La señora Nenofar no se serenaba. ¿Cómo había podido comportarse de un modo tan estúpido su marido? Como de costumbre, juzgaba mal a los hombres y había creído que Bel-Tran se inclinaría sin defenderse. El resultado era catastrófico: un proceso en perspectiva, un barco de carga incautado, una sospecha de robo y el triunfo de aquel joven cocodrilo.
—Un balance excelente.
Denes no se desconcertó.
—Toma más oca asada, es excelente.
—Nos llevas al deshonor y a la quiebra.
—Tranquilízate, la suerte cambia.
—¡La suerte, pero no tu estupidez!
—¿Qué importa un barco inmovilizado durante unos días? La carga ha sido transportada, pronto llegará a Tebas.
—¿Y Bel-Tran?
—No presenta denuncia. Hemos llegado a un acuerdo. No habrá guerra entre nosotros sino una cooperación en beneficio de nuestros respectivos intereses. No tiene entidad para ocupar nuestro lugar; la lección le ha sido provechosa. Incluso transportaremos parte de sus reservas a un precio correcto.
—¿Y la acusación de robo?
—Inadmisible. Documentos y testigos demostrarán mi inocencia. Además, no tengo arte ni parte. Hattusa me manipuló.
—¿Los cargos de Pazair?
—Molestos, lo admito.
—Por lo tanto, un proceso perdido, nuestra reputación manchada y algunas multas.
—No llegaremos a eso.
—¿Crees en los milagros?
—Si los organizo, ¿por qué no?
Silkis saltaba de alegría. Acababa de recibir un áloe, tallo de diez metros de alto, coronado de flores amarillas, anaranjadas y rojas. Su jugo contenía un aceite con el que frotaría sus partes genitales para evitar cualquier inflamación. Serviría también para cuidar la enfermedad de la piel que cubría las piernas de su marido de urticantes ronchas rojas. Además, Silkis le aplicaría una pasta compuesta por clara de huevo y flores de acacia.
Cuando Bel-Tran tuvo conocimiento de su convocación a palacio, se le declaró una crisis de prurito. Desafiando el mal, el fabricante de papiro acudió angustiado a las oficinas de la administración.
Mientras le esperaba, Silkis preparaba el bálsamo suavizante.
Bel-Tran regresó a primera hora de la tarde.
—No volveremos tan pronto al delta. Nombraré un responsable local.
—¿Nos han suprimido el beneplácito oficial?
—Al contrario. He recibido las más calurosas felicitaciones por mi gestión y por la ampliación de la empresa a Menfis. En realidad, en palacio seguían de cerca mis actividades desde hace dos años.
—¿Quién intenta perjudicarte?
—¡Pero… nadie! El superintendente de los graneros ha seguido mi ascenso preguntándose cómo reaccionaría ante el éxito. Y al verme trabajar cada vez más, me reclama a su lado.
Silkis estaba maravillada. El superintendente de los graneros fijaba los impuestos, los cobraba en especies, velaba por su redistribución a las provincias, dirigía un cuerpo de escribas especializados, inspeccionaba los centros provinciales de recaudación, reunía las listas de rentas raíces y agrícolas, y las enviaba a la Doble Casa blanca desde la que se gestionaban las finanzas del reino.
—A su lado… Quieres decir…
—Me han nombrado tesorero principal de los graneros.
—¡Es maravilloso!
Y se le arrojó al cuello.
—¿Seremos mas ricos todavía?
—Es probable, pero mis ocupaciones me exigirán más tiempo. Haré cortos viajes a provincias y seré obligado a satisfacer los deseos de mi superior. Tú te encargarás de los niños.
—Estoy tan orgullosa… Puedes contar conmigo.
El escribano Iarrot estaba sentado junto al asno, ante la puerta del despacho de Pazair a la que se habían puesto unos sellos.
—¿Pero quién se ha permitido…?
—El jefe de la policía en persona, por orden del decano del porche.
—¿Motivo?
—Se ha negado a decírmelo.
—Es ilegal.
—¿Cómo resistirse? ¡No iba a combatir!
Pazair se dirigió en seguida a casa del alto magistrado, que le hizo aguardar más de una hora antes de recibirle.
