CAPÍTULO 30

El juez Pazair soportó la cólera de Bel-Tran.

—¿Qué esperáis de mí?

—Que intervengáis por impedimento a la libertad de circulación de mercancías. ¡Los pedidos no dejan de llegar, y no puedo satisfacerlos!

—En cuanto haya un barco disponible…

—No habrá ninguno.

—¿Malevolencia?

—Investigad, podréis probarlo. Cada día que pasa me acerca a la ruina.

—Volved mañana. Espero encontrar elementos concretos.

—No olvidaré lo que hacéis por mí.

—Por la justicia, Bel-Tran, no por vos…

La misión divertía a Kem y a su babuino más aún. Provisto de la lista de transportistas proporcionada por Bel-Tran, preguntaban las razones de su negativa.

Embrolladas explicaciones, lamentaciones, mentiras evidentes les dieron la seguridad de que el fabricante de papiro no se equivocaba. En el extremo de un almacén, a la hora de la siesta, Kem le echó el ojo a un contramaestre generalmente bien informado.

—¿Conoces a Bel-Tran?

—He oído hablar de él.

—¿No hay barcos disponibles para su papiro?

—Eso parece.

—Y, sin embargo, el tuyo está atracado, y vacío. El babuino abrió las fauces, sin emitir un solo sonido.

—¡Sujeta tu fiera!

—La verdad, y te dejaremos en paz.

—Denes ha alquilado todos los barcos durante una semana.

Al caer la tarde, el juez Pazair siguió el procedimiento reglamentario interrogando personalmente a los armadores, obligados a enseñarle sus contratos de alquiler.

Todos estaban a nombre de Denes.

De una chalana de vela, los marineros desembarcaban alimentos, jarras y muebles. Otro barco de carga se disponía a partir hacia el Sur. A bordo, pocos remeros; la casi totalidad de la embarcación, de casco macizo, estaba destinada a cabinas donde se almacenaban las mercancías. El timonel ocupaba ya su puesto; faltaba el hombre de proa. Con su larga pértiga, sondeada el fondo a intervalos regulares. En el muelle, entre el estruendo, Denes hablaba con el capitán. Los marinos cantaban o se apostrofaban, unos carpinteros reparaban un velero, los talladores de piedra consolidaban un embarcadero.

—¿Puedo consultaros? —preguntó Pazair, que iba acompañado por Kem y su babuino.

—Más tarde, con mucho gusto.

—Perdonad que insista, pero tengo prisa.

—¡No hasta el punto de retrasar la partida de un barco!

—Precisamente, de eso se trata.

—¿Motivo?

Pazair desenrolló un papiro de más de un metro.

—Ésta es la lista de las infracciones que habéis cometido: alquiler forzado, intimidación a los armadores, tentativa de monopolio, trabas a la circulación de bienes.

Denes consultó el documento. Las acusaciones del juez se formulaban con precisión y de acuerdo con las normas.

—Niego vuestra interpretación de los hechos, es dramática y grandilocuente. He alquilado tantos barcos para destinarlos a unos transportes extraordinanos.

—¿Cuáles?

—Materiales diversos.

—Demasiado vago.

—En mi oficio, es bueno prever lo imprevisible.

—Bel-Tran es víctima de vuestra maniobra.

—¡Ya estamos! Se lo advertí: su ambición le llevará al fracaso.

—Para romper un monopolio de hecho, que es innegable, ejerzo el derecho de requisa.

—Como queráis. Tomad una barca cualquiera del muelle oeste.

—Vuestra embarcación me conviene.

Denes se colocó ante la pasarela.

—¡Os prohíbo tocarla!

—Prefiero no haber oído nada. Discutir la ley es un delito serio.

El transportista se suavizó.

—Sed razonable… En Tebas esperan este cargamento.

—Bel-Tran sufre un perjuicio del que sois autor; la justicia implica que le indemnicéis. Acepta no denunciaros para preservar vuestras relaciones futuras. A causa del retraso, sus reservas son enormes; apenas bastará este navío de transporte.

Pazair, Kem y el babuino subieron a bordo. El juez no sólo quería hacer justicia a Bel-Tran, sino que seguía también una intuición.

Varias cabinas construidas con tablas unidas y agujereadas para permitir la circulación del aire albergaban caballos, bueyes, carneros y terneras. Algunos estaban en libertad, otros atados a unas anillas fijadas en la cubierta. Los que tenían el pie marinero paseaban a proa. Otras cabinas, simples cuchitriles de delgada madera cubiertos con un techo, contenían taburetes, sillas y mesas.

A popa, una gran lona cubría una treintena de silos portátiles.

Pazair llamó a Denes.

—¿De dónde procede este trigo?

—De los almacenes.

—¿Quién os lo ha entregado?

—Consultad al contramaestre.

