CAPÍTULO 29

Suti no era hombre para disfrutar largo tiempo la paz y el silencio de los jardines del templo. Como las sacerdotisas, aunque hermosas, no se encargaban de los enfermos y eran inaccesibles, sólo tenía contactos con un enfermero desabrido que cambiaba sus apósitos. Menos de un mes después de la operación, hervía de impaciencia. Cuando Neferet le examinó, no pudo contenerse.

—Ya estoy restablecido.

—No del todo, pero vuestro estado es notable. No ha cedido ningún punto de sutura, las heridas han cicatrizado, no se ha declarado ninguna infección.

—¡Así pues, puedo salir!

—A condición de que os cuidéis.

Sin poder resistirlo, la besó en ambas mejillas.

—Os debo la vida y no soy un ingrato. Si me llamáis, acudiré. ¡Palabra de héroe!

—Os llevaréis una jarra de agua curativa y beberéis tres copelas al día.

—¿Tengo prohibida la cerveza?

—Y también el vino, sólo pequeñas dosis.

Suti tendió los brazos e hinchó el pecho.

—¡Qué bueno es vivir de nuevo! Tantas horas de sufrimiento… Sólo las mujeres podrán borrarlas.

—¿No pensáis casaros con una?

—¡Que la diosa Hator me proteja de tal desastre! ¿Yo con una esposa fiel y una retahíla de mocosos agarrados a mi paño? Una amante, luego otra y otra más, ése es mi maravilloso destino. Ninguna se parece a la otra, todas tienen su secreto.

—Parecéis muy distinto de vuestro amigo Pazair —advirtió ella sonriendo.

—No os fiéis de su reservado aspecto: es un pasional, tal vez más que yo. Si se ha atrevido a hablaros…

—Se ha atrevido.

—No toméis a la ligera sus palabras.

—Me asustaron.

—Pazair amará sólo una vez. Pertenece a esa raza de hombres que se enamora locamente y mantiene su locura durante toda una vida. Una mujer no puede comprenderlo, pues necesita acostumbrarse, tomarse algún tiempo antes de comprometerse. Pazair es un torrente furioso, no un fuego de pajas; su pasión no cederá. Es torpe, demasiado tímido, apresurado, de una sinceridad absoluta. Ha rechazado los amoríos y las aventuras, pues sólo es capaz de un gran amor.

—¿Y si se engaña?

—Beberá hasta las heces su ideal. No esperéis la menor concesión.

—¿Admitís mis temores?

—En el amor, los argumentos razonables son inútiles. Os deseo que seáis feliz, sea cual sea vuestra decisión.

Suti comprendía a Pazair. La belleza de Neferet era luminosa.

Sentado al pie de una palmera, ya no se alimentaba. Con la cabeza apoyada en las rodillas, en postura de luto, ni siquiera distinguía el día de la noche. Los niños ya no le molestaban, pues parecía un bloque de piedra.

—¡Pazair, soy yo, Suti!

El juez no reaccionó.

—Estás convencido de que no te ama.

Suti se apoyó en un tronco, junto a su amigo.

—No habrá otra mujer, lo sé también. No intentaré consolarte, compartir tu desgracia es imposible. Sólo queda tu misión.

Pazair guardó silencio.

—Ni tú ni yo podemos permitir que Asher triunfe. Si renunciamos, el tribunal del otro mundo nos condenará a la segunda muerte, y no habrá justificación alguna para nuestra cobardía.

El juez permaneció inerte.

—Como quieras, muérete de inanición pensando en ella. Combatiré solo contra Asher.

Pazair salió de su embotamiento y miró a Suti.

—Te destruirá.

—A cada uno su prueba. Tú no soportas la indiferencia de Neferet; a mí, el rostro de un asesino me obsesiona durante el sueño.

—Te ayudaré.

Pazair intentó levantarse, pero la cabeza le daba vueltas; Suti le tomó de los hombros.

—Perdóname, pero…

—Me has recomendado a menudo no faltar a la palabra. Lo esencial es que te recuperes.

Los dos hombres tomaron el transbordador, tan cargado como de costumbre. Pazair había mordisqueado un poco de pan con cebolla. El viento le azotó el rostro.

—Contempla el Nilo —recomendó Suti—. Es la nobleza. Frente a él, somos mediocres.

El juez miró el agua clara.

—¿En qué piensas, Pazair?

—Como si lo ignoraras…

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que Neferet no te ama? He hablado con ella y…

—Es inútil, Suti.

—Tal vez los ahogados sean beatificados, pero de todos modos se ahogan. Y prometiste acusar a Asher.

