El despacho atribuido al nuevo tesorero principal de los graneros era grande y luminoso; cuatro escribas especializados estarían constantemente a sus órdenes. Bel-Tran, vestido con un paño nuevo y una camisa de lino de manga corta que le sentaba muy mal, estaba radiante. Su éxito de negociante le había colmado, pero el ejercicio del poder público le atraía desde que sabía leer y escribir. A causa de su modesto nacimiento y su mediocre educación, le había parecido inaccesible. Pero el encarnizado trabajo había demostrado su valor a la administración, y estaba decidido a desplegar todo su dinamismo.
Tras haber saludado a sus colaboradores y subrayado su exigencia de orden y puntualidad, consultó el primer expediente que le confiaba su superior jerárquico: una lista de los contribuyentes morosos. Él, que pagaba sus impuestos con exactitud, la consultó con indiscutible diversión. Un terrateniente, un escriba del ejército, el director de un taller de carpintería y… ¡el juez Pazair! El verificador había anotado la magnitud de la demora, el montante de la multa, y el jefe de la policía personalmente había puesto los sellos en la puerta del magistrado.
A la hora del almuerzo, Bel-Tran se dirigió a casa del escribano Iarrot y le preguntó dónde residía el juez. En casa de Suti, el alto funcionario sólo encontró al teniente de carros y su amante; Pazair acababa de marcharse al puerto de las embarcaciones ligeras que se encargaban del trayecto entre Menfis y Tebas.
Bel-Tran alcanzó a tiempo al viajero.
—Conozco el drama que estáis viviendo.
—Un descuido por mi parte.
—¡Una escandalosa injusticia! La multa es grotesca comparada con la falta. Defendeos judicialmente.
—No tengo razón. El proceso durará mucho tiempo, ¿y qué voy a sacar? Una reducción de la multa y un montón de enemigos.
—El decano del porche no parece apreciaros demasiado.
—Acostumbra probar a los jueces jóvenes.
—Me ayudasteis en un momento difícil; me gustaría devolvéroslo. Dejadme pagar vuestra deuda.
—Me niego.
—¿Aceptaríais un préstamo? Sin interés, naturalmente. Autorizadme, al menos, a no obtener beneficios a costa de un amigo.
—¿Cómo voy a pagaros?
—Con vuestro trabajo. En mi nueva función de tesorero principal de los graneros, apelaré a menudo a vuestra competencia. Vos mismo calcularéis cuántas consultas equivalen a dos sacos de grano y un buey gordo.
—Nos veremos a menudo.
—Aquí están los títulos de propiedad de los bienes reclamados.
Bel-Tran y Pazair se dieron un abrazo.
El decano del porche preparaba la audiencia de la mañana siguiente. Un ladrón de sandalias, una herencia discutida, una indemnización por accidente. Casos simples que se resolverían en seguida. Le anunciaron una divertida visita.
—¡Pazair! ¿Habéis cambiado de profesión o venís a pagar vuestra deuda?
El magistrado se rio de su propia broma.
—La segunda proposición es la correcta.
—Muy bien, no os falta sentido del humor. La carrera no está hecha para vos; más adelante me agradeceréis mi severidad. Regresad a la aldea, casaos con una buena campesina, hacedle dos hijos y olvidaos de los jueces y de la justicia. Es un mundo demasiado complicado. Conozco a los hombres, Pazair.
—Os felicito por ello.
—¡Ah, entráis en razón!
—Aquí está mi pago.
El decano, atónito, consultó el acta de propiedad.
—Los dos sacos de grano han sido depositados ante vuestra puerta, el buey bien cebado se halla en los establos del fisco. ¿Estáis satisfecho?
Mentmosé tenía cara de pocos amigos. El cráneo rosado, los rasgos crispados, la voz gangosa; manifestó su impaciencia.
—Os recibo por simple corrección, Pazair. Hoy sois sólo un ciudadano fuera de la ley.
—Si fuera así, no me habría permitido importunaros.
El jefe de la policía levantó la cabeza.
—¿Qué significa eso?