Interrogado, el hombre mostró un documento oficial con un sello indescifrable. ¿Por qué iba a extrañarle ese detalle cuando la mercancía era banal? Según las necesidades de una u otra provincia, Denes transportaba grano durante todo el año. Las reservas de los silos estatales evitaban las hambrunas.

—¿Quién ha dado la orden de transporte?

El contramaestre lo ignoraba. El juez se volvió hacia su patrono, que, sin vacilación alguna, le condujo hasta su oficina en el puerto.

—No tengo nada que ocultar —confesó Denes nervioso—. Ciertamente he intentado dar una lección a Bel-Tran, pero era sólo una broma. ¿Por qué os intriga mi cargamento?

—Secreto de sumario.

Los archivos estaban en orden. Denes, dócil, se apresuró a mostrar la tablilla que interesaba al juez.

La orden de transporte emanaba de Hattusa, princesa hitita, superiora del harén de Tebas, esposa diplomática de Ramsés el Grande.

Gracias al general Asher, la calma había vuelto a los principados de Asia. Una vez más, había demostrado su perfecto conocimiento del terreno. Dos meses después de su regreso, en mitad del estío, cuando una bienhechora crecida depositaba el limo fertilizante en ambas orillas, se había organizado en su honor una grandiosa ceremonia. ¿Acaso Asher no había conseguido un tributo compuesto por mil caballos, quinientos prisioneros, diez mil corderos, ochocientas cabras, cuatrocientos bueyes, cuarenta carros enemigos, centenares de lanzas, espadas, cotas de armas, escudos y doscientos mil sacos de cereales? Ante el palacio real se habían reunido los cuerpos de élite, la guardia del faraón y la policía del desierto, y representantes de los cuatro regimientos de Amón, Ra, Ptah y de Seth, incluyendo carros, infantería y arqueros. Ni un solo oficial había faltado a la llamada. El poderío militar egipcio desplegaba sus fastos y celebraba a su más condecorado oficial superior. Ramsés le entregaría cinco collares de oro y decretaría tres días de fiesta en todo el país. Asher se convertía en uno de los primeros personajes del Estado, brazo armado del rey y muralla contra la invasión.

Suti no estaba ausente de la fiesta. El general le había atribuido un nuevo carro para desfilar, sin obligarle a comprar la lanza y la caja, como la mayoría de los oficiales; tres soldados se encargarían de los dos caballos.

Antes del desfile, el héroe de la reciente campaña recibió las felicitaciones del general.

—Seguid sirviendo a vuestro país, Suti; os prometo un brillante porvenir.

—Mi alma está atormentada, general.

—Me asombráis.

—Mientras no hayamos hecho prisionero a Adafi, no dormiré tranquilo.

—En eso reconozco a un héroe brillante y generoso.

—Y me hago algunas preguntas… ¿Cómo ha podido escapar a pesar de nuestro peinado?

—El muy bribón es hábil.

—¿No juraría que adivina nuestros planes?

En la frente del general Asher apareció una arruga.

—Me habéis dado una idea… Que en nuestras filas hay un espía.

—Inverosímil.

—Ha ocurrido ya. Tranquilizaos: mi estado mayor y yo mismo nos interesaremos por el problema. Tened la seguridad de que el vil rebelde no seguirá libre mucho tiempo.

Asher palmeó la mejilla de Suti y, luego, se dirigió a otro valiente. Las insinuaciones, bastante insistentes sin embargo, no le habían turbado.

Por un instante, Suti se preguntó si no se habría equivocado; pero la horrible escena seguía muy viva en su memoria. Ingenuo, había esperado que el traidor perdiera su sangre fría.

El faraón pronunció un largo discurso, cuyas partes esenciales fueron repetidas por los heraldos en todas las ciudades y todas las aldeas. Jefe supremo de los ejércitos, garantizaba la paz y velaba por las fronteras. Los cuatro grandes regimientos, con veinte mil soldados, protegerían Egipto de cualquier tentativa de invasión. Carros e infantería, donde se habían alistado numerosos nubios, sirios y libios, estaban vinculados a la felicidad de las Dos Tierras, y la defenderían contra los agresores, aunque fueran antiguos compatriotas. El rey no toleraría ninguna falta a la disciplina, el visir ejecutaría sus consignas al pie de la letra.

A cambio de sus buenos y leales servicios, el general Asher era responsable de la instrucción de los oficiales encargados de encuadrar las tropas que efectuarían misiones de vigilancia en Asia. Su experiencia les sería preciosa. Abanderado ya a la diestra del rey, el general sería permanentemente consultado sobre las opciones tácticas y estratégicas.

Pazair abría un expediente, lo cerraba, clasificaba documentos ya clasificados, daba órdenes contradictorias a su escribano y olvidaba pasear a su perro. Iarrot no se atrevía a preguntarle nada, pues el juez respondía cualquier cosa.

