A Bravo le horrorizaba el agua. Se mantenía pues a prudente distancia de la orilla; corría hasta perder el aliento, volvía sobre sus pasos, olisqueaba, se reunía con su dueño y volvía a marcharse. Los alrededores del canal de riego estaban desiertos y silenciosos. Pazair pensaba en Neferet e intentaba interpretar a su favor la menor señal; ¿no le había hecho sentir, acaso, una nueva inclinación o, al menos, no aceptaba escucharle? Detrás de un tamarisco se movió una sombra. Bravo no había advertido nada. Tranquilizado, el juez prosiguió su paseo. Gracias a Suti, la investigación había progresado; ¿pero sería capaz de ir más lejos? Un juez insignificante y sin experiencia estaba a la merced de su jerarquía. El decano del porche se lo había recordado del modo más brutal.
Branir había consolado a su discípulo. Si era necesario, cambiaría su casa para permitir al magistrado pagar su deuda. Ciertamente, la intervención del decano no debía tomarse a la ligera; testarudo, empecinado, gustaba de atacar a los jóvenes jueces para formar su carácter. Bravo se detuvo en seco con el hocico al viento.
La sombra salió de su escondite y caminó hacia Pazair. El perro gruñó, su dueño le sujetó por el collar.
—No tengas miedo, somos dos.
Con el hocico, Bravo tocó la mano del juez. Una mujer.
Una mujer esbelta, con el rostro oculto por una tela oscura. Caminaba con paso seguro y se detuvo a un metro de Pazair.
Bravo se inmovilizo.
—No debéis temer nada —afirmó ella.
Y se quitó el velo.
—La noche es suave, princesa Hattusa, y propicia la meditación.
—Quería veros a solas, sin testigos.
—Oficialmente, estáis en Tebas.
—Muy perspicaz.
—Vuestra venganza ha sido eficaz.
—¿Mi venganza?
—Me han suspendido, como deseabais.
—No lo comprendo.
—No os burléis más de mi.
—Por el nombre del faraón, no he intervenido contra vos en nada.
—¿No fui demasiado lejos, según vuestras propias palabras?
—Me horrorizasteis, es cierto, pero me gusta vuestro valor.
—¿Reconocéis que mi gestión estaba justificada?
—Os bastará con una prueba: hablé con el juez principal de Tebas.
—¿Resultado?
—Conoce la verdad, el incidente está cerrado.
—No para mí.
—¿No os basta la opinión de vuestro superior?
—En el caso presente, no.
—Por eso estoy aquí. El juez principal suponía, con razón, que mi visita sería indispensable. Voy a confiaros la verdad, pero exijo vuestro silencio.
—No acepto ninguna coacción.
—Sois intratable.
—¿Esperáis algún compromiso?
—No me apreciáis demasiado, como la mayoría de vuestros compatriotas.
—Deberíais decir: de nuestros compatriotas. Ahora sois egipcia.
—¿Quién puede olvidar los orígenes? Me preocupa la suerte de los hititas traídos a Egipto como prisioneros de guerra. Algunos se integran, otros sobreviven con dificultad. Mi deber es ayudarles; por lo tanto, les he procurado trigo procedente de los silos de mi harén. Mi intendente me advirtió que nuestras reservas se agotarían antes de la próxima cosecha. Me propuso un arreglo con uno de sus colegas de Menfis, estuve de acuerdo. Soy pues la única responsable de esa transferencia.
—¿Estaba informado el jefe de la policía?
—Naturalmente. Alimentar a los más pobres no le pareció criminal.
¿Qué tribunal podía condenarla? Sólo la acusaría de una falta administrativa que, además, recaía en los dos intendentes. Mentmosé negaría, el transportista quedaría fuera del asunto y Hattusa ni siquiera comparecería.
—El juez principal de Tebas y su homólogo menfita han regularizado los documentos —añadió ella—. Si consideráis que el procedimiento es ilegal, sois libre de intervenir. No se ha respetado la letra, os lo concedo, ¿pero no es más importante el espíritu?
Le derrotaba en su propio terreno.
—Mis compatriotas más desfavorecidos ignoran el origen de los alimentos que reciben, y no deseo que lo sepan. ¿Me concederéis este privilegio?
—Creo que el expediente lo tratan en Tebas.
Ella sonrío.
—¿Tenéis el corazón de piedra?
—Lo desearía.
Bravo, tranquilizado, comenzó a corretear olisqueando suelo.
—Una última pregunta, princesa; ¿habéis hablado con el general Asher?
Hattusa se puso rígida, su voz se hizo cortante.
—El día de su muerte, me alegraré. Que los monstruos del infierno devoren al asesino de mi pueblo.
Suti se daba buena vida. A consecuencia de sus hazañas y a causa de sus heridas, gozaba varios meses de reposo antes de incorporarse al servicio activo.