—He aquí un documento firmado por el decano del porche. Estoy en regla con el fisco. Incluso ha considerado que mi buey bien cebado sobrepasaba la norma y me ha concedido un crédito sobre los impuestos del próximo año.
—¿Cómo habéis…?
—Os agradecería que ordenarais quitar en seguida los sellos de mi puerta.
—¡Naturalmente, querido juez, naturalmente! Sabed que os defendí en todo este desgraciado asunto.
—No lo he dudado ni un instante.
—Nuestra futura colaboración…
—Se anuncia bajo los mejores auspicios. Un detalle más: por lo que se refiere al trigo desviado, ya está todo arreglado. Estoy al corriente, pero vos lo estabais antes que yo.
Tranquilizado, de nuevo en funciones, Pazair embarcó en un rápido navío con destino a Tebas. Kem le acompañaba. El babuino, mecido, dormía apoyado en un bulto.
—Me sorprendéis —dijo el nubio—. Habéis escapado de una situación que habría destrozado a los más resistentes.
—Pura suerte.
—Exigencia, más bien. Una exigencia tan poderosa que los hombres y los acontecimientos se doblegan ante vos.
—Me atribuis poderes que no poseo.
Por las aguas del río, se acercaba a Neferet. El médico en jefe Nebamon pronto exigiría cuentas. La joven facultativa no restringiría sus actividades. El enfrentamiento era inevitable.
El barco atracó en Tebas al anochecer. El juez se sentó en la orilla, apartado de los viandantes. El sol declinaba, la montaña de occidente se enrojeció; al melancólico son de las flautas, los rebaños regresaron del campo.
El último transbordador sólo llevaba un reducido número de pasajeros. Kem y el babuino se mantuvieron a popa. Pazair se aproximó al barquero. Llevaba una peluca a la antigua que le ocultaba la mitad del rostro.
—Maniobrad lentamente —ordenó el juez.
El hombre mantuvo la cabeza inclinada sobre el timón.
—Tenemos que hablar; aquí estáis seguro. Responded sin mirarme.
¿Quién prestaba atención a un barquero? Todos tenían prisa por llegar a la otra orilla, discutían, soñaban, nadie dirigía una mirada al hombre encargado del transbordador. Se contentaba con poca cosa, vivía apartado, nunca se mezclaba con la población.
—Sois el quinto veterano, el único superviviente de la guardia de honor de la esfinge.
El barquero no protestó.
—Soy el juez Pazair y deseo saber la verdad. Vuestros cuatro camaradas han muerto, probablemente asesinados. Por eso os ocultáis. Sólo motivos de extrema gravedad pueden explicar semejante matanza.
—¿Quién va a demostrarme vuestra honestidad?
—Si hubiera querido suprimiros, habríais desaparecido ya. Tened confianza.
—Para vos es muy fácil…
—No lo creáis. ¿De qué monstruosidad fuisteis testigo?
—Éramos cinco… cinco veteranos. Custodiábamos la esfinge durante la noche. Una misión sin riesgo, por completo honorífica, antes de nuestra jubilación. Un colega y yo estábamos sentados en el exterior del recinto que rodea el león de piedra. Como de costumbre, nos habíamos dormido. Él oyó un ruido y despertó. Yo tenía sueño y le tranquilicé. Inquieto, insistió. Fuimos a ver, penetramos en el recinto y descubrimos el cadáver de un camarada, junto al flanco derecho, y luego, al otro lado, otro.
Se interrumpió con un nudo en la garganta.
—Y aquellos gemidos… ¡Todavía me parece oírlos! El guardián en jefe agonizaba entre las patas de la esfinge. De su boca manaba sangre, a duras penas podía expresarse.
—¿Qué dijo?
—Que había sido agredido, que se había defendido.
—¿Quién?
—Una mujer desnuda, varios hombres. Lo último que dijo fue: «Palabras extranjeras en la noche». Mi camarada y yo estábamos aterrorizados. ¿Por qué tanta violencia…? ¿Era necesario alertar a los soldados encargados de la vigilancia de la gran pirámide? Mi colega se opuso, convencido de que tendríamos problemas. Tal vez, incluso, iban a acusarnos. Los otros tres veteranos habían muerto… Mejor era callar, fingir no haber visto nada, no haber oído nada. Regresamos a nuestro puesto. Cuando la guardia diurna nos relevó, al amanecer, descubrió la matanza. Fingimos estar asustados.
