CAPÍTULO 31

Vuestra reputación es halagüeña —dijo Nebamon a Pazair—. La fortuna no os impresiona, no teméis atacar los privilegios; en resumen, la justicia es vuestro pan de cada día y la integridad vuestra segunda naturaleza.

—¿No es lo mínimo en un juez?

—Cierto, cierto… Por eso os he elegido.

—¿Debo sentirme halagado?

—Cuento con vuestra probidad.

A Pazair, desde su infancia, le caían mal los seductores de forzada sonrisa y actitudes calculadas. El médico jefe le irritaba en grado sumo.

—Está a punto de estallar un terrible escándalo —murmuró Nebamon de modo que el escribano no le oyera—. Un escándalo que podría desnaturalizar mi profesión y arrojar el oprobio sobre todos los médicos.

—Sed más explícito.

Nebamon volvió la cabeza hacia Iarrot.

Con el consentimiento del juez, el escribano se marchó.

—Las denuncias, los tribunales, la pesadez administrativa… ¿No podríamos evitar tan enojosas formalidades?

Pazair permaneció silencioso.

—Deseáis saber algo más, es muy normal. ¿Puedo contar con vuestra discreción?

El juez se dominó.

—Una de mis alumnas, Neferet, ha cometido faltas que yo he sancionado. En Tebas, hubiera debido observar una reservada prudencia y remitirse a colegas más competentes. Me ha decepcionado mucho.

—¿Nuevos errores?

—Pasos en falso, cada vez más lamentables. Actividad incontrolada, prescripciones fuera de temporada, laboratorio privado.

—¿Es ilegal?

—No, pero Neferet no disponía de ningún medio material para instalarse.

—Los dioses le fueron favorables.

—Los dioses no, juez Pazair, una mujer de mala vida, Sababu, la patrona de una casa de cerveza procedente de Menfis.

Tenso, grave, Nebamon esperaba una reacción indignada.

Pazair parecía indiferente.

—La situación es muy inquietante —prosiguió el médico jefe—; un día u otro, alguien descubrirá la verdad y ensuciará a respetables facultativos.

—A vos, por ejemplo.

—Evidentemente, puesto que fui maestro de Neferet. No puedo seguir tolerando semejante riesgo.

—Lo lamento, pero no acabo de ver mi papel.

—Una intervención discreta, pero firme, suprimiría ese desagradable asunto. Como la casa de cerveza de Sababu pertenece a vuestro sector y ella trabaja en Tebas con una falsa identidad, no os faltarán motivos de inculpación. Amenazad a Neferet con graves sanciones si persiste en sus irrazonables empresas. La advertencia hará que regrese a una medicina rural a su medida. Naturalmente, no estoy solicitándoos una ayuda gratuita. Una carrera se construye; os ofrezco una estupenda ocasión de ascender en la jerarquía.

—Eso me conmueve.

—Sabía que nos entenderíamos. Sois joven, inteligente y ambicioso, a diferencia de tantos colegas vuestros, tan puntillosos con la letra de la ley que pierden el sentido común.

—¿Y si fracaso?

—Presentaré una denuncia contra Neferet, vos presidiréis el tribunal y elegiremos a los jurados. No deseo llegar a eso; mostraos persuasivo.

—No ahorraré esfuerzos.

Nebamon, relajado, se felicitaba por su gestión. Había juzgado bien al juez.

—Me satisface haber llamado a la puerta adecuada.

—Entre gente de calidad, es fácil allanar las dificultades.

Tebas, la divina, donde había conocido la felicidad y la desgracia. Tebas, la hechicera, donde el esplendor de los amaneceres se aliaba con la magia del ocaso. Tebas, la implacable, adonde el destino le llevaba en busca de una verdad huidiza como un lagarto aterrado.

La vio en el transbordador.

Ella regresaba de la orilla este, él cruzaba para dirigirse a la aldea donde la mujer ejercía. Pese a sus temores, ella no le rechazó.

—Mis palabras no eran ligeras. Este encuentro no debía de haberse producido nunca.

—¿Me habéis olvidado un poco?

—Ni un solo instante.

—Os torturáis.

—¿Qué importancia tiene eso para vos?

—Vuestro sufrimiento me entristece. ¿Creéis necesario aumentarlo viéndonos de nuevo?

—Hoy es el juez quien se dirige a vos, y sólo el juez.

—¿De qué se me acusa?

—De aceptar la generosidad de una prostituta. Nebamon exige que vuestras actividades se limiten a la aldea y que pongáis los casos graves en manos de vuestros colegas.

—¿Y si no?

—Si no, intentará que os condenen por inmoralidad y, por lo tanto, prohibiros ejercer.

—¿Es seria la amenaza?

—Nebamon es un hombre influyente.

—Escapé de él, y no admite que me resista.

—¿Preferís renunciar?

—¿Qué pensaríais vos de mi actitud?

—Nebamon cuenta conmigo para convenceros.

—Os conoce mal.

—Es una suerte para nosotros. ¿Tenéis confianza en mí?

