El carro de Suti avanzaba por un difícil camino a lo largo de una pared rocosa. Desde hacía una semana, las tropas de élite del general Asher perseguían, en vano, a los últimos rebeldes. Estimando que la región estaba pacificada, el general dio orden de regresar.
Suti, acompañado por un arquero, permanecía mudo. Con el rostro sombrío, se concentraba en la conducción del vehículo. Pantera gozaba de un trato de favor; viajaba montada en un asno, a diferencia de los demás prisioneros, condenados a marchas forzadas. Asher había concedido este privilegio al héroe de la campaña que concluía, y nadie se había opuesto. La libia dormía en la tienda de Suti, estupefacta ante la transformación del joven. Él, por lo general ardiente y expansivo, se había encerrado en una extraña tristeza. Sin poder soportarlo más, quiso conocer la razón.
—Eres un héroe, serás agasajado, te convertirás en un hombre rico y pareces un vencido. Explícate.
—Una prisionera no puede exigir nada.
—Te combatiré durante toda mi vida, siempre que estés en condiciones de luchar. ¿Has perdido las ganas de vivir?
—Trágate tus preguntas y calla.
Pantera se quitó la túnica.
Desnuda, echó hacia atrás sus rubios cabellos y danzó lentamente, girando sobre si misma, para poner de relieve todas las facetas de su cuerpo. Sus manos describían curvas, rozaban sus pechos, sus caderas, sus muslos. Ondeaba con la innata agilidad de las mujeres de su raza. Cuando avanzó, felina, él no reaccionó. Le quitó el paño, besó su torso y se tendió sobre él. Con alegría advirtió que el vigor del héroe no había desaparecido. Aunque no quería, la deseaba. La muchacha se deslizó a lo largo de su amante y, con sus cálidos labios, le besó.
—¿Qué será de mi?
—En Egipto serás libre.
—¿No me mantendrás a tu lado?
—Un solo hombre no te bastará.
—Hazte rico y lo soportaré.
—Como una mujer honrada, te aburrirías. No olvides que has prometido traicionarme.
—Me venciste y te venceré.
Siguió seduciéndole con su voz, de graves inflexiones y tonos acariciadores. Tendida boca abajo, con los cabellos en desorden y las piernas abiertas, le llamaba. Suti la penetró con ardor, consciente de que aquella diablesa debía de utilizar la magia para reavivar así su deseo.
—Ya no estás triste.
—No intentes leer en mi corazón.
—Háblame.
—Mañana, cuando detenga el carro, baja del asno, acércate y obedéceme.
—La rueda derecha chirría —dijo Suti al arquero.
—No oigo nada.
—Yo tengo fino el oído. Este ruido anuncia una avería; mejor será verificarlo.
Suti ocupaba la cabeza de la columna. Salió del camino y colocó el carro frente a un sendero que se perdía en un bosque.
—Veámoslo.
El arquero obedeció. Suti puso una rodilla en tierra, examinó la rueda en cuestión.
—Malo —dijo—. Dos radios a punto de quebrarse.
—¿Puede repararse?
—Esperemos a que lleguen los carpinteros militares.
Éstos marchaban a la cola de la columna, justo después de los prisioneros. Cuando Pantera bajó de su asno y se acercó a Suti, los soldados no se privaron de hacer comentarios obscenos.
—Sube.
Suti empujó al arquero, tomó las riendas y lanzó el carro a toda velocidad en dirección al bosque. Nadie había tenido tiempo de reaccionar. Petrificados, sus camaradas de combate se preguntaron por qué desertaba el héroe.
La propia Pantera confesó su pasmo.
—¿Te has vuelto loco?
—Tengo que cumplir una promesa.
Una hora más tarde, el carro se detuvo en el lugar donde Suti había enterrado al teniente asesinado por los beduinos. Pantera, horrorizada, asistió a la exhumación. El egipcio envolvió los despojos en un gran lienzo y lo ató por los extremos.
—¿Quién es?
—Un verdadero héroe que descansará en su tierra, junto a los suyos.
Suti no añadió que el general Asher, probablemente, no habría autorizado su acción. Cuando estaba terminando su fúnebre tarea, la libia gritó.
Suti se dio la vuelta, pero no pudo evitar que la zarpa de un oso le desgarrase el hombro izquierdo. Cayó, rodó sobre si mismo, intentó ocultarse detrás de una roca. De pie, con tres metros de altura, pesado y hábil a la vez, el plantígrado espumeaba. Hambriento y furioso, abrió las fauces y emitió un terrorífico rugido que hizo volar a los pájaros de los alrededores.