—¿Sanciones?
—Ninguna. Nos jubilaron y nos enviaron a nuestras aldeas de origen. Mi camarada se hizo panadero, yo pensaba reparar carros. Su asesinato me obligó a ocultarme.
—¿Asesinato?
—Era extremadamente prudente, sobre todo con el fuego. Tuve la seguridad de que le habían empujado. El drama de la esfinge nos persigue. No nos creyeron. Están convencidos de que sabemos demasiado.
—¿Quién os interrogó en Gizeh?
—Un oficial superior.
—¿Se puso en contacto el general Asher?
—No.
—Vuestro testimonio será decisivo durante el proceso.
—¿Qué proceso?
—El general avaló un documento certificando que vos y vuestros cuatro compañeros habíais muerto en un accidente.
—Mejor así, ya no existo.
—Si yo os he encontrado, otros lo lograrán también. Testimoniad y seréis libre de nuevo.
El transbordador estaba atracando.
—No… No lo sé. Dejadme en paz.
—Es la única solución; por vos mismo y por la memoria de vuestros compañeros.
—Mañana por la mañana, en el primer paso, os daré mi respuesta.
El barquero saltó a la orilla y ató un cabo en una estaca.
Pazair, Kem y el babuino se alejaron.
—Vigilad a este hombre durante toda la noche.
—¿Y vos?
—Iré a dormir a la aldea más cercana. Volveré al amanecer.
Kem vaciló. La orden recibida le desagradaba. Si el barquero había hecho revelaciones a Pazair, el juez estaba en peligro. No podía encargarse de la seguridad de ambos.
Kem eligió a Pazair.
El devorador de sombras había asistido a la travesía del transbordador, bañado por los fulgores del poniente. El nubio a popa, el juez junto al barquero.
Extraño.
Uno junto a otro contemplaban la otra orilla. Sin embargo, los pasajeros eran poco numerosos, disponían de mucho espacio. ¿Por qué aquella proximidad, si no para conversar?
Barquero… La más visible y la menos notable de las profesiones.
El devorador de sombras se arrojó al agua y atravesó el Nilo dejándose llevar por la corriente. Cuando llegó a la otra orilla, permaneció largo tiempo oculto entre las cañas y observó los alrededores. El barquero dormía en una choza de tablas.
Ni Kem ni su babuino merodeaban por allí.
Esperó algún tiempo, se aseguró de que nadie vigilara la choza. Rápidamente, entró y pasó un lazo de cuero por el cuello del veterano, que se despertó sobresaltado.
—Si te mueves, eres hombre muerto.
El barquero no daba la talla. Levantó el brazo derecho en señal de sumisión. El devorador de sombras aflojó un poco la presa.
—¿Quién eres?
—El… el barquero.
—Una mentira más y te estrangulo. ¿Veterano?
—Sí.
—¿Destino?
—Ejército de Asia.
—¿Tu último destino?
—La guardia de honor de la esfinge.
—¿Por qué te ocultas?
—Tengo miedo.
—¿De quién?
—Lo… lo ignoro.
—¿Tienes un secreto?
—¡Ninguno!
El lazo mordió sus carnes.
—Una agresión, en Gizeh. Una matanza. Atacaron la esfinge, mis camaradas murieron.
—¿El asaltante?
—No vi nada.
—¿Te ha interrogado el juez?
—Sí.
—¿Sus preguntas?
—Las mismas que las vuestras.
—¿Tus respuestas?
—Me ha amenazado con el tribunal, pero no he dicho nada. No quiero problemas con la justicia.
—¿Qué le has dicho?
—Que era un barquero, no un veterano.
—Excelente.
Apartó el lazo. Cuando el veterano, aliviado, se acariciaba su cuello dolorido, el devorador de sombras lo derribó de un puñetazo en la sien. Sacó el cuerpo de la choza, lo arrastró hasta el río y mantuvo la cabeza del barquero bajo el agua durante largos minutos. Luego dejó el cadáver flotando junto al transbordador.