—Sin ninguna reserva.

La ternura de su voz le encantó. ¿No estaba saliendo de la indiferencia, no le dirigía una nueva mirada, menos distante?

—No os preocupéis, Neferet. Os ayudaré.

La acompañó hasta la aldea, esperando que el camino de tierra no se acabara nunca.

El devorador de sombras se tranquilizó.

El viaje del juez Pazair parecía absolutamente privado. En vez de buscar al quinto veterano estaba cortejando a la hermosa Neferet.

Obligado a tomar mil precauciones a causa del nubio y de su mono, el devorador de sombras acabaría creyendo que el quinto veterano había fallecido de muerte natural o había huido tan lejos, hacia el sur, que nadie volvería a oír hablar de él. Sólo su silencio contaba.

Prudente, sin embargo, continuaría siguiendo al juez.

El babuino estaba intranquilo.

Kem escudriñó los alrededores, no advirtió nada anormal. Unos campesinos y sus asnos, obreros que reparaban los diques, aguadores. Y sin embargo, el mono policía venteaba un peligro.

Multiplicando su atención, el nubio se acercó al juez y a Neferet. Por primera vez apreciaba a su patrón. El joven magistrado estaba lleno de ideal y de utopía, era a la vez fuerte y frágil, realista y soñador; pero le guiaba la rectitud. Por sí solo no lograría suprimir la malignidad de la naturaleza humana, pero dificultaría su reinado. Y con eso, daría esperanzas a quienes sufrían injusticias.

Kem habría preferido que no se comprometiera en una aventura tan peligrosa donde, antes o después, sería destrozado; ¿pero cómo reprochárselo cuando tantos infelices habían sido asesinados? Mientras no se ofendiera la memoria de la gente sencilla, mientras un juez no concediera privilegios a los grandes a causa de su fortuna, Egipto seguiría brillando.

Neferet y Pazair no se hablaron. Él soñaba en un paseo como aquél, en el que, tomados de la mano, se limitaran a estar juntos. Sus pasos coincidían como los de una pareja unida. Estaba robando instantes de imposible felicidad, desgranaba un espejismo más precioso que la realidad.

Neferet caminaba de prisa, etérea; sus pies parecían rozar el suelo, se movía sin fatiga. El gozaba del inestimable privilegio de acompañarla y le habría propuesto convertirse en su servidor, oscuro y abnegado, si no estuviera obligado a seguir siendo juez para defenderla contra las tormentas que se anunciaban. ¿Estaba haciéndose ilusiones o ella se mostraba menos reticente para con él? Tal vez necesitaba aquel silencio compartido, tal vez se acostumbrara a su pasión, siempre que callara.

Entraron en el laboratorio donde Kani seleccionaba plantas medicinales.

—Una excelente cosecha.

—Y podría resultar inútil —deploró Neferet—; Nebamon quiere impedirme continuar.

—Si no estuviera prohibido envenenar a la gente…

—El médico jefe fracasará —afirmó Pazair—. Yo me interpondré.

—Es más peligroso que una víbora. También a vos os morderá.

—¿Nuevos elementos?

—El templo me ha confiado una gran parcela para explotarla. Me convierto en su proveedor oficial.

—Lo merecéis, Kani.

—No he olvidado nuestra investigación. He podido conversar con el escriba del censo; ningún veterano menfita ha sido contratado en los talleres o en las granjas desde hace seis meses. Los soldados jubilados deben advertir de su presencia, de lo contrario perderían sus derechos. Y sería condenarse a la miseria.

—Nuestro hombre tiene tanto miedo que la prefiere a una existencia a pleno día.

—¿Y si se hubiera exiliado?

—Estoy convencido de que se oculta en la orilla oeste.

Pazair era presa de contradictorios sentimientos. Por un lado, se sentía ligero, casi alegre; por el otro, sombrío y deprimido. Haber visto a Neferet, sentirla más cercana, mas amistosa le devolvía la vida; admitir que nunca sería su esposa le desesperaba.

Luchar por ella, por Suti y por Bel-Tran le impedía rumiar sus pensamientos. Las palabras de Branir le habían puesto en su justo lugar; un juez de Egipto se debía a los demás.

En el harén de Tebas oeste era día de fiesta; se celebraba el victorioso regreso de la expedición de Asia, la grandeza de Ramsés, la paz asegurada y el renombre del general Asher. Tejedoras, músicos, danzarinas, especialistas en esmalte, educadoras, peluqueras, creadoras de composiciones florales paseaban por los jardines y charlaban degustando pastelillos. Bajo un quiosco al abrigo del sol se servía jugo de fruta. Se admiraban los atavíos, se sentían celos y se criticaba.

Pazair llegaba en mal momento; consiguió, sin embargo, aproximarse a la dueña del lugar, cuya belleza eclipsaba la de sus cortesanas. Dominando en alto grado el arte del maquillaje, Hattusa demostraba su desdén a las elegantes de imperfectos afeites. Rodeada por completo, lanzaba pullas a los aduladores.