—¡Mi arco, pronto!
La libia arrojó el arco y el carcaj a Suti. No se atrevía a dejar la ilusoria protección del carro. Cuando el joven tomaba sus armas, la pata del oso se abatió de nuevo y le desgarró la espalda. Boca abajo, ensangrentado, dejó de moverse. Pantera soltó otro grito, atrayendo la atención del monstruo. Bamboleante, se dirigió hacia la muchacha, incapaz de huir.
Suti se arrodilló. Una neblina roja pasó ante sus ojos. Sacando fuerzas de flaqueza, tensó su arco y disparó hacia aquella masa parda. Herido en el flanco, el oso se volvió, a cuatro patas, con las fauces abiertas, corrió hacia su agresor. Casi desvanecido, Suti disparó por segunda vez.
El médico en jefe del hospital militar de Menfis no tenía esperanzas. Las heridas de Suti eran tan profundas y numerosas que no debería estar vivo. Pronto cedería al sufrimiento.
El arquero de élite, según el relato de la libia, había matado al oso con una flecha en el ojo, sin poder evitar un postrer zarpazo. Pantera había arrastrado el cuerpo ensangrentado hasta el carro, izándolo al precio de un sobrehumano esfuerzo. Luego se había ocupado del sudario. Tocar un cadáver le repugnaba, ¿pero acaso Suti no había arriesgado su vida para llevarlo a Egipto?
Afortunadamente, los caballos se habían mostrado dóciles. Por instinto, habían recorrido el camino en sentido inverso guiando a la libia más que conducidos por ella. El cadáver de un teniente de carros, un desertor agonizante y una fugitiva extranjera, ése fue el curioso grupo que había interceptado la retaguardia del general Asher.
Gracias a las explicaciones de Pantera y a la identificación del teniente, los hechos se habían demostrado. El oficial, muerto en el campo del honor, había sido condecorado a título póstumo y momificado en Menfis; Pantera, colocada como obrera agrícola en una gran propiedad; Suti, felicitado por su valor y amonestado por su indisciplina.
Kem había intentado expresarse con medias palabras.
—¿Suti en Menfis? —se extrañó Pazair.
—El ejército de Asher ha regresado victorioso, la rebelión ha sido aplastada. Sólo falta el cabecilla, Adafi.
—¿Cuándo llegó Suti?
—Ayer.
—¿Por qué no ha venido?
El nubio se apartó, incómodo.
—No puede moverse.
El juez se indignó.
—Sed más claro.
—Está herido.
—¿Gravemente?
—Su estado…
—La verdad.
—Su estado es desesperado.
—¿Dónde se encuentra?
—En el hospital militar. No os garantizo que esté todavía vivo.
—Ha perdido demasiada sangre —afirmó el médico en jefe del hospital militar—; operarle sería una locura. Dejémosle morir en paz.
—¿Ésa es toda vuestra ciencia?
—No puedo hacer nada por él. El oso lo hizo trizas; su resistencia me deja estupefacto, pero no tiene ninguna posibilidad de vida.
—¿Puede transportársele?
—Claro que no.
El juez había tomado una decisión: Suti no moriría en una sala común.
—Procuradme unas parihuelas.
—No moveréis a ese moribundo.
—Soy un amigo y conozco sus deseos: vivir en su aldea sus horas postreras. Si os seguís negando, seréis responsable ante él y ante los dioses.
El facultativo no se tomó la amenaza a la ligera. Un muerto descontento se convertía en aparecido, y los aparecidos ejercían su rabia sin piedad, incluso contra los médicos en jefe.
—Firmadme un documento de descargo.
Durante la noche, el juez puso en orden una veintena de expedientes menores que darían trabajo al escribano durante tres semanas. Si Iarrot tenía necesidad de ponerse en contacto con él, dirigiría su correspondencia al tribunal principal de Tebas. Pazair habría consultado de buena gana a Branir, pero éste estaba en Karnak preparando su retiro definitivo.
De madrugada, Kem y dos enfermeros sacaron a Suti del hospital y le transportaron a la cómoda cabina de una embarcación ligera.
Pazair permaneció a su lado, tomando su mano derecha entre las suyas. Por unos instantes, creyó que Suti despertaba y que sus dedos se contraían. Pero la ilusión se disipó.
—Sois mi última esperanza, Neferet. El médico militar se niega a operar a Suti. ¿Aceptáis examinarle?
La muchacha explicó a la decena de pacientes que aguardaban sentados al pie de las palmeras que una urgencia la obligaba a ausentarse. Kem, siguiendo sus directrices, tomó varios botes que contenían remedios.