—Sin ti, renunciaría.

—Porque ya no eres tú.

—Al contrario, ya sólo soy yo, y reducido a la peor de las soledades.

—Olvidarás.

—No lo comprendes.

—El tiempo es el único remedio.

—No borrará nada.

En cuanto el transbordador tocó la orilla, una ruidosa muchedumbre desembarcó, azuzando asnos, corderos y bueyes. Los dos amigos dejaron salir a la multitud, subieron una escalera y caminaron hasta el despacho del juez principal de Tebas. El servicio de correos no había recibido ningún mensaje para Pazair.

—Volvamos a Menfis —exigió Suti.

—¿Tanta prisa tienes?

—Estoy impaciente por ver a Asher. ¿Y si me resumieras tus investigaciones?

Con voz monocorde, Pazair relató las etapas de su gestión. Suti escuchaba atentamente.

—¿Quién te siguió?

—No lo sé.

—¿Son los métodos del jefe de la policía?

—¿Por qué no?

—Antes de salir de Tebas, pasemos a ver a Kani.

Dócil, Pazair aceptó. Indiferente, se alejaba de la realidad. El rechazo de Neferet le corroía el alma.

Kani no trabajaba solamente en su jardín, provisto de varios sistemas de irrigación basculante. Una intensa actividad reinaba en la parcela de tierra consagrada a las legumbres. El hortelano se ocupaba de las plantas medicinales. Curtido, con la piel cada vez más arrugada, lentos los gestos, soportaba el peso de la gran pértiga, de cuyos extremos colgaban dos grandes recipientes llenos de agua. No concedía a nadie el privilegio de alimentar a sus protegidas.

Pazair le presentó a Suti. Kani le contempló.

—¿Amigo vuestro?

—Podéis hablar ante él.

—He proseguido mi sistemática búsqueda del veterano. Ebanistas, carpinteros, aguadores, lavanderos, campesinos… No olvido ninguna actividad. Un mínimo indicio: nuestro hombre fue por algunos días reparador de carros, antes de desaparecer.

—No tan mínimo —rectificó Suti—. ¡Significa que está vivo!

—Esperemos que sí.

—¿Le habrán eliminado también?

—En cualquier caso, ha desaparecido.

—Proseguid —recomendó Pazair—. El quinto veterano está todavía en este mundo.

¿Existía más suave dulzura que la de los anocheceres tebanos, cuando el viento del norte llevaba el frescor a los cenadores y las pérgolas donde se bebía cerveza mientras se admiraba el ocaso? La fatiga de los cuerpos desaparecía, el tormento de las almas se apaciguaba, la belleza de la diosa del silencio se desplegaba por el rojizo occidente. Unos ibis atravesaban el crepúsculo.

—Mañana, Neferet, me voy a Menfis.

—¿Vuestro trabajo?

—Suti ha sido testigo de una fechoría. Por vuestra seguridad, prefiero no decir nada más.

—¿Tan acuciante es el peligro?

—Es cosa del ejército.

—Pensad en vos, Pazair.

—¿Os preocupa mi suerte?

—No seáis acerbo. Deseo mucho vuestra felicidad.

—Sólo vos podéis concedérmela.

—Sois tan absoluto, si…

—Venid conmigo.

—Es imposible. No me anima el mismo ardor que a vos; admitid que soy diferente, que la prisa me es ajena.

—Es todo tan sencillo: os amo y vos no me amáis.

—No, no todo es tan sencillo. El día no viene repentinamente después de la noche, ni una estación tras otra.

—¿Me dais alguna esperanza?

—Comprometerme sería mentir.

—Ya lo veis.

—Vuestros sentimientos son tan violentos, tan impacientes… No podéis exigir que responda a ellos con el mismo ardor.

—No intentéis justificaros.

—No veo claro en mí misma, ¿cómo puedo ofreceros una certeza?

—Si me voy, no volveremos a vernos nunca.

Pazair se alejó con paso lento, esperando unas palabras que nunca fueron pronunciadas.

El escribano Iarrot había evitado los errores graves al no asumir responsabilidades. El barrio estaba tranquilo, no se había cometido ningún delito importante. Pazair resolvió algunos detalles y se dirigió a casa del jefe de la policía, que había dejado una convocatoria.

Con voz gangosa, apresurado, Mentmosé parecía más sonriente que de ordinario.

—¡Querido juez! Celebro volver a veros. ¿Estabais de viaje?

—Un desplazamiento obligado.