Pantera jugaba a la esposa sumisa, pero sus desenfrenos amorosos demostraban que su temperamento no se había suavizado. Cada noche recomenzaba la justa; a veces, radiante, la muchacha triunfaba y se lamentaba de la flojedad de su compañero. Al día siguiente, Suti le hacía solicitar gracia. El juego les fascinaba pues ambos obtenían placer y sabían provocarse utilizando, a las mil maravillas, sus cuerpos. Pantera repetía que nunca se enamoraría de un egipcio, y afirmaba detestar a los bárbaros.
Cuando él le anunció una ausencia indeterminada, la muchacha se le arrojó encima golpeándole. Él la pegó a la pared, abrió sus brazos y le dio el más largo beso de su existencia en común. Zalamera, la muchacha se agitó, frotándose contra Suti y provocando un deseo tan violento que la tomó de pie, sin liberarla.
—No te marcharás.
—Misión secreta.
—Si te vas, te mataré.
—Volveré.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
—¡Mientes! ¿Cuál es esa misión?
—Secreta.
—No tienes misterios para mí.
—No seas pretenciosa.
—Llévame contigo, te ayudaré.
Suti no había contemplado esta posibilidad. Espiar a Chechi sería, sin duda, largo y aburrido; además, en ciertas circunstancias, dos no serían demasiado.
—Si me traicionas, te cortaré un pie.
—No te atreverás.
—Vuelves a equivocarte.
Encontrar el rastro de Chechi les había costado sólo unos días. Por la mañana trabajaba en el laboratorio de palacio, acompañado por los mejores químicos del reino. Por la tarde, se dirigía a un cuartel de las afueras, del que no salía antes del alba. Suti sólo había recogido elogios sobre su persona: trabajador, competente, discreto, modesto. Apenas si le reprochaban su mutismo y su recogimiento.
Pantera se aburrió en seguida. Ni movimiento ni peligro, debían limitarse a aguardar y a observar. La misión no tenía demasiado interés. El propio Suti se desanimó. Chechi no veía a nadie y se concentraba en su trabajo.
La luna llena iluminaba el cielo de Menfis. Acurrucada contra Suti, Pantera dormía. Sería su última noche de acecho.
—Ahí va, Pantera.
—Tengo sueño.
—Parece nervioso.
Huraña, Pantera miró.
Chechi cruzó la puerta del cuartel, se instaló a lomos de un asno y dejó caer blandamente sus piernas. El cuadrúpedo se puso en marcha.
—Pronto amanecerá, regresa al laboratorio.
Pantera parecía estupefacta.
—Para nosotros, se ha terminado. Chechi es un callejón sin salida.
—¿Dónde nació? —preguntó la muchacha.
—En Menfis, creo.
—Chechi no es egipcio.
—¿Cómo lo sabes?
—Sólo un beduino monta así en su asno.
El carro de Suti se detuvo en el patio del puesto fronterizo, situado junto a las marismas de la ciudad de Pithon. Confió sus caballos a un palafrenero y corrió a consultar al escriba de la inmigración.
Aquí era donde los beduinos que deseaban instalarse en Egipto sufrían un riguroso interrogatorio. En ciertos períodos no se autorizaba que pasara nadie. En numerosos casos, la petición formulada por el escriba a las autoridades de Menfis había sido rechazada.
—Teniente de carros Suti.
—He oído hablar de vuestras hazañas.
—¿Podrías informarme sobre un beduino que, sin duda hace mucho tiempo, tomó la nacionalidad egipcia?
—No es muy regular. ¿Motivo?
Suti, turbado, bajó la mirada.
—Un asunto sentimental. Si pudiera persuadir a mi antigua prometida de que no es un egipcio de nacimiento, creo que volvería a mi.
—Bueno… ¿Cómo se llama?
—Chechi.
El escriba consultó sus archivos.
—Sí, tengo un Chechi, es un beduino, de origen sirio. Se presentó en el puesto fronterizo hace quince años. La situación era bastante tranquila y le dejamos entrar.
—¿Nada sospechoso?
—Ningún antecedente turbio, no había participado en ninguna acción bélica contra Egipto. La comisión formuló un dictamen favorable tras tres meses de investigación. Tomó el nombre de Chechi y encontró trabajo en Menfis como obrero metalúrgico. Los controles efectuados durante los primeros cinco años de su nueva existencia no descubrieron irregularidades. Mucho me temo que vuestro Chechi haya olvidado sus orígenes.
Bravo dormía a los pies de Pazair. Con toda energía, pese a su insistencia, el juez había rechazado la oferta de Branir. Liquidar su morada habría sido demasiado triste.
—¿Estáis seguro de que el quinto veterano sigue vivo?
—Si estuviera muerto, lo habría sentido manejando mi varita de radiestesista.