—¡Por fin estáis aquí, juez Pazair! Viajáis mucho.
—Razones profesionales.
—¡Pues bueno, vais a descansar! Como habéis podido comprobar, quedáis suspendido de vuestras funciones.
—¿Por qué motivo?
—¡La despreocupación de la juventud! Ser juez no os coloca por encima de los reglamentos.
—¿Cuál he violado?
La voz del decano se hizo feroz.
—El del Fisco. No habéis pagado vuestros impuestos.
—¡No he recibido ningún aviso!
—Hace tres días os lo llevé personalmente, pero estabais ausente.
—Tengo tres meses para pagar.
—En provincias, pero no en Menfis. Aquí disponéis sólo de tres días. El plazo ha vencido.
Pazair estaba atónito.
—¿Por qué actuáis así?
—Por simple respeto a la ley. Un juez debe dar ejemplo, y no es ése vuestro caso.
Pazair contuvo el furor que le dominaba. Agredir al decano agravaría su situación.
—Estáis persiguiéndome.
—¡Nada de grandes palabras! Sean quienes sean, debo obligar a los morosos a ponerse en regla.
—Estoy dispuesto a pagar mi deuda.
—Veamos… dos sacos de grano.
El juez se sintió aliviado.
—Pero la multa es algo distinto. Digamos… un buey bien gordo.
Pazair se rebeló.
—¡Es desproporcionado!
—Vuestra función me impone la severidad.
—¿Quién está detrás de esto?
El decano del porche señaló la puerta de su despacho.
—Salid.
Suti se prometía galopar hasta Tebas, entrar en el harén y apretarle el gaznate a la hitita. De acuerdo con el análisis de Pazair, ¿quién si no podía ser el origen de aquella inverosímil sanción? La fiscalidad, por lo común, no se discutía. Las denuncias eran tan raras como los fraudes. Al atacar a Pazair de aquel modo y al utilizar la reglamentación de las grandes ciudades, lograba que el pequeño juez fuera reducido al silencio.
—No te aconsejo un escándalo. Perderías tu calidad de oficial y cualquier credibilidad durante el proceso.
—¿Qué proceso? ¡Ya no puedes organizarlo!
—Suti… ¿He renunciado, acaso?
—Casi.
—Casi, tienes razón. Pero ese ataque es demasiado injusto.
—¿Cómo puedes quedarte tan tranquilo?
—La adversidad me ayuda a reflexionar, tu hospitalidad también.
Como teniente de carros, Suti disponía de una casa de cuatro habitaciones, precedida de un jardín donde el asno y el perro de Pazair dormían a pierna suelta. Sin ningún entusiasmo, Pantera se encargaba de la cocina y la limpieza. Afortunadamente, Suti interrumpía con frecuencia las tareas domésticas para arrastrarla a juegos más divertidos.
Pazair no salía de su habitación. Rememoraba los distintos aspectos de sus principales expedientes, indiferente a los escarceos amorosos de su amigo y de su hermosa amante.
—Reflexionar, reflexionar… ¿Y qué sacas de tus reflexiones?
—Gracias a ti, tal vez podamos progresar. Qadash, el dentista, intentó robar cobre en un cuartel donde el químico Chechi tiene un laboratorio secreto.
—¿Armas?
—Sin duda alguna.
—¿Un protegido del general Asher?
—Lo ignoro. Las explicaciones de Qadash no me han convencido. ¿Por qué merodeaba por aquel lugar? Según dice, le había informado el responsable del cuartel. Será fácil comprobarlo.
—Yo me encargo.
Pazair alimentó a su asno, paseó a su perro y almorzó con Pantera.
—Me dais miedo —confesó ella.
—¿Tan horroroso soy?
—Demasiado serio. ¿Nunca os enamoráis?
—Más de lo que podéis imaginar.
—Mejor así. Sois diferente a Suti, pero sólo ve por vuestros ojos. Me ha hablado de vuestros problemas; ¿cómo pagaréis la multa?
—Francamente, eso es lo que me pregunto. Si es necesario, trabajaré en los campos durante unos meses.
