutismo, Chechi, descubriré la verdad.
La predicción no conmovió al químico.
Pazair pidió a Suti que le atara las manos y le sujetara a una anilla fija en la pared.
—Lo siento, Iarrot, pero debo pediros que vigiléis al sospechoso.
—¿Cuánto tiempo?
—Estaremos de regreso antes de que anochezca.
El palacio de Menfis era una entidad administrativa compuesta por decenas de servicios donde trabajaba una multitud de escribas. Los químicos dependían de un vigilante de los laboratorios reales, un hombre alto y delgado de unos cincuenta años, a quien sorprendió la visita del juez.
—Me ayuda el teniente de carros Suti, testigo de mis acusaciones.
—¿Acusaciones?
—Uno de vuestros subordinados, Chechi, está arrestado.
—¿Chechi? ¡Imposible! Se trata de un malentendido.
—¿Utilizan vuestros químicos hierro celeste?
—Claro que no. Es muy escaso y está destinado a los templos, sólo para fines rituales.
—¿Y cómo explicáis que Chechi posea una cantidad notable?
—Un malentendido.
—¿Está destinado a una tarea especial?
—Se relaciona directamente con los responsables del armamento y debe controlar la calidad del cobre. Permitidme que responda de la honorabilidad de Chechi, de su rigor como técnico y de su calidad humana.
—¿Sabíais que trabajaba en un laboratorio clandestino, instalado en un cuartel?
—Orden del ejército.
—¿Firmada por quién?
—Por un grupo de oficiales superiores que piden a ciertos especialistas que preparen nuevas armas. Chechi es uno de ellos.
—Pero no estaba prevista la utilización de hierro celeste.
—Debe haber una explicación sencilla.
—El sospechoso se niega a hablar.
—Chechi nunca ha sido muy charlatán; su temperamento es más bien taciturno.
—¿Conocéis sus orígenes?
—Creo que nació en la región menfita.
—¿Podríais verificarlo?
—¿Tan importante es?
—Podría serlo.
—Debo consultar los archivos.
La búsqueda duró más de una hora.
—Eso es: Chechi es natural de una pequeña aldea, al norte de Menfis.
—Dado su cargo, lo verificasteis.
—Se encargó el ejército y no descubrió nada anormal. El controlador puso su sello de acuerdo con las normas y el servicio contrató a Chechi sin temor alguno. Espero que le liberéis en el más breve plazo.
—Los cargos contra él se acumulan. Ahora, al robo se le añade la mentira.
—¡Juez Pazair! ¿No estaréis exagerando? Si conocierais mejor a Chechi, sabríais que es incapaz de cualquier deshonestidad.
—Si es inocente, el proceso lo demostrará.
Iarrot sollozaba en el umbral de la puerta. El asno, desengañado, le contemplaba.
Suti sacudió al escribano mientras Pazair contemplaba la desaparición de Chechi.
—¿Qué ha ocurrido?
—Ha llegado, me ha exigido el acta, ha descubierto dos párrafos incompletos que la hacen ilegal, me ha amenazado con represalias y ha liberado al detenido… Como tenía razón en cuanto a la forma, he tenido que ceder.
—¿De quién habláis?
—Del jefe de la policía, Mentmosé.
Pazair leyó el acta. De hecho, Iarrot no había hecho constar los títulos y funciones de Chechi ni mencionado que el juez realizaba personalmente una investigación preliminar, sin haber sido requerido por un tercero. Así pues, el procedimiento era nulo.
Un rayo de luna se filtraba por los cruceros de una ventana de piedra e iluminaba el reluciente cráneo de Mentmosé, cubierto de ungüento perfumado. Con la sonrisa en los labios, recibió a Pazair con forzado entusiasmo.
—Vivimos en un país maravilloso, ¿verdad, querido juez? Nadie puede sufrir los rigores de una ley excesiva porque velamos por el bienestar de los ciudadanos.
—«Excesivo» es un término que está de moda. También el vigilante de los laboratorios lo ha utilizado.
—No merece reproche alguno. Mientras consultaba sus archivos, ha hecho que me avisaran del arresto de Chechi. Me he dirigido inmediatamente a vuestro despacho, convencido de que se había cometido un lamentable error. Y así era, por eso he liberado inmediatamente a Chechi.
—La falta de mi escribano es evidente —reconoció Pazair—, ¿pero por qué os interesa tanto ese químico?
—Experto militar. Como sus colegas, está bajo mi directa vigilancia; ninguna interpelación es posible sin mi acuerdo. Admitiré que lo ignorabais.
—La acusación de robo levanta la inmunidad parcial de Chechi.
—Acusación sin fundamento.
—Un quebrantamiento de forma no suprime la validez de la acusación.
Mentmosé se puso solemne.
—Chechi es uno de nuestros mejores expertos en armamento. ¿Creéis que iba a poner en peligro su carrera de un modo tan estúpido?
—¿Conocíais el objeto robado?
—¡Qué importa! No lo creo. Dejad pues de mostrar tanto celo para obtener una reputación de desfacedor de entuertos.
—¿Dónde habéis ocultado a Chechi?
—Fuera del alcance de un magistrado que se extralimita en sus derechos.
Suti aprobó a Pazair: no había más remedio que convocar un tribunal en el que jugarían a todo o nada. Pruebas y argumentos serían decisivos a condición de que los jurados no estuvieran a sueldo de sus adversarios, jurados a los que Pazair no podría recusar so pena de ser declarado incompetente. Los dos amigos se convencieron de que la verdad, proclamada durante un proceso público, iluminaría los más obtusos espíritus.
El juez desarrolló su estrategia ante Branir.
—Te arriesgas demasiado.
—¿Existe un camino mejor?
—Sigue el que tu corazón te revela.
—Creo necesario golpear en lo más alto para no dispersarme en detalles secundarios. Centrándome en lo esencial, lucharé más fácilmente contra las mentiras y las cobardías.
—Nunca te satisfarán las cosas a medias; necesitas todo el brillo de la luz.
—¿Me equivoco?
—El proceso que se anuncia exigiría un juez maduro y experimentado, pero los dioses te han confiado este asunto y tú lo has aceptado.
—Kem vigila la caja con el hierro celeste; la ha cubierto con una tabla sobre la que está sentado el babuino. Nadie se acercara.
—¿Cuándo convocarás el tribunal?
—Dentro de una semana, a más tardar; dado el carácter excepcional de los debates, haré que se acelere el procedimiento. ¿Creéis que he localizado el mal que merodea?
—Estás acercándote.
—¿Me autorizáis a solicitar un favor?
—¿Quién te lo impide?
—Pese a vuestro próximo nombramiento, ¿aceptaríais ser jurado?
El anciano maestro miró su planeta tutelar, Saturno, que brillaba con insólito fulgor.
—¿Lo habrías dudado?