Pazair soportaba, día tras día, los asaltos de Suti, cada vez más impaciente; ver a Asher en libertad se le hacía insoportable. El juez excluía toda precipitación, sin proponer nada en concreto, y arrancaba a su amigo la promesa de no intervenir de un modo insensato. Atacar al general a la ligera sólo llevaría al fracaso.

Suti advertía que Pazair no se interesaba mucho en su propósito; perdido en dolorosos pensamientos, iba ajándose poco a poco.

El juez había creído que su trabajo le aturdiría y le haría olvidar a Neferet. Pero, contrariamente, el alejamiento aumentaba su angustia. Consciente de que el tiempo lo agravaría más aún, decidió convertirse en una sombra. Tras haber dicho adiós a su perro y a su asno, salió de Menfis dirigiéndose al oeste, hacia el desierto líbico.

Cobarde, no había hablado con Suti, imaginando de antemano sus argumentos. Encontrar el amor y no poder vivirlo habían transformado su existencia en un suplicio.

Pazair caminó por la ardiente arena, bajo un sol de justicia. Subió a una colina y se sentó en una piedra, dirigiendo los ojos a la inmensidad. El cielo y la tierra se cerrarían sobre su cabeza, el calor le desecaría, las hienas y los buitres destruirían sus despojos. Desdeñando su sepultura, injuriaba a los dioses y se condenaba a sufrir la segunda muerte, que excluía la resurrección; ¿pero una eternidad sin Neferet no sería el peor de los castigos?

Ausente de si mismo, indiferente al viento y a la mordedura de la arena, Pazair se sumió en la nada. Sólo el vacío, luz inmóvil… Desaparecer no era fácil. El juez no se movía, convencido de que se deslizaba hacia el sueño postrero.

Cuando la mano de Branir se posó en su hombro, no reaccionó.

—Un paseo fatigoso, a mi edad. Al regresar de Tebas, pensaba descansar; y me obligas a encontrarte en este desierto. Incluso con radiestesia, ha sido una dura tarea. Bebe un poco.

Branir tendió un odre fresco a su discípulo. Con mano temblorosa, éste lo agarró, puso el gollete entre sus labios exangües y bebió un trago.

—Negarme hubiera sido insultante, pero no os concederé nada más.

—Eres resistente, tu piel no se ha quemado y tu voz apenas tiembla.

—El desierto me arrebatará la vida.

—Te negará la muerte.

Pazair se agitó.

—Seré paciente.

—Tu paciencia será inútil, pues eres un perjuro.

El juez dio un respingo.

—Vos, maestro, vos…

—La verdad duele.

—¡No he faltado a mi palabra!

—Te falla la memoria. Cuando aceptaste tu primer puesto en Menfis, hiciste un juramento del que fue testigo una piedra. Contempla el desierto, a nuestro alrededor; la piedra se ha convertido en un millar, te recuerda el compromiso sagrado que aceptaste ante Dios, ante los hombres y ante ti mismo. Lo sabías, Pazair; un juez no es un hombre ordinario. Tu existencia ya no te pertenece. Destrúyela, devástala, no tiene importancia; el perjuro está condenado a errar entre las sombras rabiosas que se desgarran mutuamente.

Pazair desafió a su maestro.

—No puedo vivir sin ella.

—Debes cumplir tu función de juez.

—¿Sin alegría y sin esperanza?

—La justicia no se nutre de estados de ánimo, sino de rectitud.

—Olvidar a Neferet me es imposible.

—Háblame de tus investigaciones.

El enigma de la esfinge, el quinto veterano, el general Asher, el trigo robado… Pazair reunió los hechos, no ocultó sus incertidumbres ni sus dudas.

—Tú, modesto magistrado, situado en lo más bajo de la escala jerárquica, estás a cargo de asuntos excepcionales que el destino te ha confiado. Sobrepasan tu persona y tal vez comprometan el porvenir de Egipto. ¿Serás lo bastante mediocre como para descuidarlos?

—Actuaré, puesto que así lo deseáis.

—Tu función lo exige. ¿Crees, acaso, que la mía es más ligera?

—Pronto gozaréis del silencio del templo cubierto.

—No de su silencio, Pazair, sino de su vida entera. Contra mi deseo, me han nombrado sumo sacerdote de Karnak.

El rostro del juez se iluminó.

—¿Cuándo recibiréis el anillo de oro?

—Dentro de unos meses.

Durante dos días, Suti había buscado a Pazair por todo Menfis. Lo sabia bastante desesperado como para poner fin a sus días.

Reapareció en su despacho, con el rostro quemado por el sol. Suti le arrastró a una formidable noche de bebida, poblada de recuerdos infantiles. Por la mañana, se bañaron en el Nilo, sin lograr disipar la jaqueca que palpitaba en sus sienes.