—¿No seréis por casualidad el pequeño juez de Menfis?

—Si vuestra alteza me autoriza a molestarla en semejante momento, una entrevista privada me satisfaría.

—¡Qué buena idea! Esos actos sociales me aburren. Vayamos junto al estanque.

¿Quién era aquel magistrado de modesto aspecto que así conquistaba a la más inaccesible de las princesas? Probablemente, Hattusa había decidido jugar con él y, luego, tirarlo como una muñeca desarticulada. Las extravagancias de la extranjera eran incontables.

Lotos blancos y lotos azules se entremezclaban en la superficie del agua, rizada por una ligera brisa. Hattusa y Pazair se sentaron en unas sillas plegables colocadas bajo un parasol.

—Vamos a charlar mucho, juez Pazair. Prescindamos de las formalidades.

—Os lo agradezco.

—¿Os estáis aficionando a los esplendores de mi harén?

—¿Os resulta familiar el nombre de Bel-Tran?

—No.

—¿Y el de Denes?

—Tampoco. ¿Se trata de un interrogatorio?

—Necesito vuestro testimonio.

—Esa gente, que yo sepa, no forma parte de mi personal.

—Denes, el principal transportista de Menfis, ha recibido una orden emitida por vos.

—¡No me importa! ¿Creéis que me intereso por estos detalles?

—En el barco que debía descargar aquí, se había almacenado trigo robado.

—Me temo que no os comprendo.

—El barco, el grano y la orden de expedición con vuestro sello han sido incautados.

—¿Estáis acusándome de robo?

—Os agradecería una explicación.

—¿Quién os envía?

—Nadie.

—Actuáis por vuestra propia cuenta… ¡No os creo!

—Hacéis mal.

—De nuevo intentan perjudicarme y, esta vez, utilizan los servicios de un ínfimo juez, inconsciente y fácil de manipular.

—El ultraje a magistrado, aumentado con la calumnia, se castiga con algunos bastonazos.

—¡Sois un insensato! ¿Sabéis con quién estáis hablando?

—Con una dama del más alto rango, sometida a la ley como la más humilde de las campesinas. Pues bien, estáis implicada en una apropiación fraudulenta de cereales pertenecientes al Estado.

—Me importa un bledo.

—Implicada no significa culpable. Por eso aguardo vuestras justificaciones.

—No me rebajaré.

—Si sois inocente, ¿qué teméis?

—¡Osáis poner en duda mi honestidad!

—Los hechos me obligan.

—Habéis ido muy lejos, juez Pazair, demasiado lejos.

Enojada, se levantó y caminó en línea recta. Los cortesanos se apartaron, inquietos ante una cólera cuyas consecuencias sufrirían.

El juez principal de Tebas, un hombre ponderado, de edad madura, amigo del sumo sacerdote de Karnak, recibió a Pazair tres días más tarde. Se tomó algún tiempo para examinar los documentos del expediente.

—Vuestro trabajo es muy notable, tanto en el fondo como en la forma.

—Puesto que está fuera de mi jurisdicción, os confío la tarea de proseguirlo. Si estimáis que mi intervención es necesaria, estoy dispuesto a convocar un tribunal.

—¿Cuál es vuestra íntima convicción? La existencia del tráfico de trigo está demostrada. Y Denes me parece libre de sospecha.

—¿El jefe de la policía?

—Sin duda está informado, ¿pero hasta qué punto?

—¿La princesa Hattusa?

—Se niega a darme la menor explicación.

—Es muy molesto.

—Su sello no puede borrarse.

—Cierto. ¿Pero quién lo puso?

—Ella misma. Se trata de su sello personal, el que lleva en el anillo. Como todos los grandes del reino, nunca se separa de él.

—Avanzamos por terreno peligroso. Hattusa no es muy popular en Tebas. Demasiado altiva, demasiado crítica, demasiado autoritaria. Aunque comparta la opinión general, el faraón está obligado a defenderla.

—Robar el alimento destinado al pueblo es un delito grave.

—Lo acepto, pero deseo evitar un proceso público que podría perjudicar a Ramsés. Según vuestras propias observaciones, por otra parte, la instrucción no ha concluido.

El rostro de Pazair se cerró.

—No os inquietéis, querido colega; como juez principal de Tebas, no tengo la intención de olvidar vuestro expediente entre un montón de archivos. Sólo quiero apuntalar la acusación, puesto que el demandante será el propio Estado.

—Os agradezco las explicaciones. Por lo que al proceso público se refiere…

—Sería preferible, lo sé; ¿pero queréis la verdad o la cabeza de la princesa Hattusa?

—No siento especial animosidad contra ella.

—Intentaré convencerla de que hable y le mandaré una convocatoria oficial si es preciso. Dejémosla decidir su destino, ¿os parece? Si es culpable, pagará.

El alto magistrado parecía sincero.

—¿Necesitaréis mi concurso?

—Por el momento no, y menos cuando os reclaman urgentemente en Menfis.

—¿Mi escribano?

—El decano del porche.