—Vuestra jurisdicción permaneció muy tranquila; la reputación comienza a dar fruto. Se sabe que no transigís con la ley. Con todos los respetos, me parecéis cansado.

—No tiene importancia.

—Bueno, bueno…

—¿Y el motivo de vuestra convocatoria?

—Un asunto delicado y… lamentable. Seguí vuestro plan al pie de la letra, por lo que se refiere al silo sospechoso. Recordadlo: dudaba de su eficacia. Y, entre nosotros, no estaba equivocado.

—¿Ha huido el intendente?

—No, no… No puedo reprocharle nada. No estaba en su puesto cuando se produjo el incidente.

—¿Qué incidente?

—La mitad del contenido del silo fue robada durante la noche.

—¿Bromeáis?

—Desgraciadamente, no. Es la triste realidad.

—¡Pero vuestros hombres estaban vigilándolo!

—Si y no. Una riña, no lejos de los graneros, los obligó a intervenir con urgencia. ¿Quién podría reprochárselo? Cuando volvieron a la guardia, comprobaron el robo. ¡Es sorprendente, ahora el estado del silo corresponde al informe del intendente!

—¿Y los culpables?

—No hay pistas serias.

—¿Testigos?

—El barrio estaba desierto y la operación se ejecutó perfectamente. No será fácil identificar a los ladrones.

—Supongo que habéis puesto en el caso vuestros mejores elementos.

—Contad conmigo.

—Entre nosotros, Mentmosé, ¿qué opinión tenéis de mí?

—Bueno… Os considero un juez consciente de sus deberes.

—¿Me concedéis cierta inteligencia?

—¡Querido Pazair, os subestimáis!

—En ese caso, sabréis que no concedo crédito alguno a vuestra historia.

La señora Silkis, presa de una de sus frecuentes crisis de angustia, recibía los atentos cuidados de un especialista en trastornos psíquicos, el intérprete de sueños. Su gabinete, pintado de negro, estaba sumido en la oscuridad. Cada semana, la mujer se tendía en una estera, le contaba sus pesadillas y solicitaba sus consejos.

El intérprete de sueños era un sirio instalado en Menfis desde hacía muchos años. Utilizando numerosos grimorios y claves de los sueños[51], adulaba a una clientela de damas nobles y burguesas acomodadas. Sus honorarios eran pues muy elevados; ¿acaso no proporcionaba un consuelo regular a pobres criaturas de espíritu frágil? El intérprete insistía en la ilimitada duración del tratamiento; ¿se dejaba alguna vez de soñar? Y sólo él podía dar el significado de las imágenes y los fantasmas que agitaban un cerebro adormilado. Muy prudente, rechazaba la mayoría de insinuaciones de sus pacientes carentes de afecto, y sólo cedía a algunas viudas, apetitosas todavía.

Silkis se roía las uñas.

—¿Os habéis peleado con vuestro marido?

—A causa de los niños.

—¿Qué falta han cometido?

—Mienten. ¡No es tan grave, a fin de cuentas! Mi marido se enfada, yo los defiendo, la cosa sube de tono.

—¿Os pega?

—Un poco, pero me defiendo.

—¿Está satisfecho de vuestra transformación corporal?

—¡Oh, sí! Lo tengo comiendo en mis manos… a veces, hace lo que quiero, siempre que no me meta en sus asuntos.

—¿Os interesa?

—En absoluto. Somos ricos, y eso es lo esencial.

—Tras vuestra última pelea, ¿cómo os comportasteis?

—Como de costumbre. Me encerré en la habitación y grité. Luego me dormí.

—¿Largos sueños?

—Siempre las mismas imágenes. Vi primero una niebla que ascendía del río. Algo, un barco sin duda, intentaba atravesarla. Gracias al sol, la niebla se disipó. El objeto era un gigantesco falo que avanzaba ante él. Me aparté, quise refugiarme en una casa, a orillas del Nilo. No era un edificio, sino un sexo femenino que me atraía y asustaba al mismo tiempo.

Silkis jadeaba.

—Desconfiad —recomendó el intérprete—, según las claves de los sueños ver un falo anuncia un robo.

—¿Y un sexo femenino?

—La miseria.

Desmelenada, la señora Silkis acudió sin demora al almacén. Su marido apostrofaba a dos hombres de rasgos colgantes y aspecto doliente.

—Perdona que te moleste, querido. ¡Es preciso tener cuidado, van a robarte y podemos quedar en la miseria!

—Tardía advertencia. Estos capitanes están diciéndome, como sus colegas, que no hay ningún barco disponible para transportar mis papiros del delta a Menfis. Nuestro almacén permanecerá vacío.