En verdad, un simple ahogado.
Neferet preparaba una receta para Sababu. La prostituta se cuidaba seriamente y el mal mejoraba. Sintiéndose de nuevo vigorosa, liberada de los ardientes ataques de la artritis, había solicitado a su médico autorización para hacer el amor con el portero de su casa de cerveza, un joven nubio perfectamente sano.
—¿Puedo molestaros? —preguntó Pazair.
—Estaba concluyendo mi jornada.
Neferet tenía los rasgos descompuestos.
—Trabajáis demasiado.
—Una fatiga pasajera. ¿Noticias de Nebamon?
—No se ha manifestado.
—Una calma engañosa.
—Eso me temo.
—¿Y vuestra investigación?
—Avanza a grandes pasos, aunque fui suspendido por el decano del porche.
Pazair contó sus infortunios mientras ella se lavaba las manos.
—Estáis rodeado de amigos. Nuestro maestro Branir, Suti, Bel-Tran… tenéis mucha suerte.
—¿Os sentís sola acaso?
—Los aldeanos me facilitan la tarea, pero no puedo pedir consejo a nadie. A veces, es duro.
Se sentaron en una estera, frente al palmeral.
—Parecéis conmovido.
—Acabo de identificar a un testigo fundamental. Sois la primera persona en saberlo.
La mirada de Neferet no se desvió. Pazair leyó en ella atención, si no afecto.
—Pero pueden impediros progresar, ¿no es cierto?
—No me importa. Creo en la justicia como vos creéis en la medicina.
Sus hombros se tocaron. Petrificado, el juez contuvo la respiración. Como si no fuera consciente de aquel contacto furtivo, Neferet no se apartó.
—¿Llegaríais a sacrificar vuestra vida para obtener una verdad?
—Si fuera necesario, no vacilaría.
—¿Seguís pensando en mí?
—A cada instante.
Su mano rozó la de Neferet, se posó sobre ella, ligera, imperceptible.
—Cuando estoy cansada, pienso en vos. Suceda lo que suceda, parecéis indestructible y seguís vuestro camino.
—Es sólo una apariencia, la duda me atenaza a menudo. Suti me acusa de ingenuidad, para él sólo cuenta la aventura. En cuanto planea la costumbre, está dispuesto a cometer cualquier locura.
—¿Vos la teméis también?
—Es una aliada.
—¿Un sentimiento puede durar muchos años?
—Toda una vida si, más que un sentimiento, es un compromiso de todo el ser, la certidumbre de un paraíso, una comunión alimentada por los amaneceres y los ocasos. Un amor que se degrada no es más que una conquista.
Ella inclinó la cabeza hacia su hombro, los cabellos acariciaron su mejilla.
—Poseéis una extraña fuerza, Pazair.
Era sólo un sueño, fugaz como una luciérnaga en la noche tebana, pero iluminaba su vida.
Tendido de espaldas, con los ojos fijos en las estrellas, había pasado la noche en blanco en el palmeral. Intentaba preservar el breve instante en el que Neferet se había abandonado antes de despedirle y cerrar su puerta. ¿Significaba aquello que la muchacha sentía por él cierta ternura o revelaba una simple fatiga? Al pensar que ella aceptaría su presencia y su amor, aun sin compartir su pasión, se sentía tan ligero como una nube de primavera y tan ardiente como una incipiente crecida.
A pocos pasos, el babuino policía comía dátiles y escupía los huesos.
—¿Tú aquí? Pero…
La voz de Kem brotó a sus espaldas.
—He decidido velar por vuestra seguridad.
—¡Al río, rápido!
Nacía el día.
En la orilla había un grupo de gente.
—Apartaos —ordenó Pazair.
Un pescador había sacado el cadáver del barquero que se alejaba arrastrado por la corriente.
—Tal vez no sabía nadar.
—Habrá resbalado.
Indiferente a los comentarios, el juez examinó aquel cuerpo.
—Es un crimen —declaró—. En su cuello se ve la marca de un lazo; en su sien derecha, la de un violento puñetazo. Ha sido estrangulado y golpeado antes de ahogarse.