—Como al refugiarse en la clandestinidad ha renunciado a su pensión, se ve obligado a trabajar para sobrevivir. Las investigaciones de Kani fueron metódicas y profundas, pero no dieron resultado.
Desde la terraza, Pazair contemplaba Menfis. De pronto, la serenidad de la gran ciudad le pareció amenazada, como si un solapado peligro planeara sobre ella. Si Menfis se veía afectada, Tebas cedería y, luego, el país entero. Presa de malestar, se sentó.
—¿También tú lo percibes?
—¡Qué horrible sensación!
—Va aumentando.
—¿No seremos víctimas de una ilusión?
—Has sentido el mal en tu propia carne. Al comienzo, hace unos meses, creí que era una pesadilla. Pero volvió, cada vez más frecuente, cada vez más ominoso.
—¿De qué se trata?
—Una plaga cuya naturaleza ignoramos todavía.
El juez se estremeció. Su malestar cedía, pero su cuerpo no iba a olvidarlo.
Un carro se detuvo ante la casa. Suti descendió y trepó hasta el primer piso.
—¡Chechi es un beduino naturalizado! ¿No merezco una cerveza? Perdonadme, Branir, he olvidado saludaros.
Pazair sirvió a su amigo, que bebió un largo trago.
—He reflexionado mientras regresaba del puesto fronterizo. Qadash, un libio; Chechi, un beduino de origen sirio; Hattusa, una hitita. Los tres son extranjeros. Qadash se ha convertido en un honorable dentista, pero se entrega a danzas lúbricas con sus congéneres. A Hattusa, su nueva existencia no le gusta demasiado y conserva todo su afecto por su pueblo; Chechi, el solitario, se consagra a extrañas investigaciones. ¡Ahí tienes tu conspiración! A sus espalda, Asher. Él los manipula.
Branir guardó silencio. Pazair se preguntó si Suti no acababa de dar con la solución al enigma que los angustiaba.
—Vas muy de prisa. ¿Cómo imaginar que existe un vinculo entre Hattusa y Chechi, entre ella y Qadash?
—El odio a Egipto.
—Hattusa detesta a Asher.
—¿Y tú qué sabes?
—Me lo dijo y lo creí.
—Despabila, Pazair, tus objeciones son infantiles. Sé objetivo y sacarás conclusiones sin vacilar. Hattusa y Asher son las cabezas pensantes, Qadash y Chechi los ejecutores. Las armas que el químico prepara no están destinadas al ejército regular.
—¿Una sedición?
—Hattusa desea una invasión, Asher la organiza.
Suti y Pazair se volvieron hacia Branir, impacientes por oír su opinión.
—El poder de Ramsés no se ha debilitado. Una tentativa de este tipo me parece condenada al fracaso.
—¡Y, sin embargo, está preparándose! —consideró Suti—. Hay que actuar, matar la conspiración en el huevo. Si iniciamos una acción judicial, tendrán miedo al saberse desenmascarados.
—Si nuestra acusación es considerada sin fundamento y difamatoria, recibiremos una pesada condena y tendrán el campo libre. Debemos golpear con fuerza y tiento. Si tuviéramos con nosotros al quinto veterano, la credibilidad del general Asher recibiría un duro golpe.
—¿Aguardarás a que se produzca el desastre?
—Dame una noche para reflexionar, Suti.
—¡Tómate todo el año, si lo deseas! Ya no tienes capacidad para reunir un tribunal.
—Esta vez —dijo Branir—, Pazair ya no puede rechazar mi casa. Debe pagar sus deudas y recuperar en seguida su cargo.
Pazair caminó solo en la noche. La vida le agarraba por el cuello, le obligaba a concentrarse en los vericuetos de una conspiración cuya gravedad iba descubriendo hora tras hora, cuando sólo quería pensar en la mujer amada e inaccesible.
Renunció a la felicidad, no a la justicia.
Su sufrimiento iba madurándole; en lo más profundo de sí mismo, una fuerza se negaba a extinguirse, una fuerza que pondría al servicio de los seres queridos.
La luna, «el combatiente», era un cuchillo que cortaba las nubes o un espejo que reflejaba la belleza de las divinidades. Solicitó su poder, rogando para que su mirada fuera tan penetrante como la del sol nocturno.
Su pensamiento volvió al quinto veterano. ¿Qué oficio ejercería un hombre deseoso de pasar desapercibido? Pazair enumeró las ocupaciones de los habitantes de Tebas oeste, y las eliminó una tras otra. Desde el carnicero al sembrador, todos se relacionaban con la población; Kani habría acabado obteniendo información.
Salvo en un caso.
Si, existía un oficio, tan solitario y tan visible al mismo tiempo, que resultaba la más perfecta de las máscaras.
Pazair levantó los ojos al cielo, bóveda de lapislázuli con mil puertas en forma de estrella por las que pasaba la luz. Si había logrado recogerla, sabría dónde encontrar al quinto veterano.