—¿Dónde te ocultabas?

—Una meditación en el desierto. Branir me ha traído.

—¿Qué has decidido realmente?

—Aunque la ruta sea apagada y gris, respetaré mi juramento de juez.

—Llegará la felicidad.

—Bien sabes que no.

—Combatiremos juntos. ¿Por dónde vas a comenzar?

—Tebas.

—¿A causa de ella?

—No volveré a verla. Tengo que aclarar un tráfico de trigo y encontrar al quinto veterano. Su testimonio será esencial.

—¿Y si ha muerto?

—Gracias a Branir, estoy seguro de que se oculta. Su varita de zahorí no se equivoca.

—Puede ser largo.

—Vigila a Asher, estudia sus hechos y sus gestos. Intenta encontrar un fallo.

El carro de Suti levantaba una nube de polvo. El nuevo teniente entonaba una canción obscena que alababa la infidelidad de las mujeres. Suti era optimista; aunque Pazair siguiera neurasténico, no traicionaría su palabra. A la primera ocasión, le haría conocer a una alegre doncella que disiparía su melancolía.

Asher no escaparía a la justicia. Suti debía impartir la suya.

El carro pasó entre los dos mojones que señalaban la entrada de la propiedad. El calor era tan pesado que la mayoría de los campesinos descansaban a la sombra. Ante la granja estaba desarrollándose un drama; un asno acababa de volcar su carro.

Suti se detuvo, saltó a tierra, apartó al arriero que blandía un bastón para castigar al animal. El teniente inmovilizó al aterrado cuadrúpedo, sujetándolo por las orejas, y lo tranquilizó acariciándolo.

—No debe golpearse a un asno.

—¿Y mi saco de grano? ¿No ves que lo ha tirado?

—No ha sido él —corrigió un adolescente.

—¿Quién entonces?

—La libia. Se divierte pinchándole el trasero con espinas.

—¡Ah, ésa! Merece diez veces unos buenos bastonazos.

—¿Dónde está?

—Junto al estanque. Si quieren agarrarla, trepa al sauce.

—Yo me encargo.

En cuanto se aproximó, Pantera se subió al árbol y se tendió en una gran rama.

—Baja.

—¡Vete! ¡Por tu culpa me han reducido a la esclavitud!

—Yo debiera estar muerto, recuérdalo, y vengo a liberarte. Tírate en mis brazos.

Ella no vaciló. Suti cayó hacia atrás, golpeó con fuerza el suelo e hizo una mueca. Pantera rozó con el dedo las cicatrices.

—¿Te rechazan las demás mujeres?

—Necesito una abnegada enfermera durante algún tiempo. Me darás masajes.

—Estás polvoriento.

—He ido muy de prisa, impaciente por verte.

—¡Mentiroso!

—Hubiera debido lavarme, tienes razón.

Se levantó, manteniéndola en sus brazos, y corrió hacia el estanque, donde se zambulleron besándose.

Nebamon se probaba unas pelucas de gala que le había preparado su peluquero. Ninguna le gustaba. Demasiado pesadas, demasiado complicadas. Cada vez era más difícil seguir la moda. Desbordado por las demandas de ricas damas deseosas de preservar sus encantos remodelando sus cuerpos, obligado a presidir comisiones administrativas y a apartar los candidatos a su sucesión, lamentaba la ausencia, a su lado, de una mujer como Neferet. Su fracaso le irritaba.

El secretario particular se inclinó ante él.

—He obtenido las informaciones que deseabais.

—¿Necesidades y miseria?

—No exactamente.

—¿Ha abandonado la medicina?

—Al contrario.

—¿Estás burlándote de mí?

—Neferet ha fundado un dispensario rural, un laboratorio, practica intervenciones quirúrgicas y ha obtenido el beneplácito de las autoridades sanitarias de Tebas. Su fama no deja de aumentar.

—¡Es insensato! No tiene fortuna alguna. ¿Cómo se procura los productos raros y costosos?

El secretario particular sonrió.

—Deberíais estar contento de mi.

—Habla.

—He seguido un extraño hilo. ¿Ha llegado a vuestros oídos la reputación de Sababu?

—¿No tenía una casa de cerveza, en Menfis?

—La más famosa. Abandonó de pronto el establecimiento, aunque era muy rentable.

—¿Qué relación tiene con Neferet?

—Sababu no es sólo una de sus pacientes, sino también su proveedora de fondos. Ofrece a la clientela tebana jóvenes y hermosas muchachas, obtiene beneficio de este comercio y hace que su protegida lo aproveche. ¿No es eso un insulto a la moral?

—Una médico financiada por una prostituta… ¡Ya es mía!