—¡Un juez campesino!
—Crecí en una aldea. Tener que sembrar, labrar o cosechar no me asusta.
—Yo robaría. ¿No es el fisco el mayor de los ladrones?
—La tentación está siempre presente; por eso existen jueces.
—¿Vos sois honesto?
—Ésa es mí ambición.
—¿Y por qué os acosan?
—Lucha de influencias.
—¿Hay acaso algo podrido en el reino de Egipto?
—No somos mejores que los demás hombres, pero somos conscientes de ello. Si existe la podredumbre, sanearemos.
—¿Vos solo?
—Suti y yo. Y si fallamos, otros nos sustituirán.
Pantera apoyó en su puño un enfurruñado mentón.
—En vuestro lugar, me dejaría corromper.
—Cuando un juez traiciona, es un paso hacia la guerra.
—A mi pueblo le gusta combatir, al vuestro no.
—¿Es una debilidad?
Los ojos negros llamearon.
—La vida es un combate que quiero ganar, de cualquier modo y a cualquier precio.
Suti, entusiasta, vació la mitad de una jarra de cerveza.
Sentado a horcajadas en el murete del jardín, saboreaba los rayos del sol poniente. Pazair, sentado en la posición del escriba, acariciaba a Bravo.
—¡Misión cumplida! El responsable del cuartel se ha sentido halagado al recibir a un héroe de la última campaña. Además, es charlatán.
—¿Su dentadura?
—En excelente estado. Nunca ha sido paciente de Qadash.
Suti y Pazair se estrecharon la mano. Acababan de sacar a la luz una soberbia mentira.
—Pero eso no es todo.
—No me hagas sufrir.
Suti se pavoneaba.
—¿Tendré que suplicarte?
—Un héroe debe ser modesto en su triunfo. El almacén contenía cobre de primera calidad.
—Ya lo sabía.
—Pero ignorabas que Chechi, en cuanto terminaste de interrogarle, hizo trasladar una caja sin inscripción. Contenía material pesado, porque entre cuatro hombres la levantaron a duras penas.
—¿Soldados?
—La guardia destinada a la protección del químico.
—¿Destino?
—Desconocido. Ya lo sabré.
—¿Qué necesita Chechi para fabricar armas irrompibles?
—El material más raro y más caro es el hierro.
—Eso pienso yo también. Si tenemos razón, ése es el tesoro que Qadash ambicionaba, instrumentos para dentista de hierro… Creyó que gracias a ellos recobraría su habilidad. Nos falta saber quién le indicó el escondrijo.
—¿Cómo actuó Chechi durante vuestra entrevista?
—Discreción ante todo. No presentó denuncia.
—Bastante extraño; el arresto de un ladrón debería alegrarle.
—Lo que significa…
—¡… que son cómplices!
—No tenemos pruebas.
—Chechi reveló la existencia del hierro a Qadash, que intentó robar una parte para su uso personal. Al fracasar Qadash, no tuvo ganas de mandar a su cómplice ante un tribunal en el que tendría que prestar testimonio.
—El laboratorio, el hierro, las armas… todo nos lleva al ejército.
—¿Pero por qué Chechi, tan poco parlanchín, iba a hacer confidencias a Qadash? ¿Y qué hace un dentista en una conspiración militar? ¡Es absurdo!
—Tal vez nuestra reconstrucción no sea perfecta, pero tiene algunas verdades.
—Estamos extraviándonos.
—¡No seas derrotista! El personaje clave es Chechi. Le espiaré día y noche, preguntaré en su entorno, perforaré el muro que ese sabio tan discreto y tan eficaz ha erigido a su alrededor.
—Si pudiera actuar…
—Ten un poco de paciencia.
Pazair levantó unos ojos llenos de esperanza.
—¿Tienes alguna solución?
—Vender mi carro.
—Te expulsarían del ejército.
Suti dio un puñetazo en el murete.
—¡Tenemos que sacarte de ahí, y pronto! ¿Sababu?
—¡Ni lo sueñes! ¡La deuda de un juez pagada por una prostituta! El decano me expulsaría.
Bravo extendió las patas y puso unos ojos confiados.