—¿Y la opinión de mi colega?
—Las heridas infligidas por el oso son muy profundas.
—¿Cómo ha soportado vuestro amigo el viaje?
—No ha salido del coma. Salvo unos instantes, tal vez, en los que he sentido palpitar su vida.
—¿Es robusto?
—Sólido como una roca.
—¿Enfermedades graves?
—Ninguna.
El examen de Neferet duró más de una hora. Cuando salió de la cabina, formuló su diagnóstico: «Un mal contra el que lucharé».
—El riesgo es grande —añadió—. Si no intervengo, morirá. Si tengo éxito, tal vez viva.
Comenzó la operación a últimas horas de la mañana. Pazair le sirvió de ayudante y fue pasándole los instrumentos quirúrgicos que le pedía. Neferet había practicado una anestesia general utilizando una piedra silícea mezclada con opio y raíz de mandrágora; el conjunto, pulverizado, tenía que absorberse a pequeñas dosis. Cuando trabajaba en una herida, diluía el polvo en vinagre. De allí se desprendía un ácido que recogía en un cuerno de piedra para aplicarlo localmente y suprimir el dolor. Comprobó cuánto duraba la acción de los productos consultando su reloj de muñeca.
Con cuchillos y escalpelo de obsidiana, más cortante que el metal, hizo una incisión. Sus gestos eran precisos y seguros. Remodeló las carnes, aproximó los labios de cada herida cosiéndolos con una fina correa obtenida de un intestino bovino; los numerosos puntos de sutura fueron consolidados con vendas adhesivas, en forma de tela engomada.
Al cabo de cinco horas de operación, Neferet estaba agotada, Suti vivía.
Sobre las heridas más graves, la cirujano puso carne fresca, grasa y miel. A la mañana siguiente cambiaría los apósitos; compuestos por un tejido vegetal suave y protector, evitarían la infección y apresurarían la cicatrización.
Pasaron tres días. Suti salió del coma, bebió agua y tomó miel. Pazair no había abandonado su cabecera.
—¡Te has salvado, Suti, salvado!
—¿Dónde estoy?
—En un barco, cerca de nuestra aldea.
—Lo has recordado… Quería morir aquí.
—Neferet te ha operado, te curarás.
—¿Tu prometida?
—Una cirujano extraordinaria, y la mejor de los médicos.
Suti intentó levantar el busto; el dolor le arrancó un grito, se derrumbó.
—¡Sobre todo, no te muevas!
—Inmóvil, yo.
—Ten un poco de paciencia.
—Aquel oso me hizo trizas.
—Neferet te cosió, recuperarás las fuerzas.
Los ojos de Suti se pusieron en blanco. Aterrado, Pazair creyó que moría; pero estrechó su mano con violencia.
—¡Asher! Tenía que vivir para hablarte de ese monstruo.
—¡Cálmate!
—Debes conocer la verdad, juez, porque debes hacer respetar la justicia en este país.
—Te escucho, Suti, pero no te excites, te lo ruego.
La cólera del herido se apaciguó.
—Vi al general Asher torturando y asesinando a un oficial egipcio. Iba en compañía de asiáticos, de los rebeldes que afirma combatir.
Pazair se preguntó si la fiebre no hacía delirar a su amigo; pero Suti se había expresado pausadamente, aunque martilleara cada palabra.
—Tenías razón cuando sospechabas de él, yo te traigo la prueba que te faltaba.
—Un testimonio —rectificó el juez.
—¿No es suficiente?
—Lo negará.
—¡Mi palabra es tan buena como la suya!
—En cuanto puedas ponerte de pie, pensaremos una estrategia. No hables con nadie.
—Viviré. Viviré para ver a ese miserable condenado a muerte.
Un rictus de dolor deformó el rostro de Suti.
—¿Estás orgulloso de mi, Pazair?
—Tú y yo sólo tenemos una palabra.
En la orilla oeste, la reputación de Neferet crecía. El éxito de la operación dejó pasmados a sus colegas; algunos apelaron a la joven facultativa para tratar casos dificiles. Ella no se negó, siempre que la aldea que la había acogido tuviera primacía y pudiese obtener la hospitalización de Suti en Deir el-Bahari[50]. Las autoridades sanitarias aceptaron; héroe de los campos de batalla, aquel hombre salvado por milagro se convertía en una gloria de la medicina.
El templo de Deir el-Bahari veneraba a Imhotep, el mayor terapeuta del Imperio Antiguo, a quien le estaba consagrada una capilla excavada en la roca. Los médicos se recogían allí y solicitaban la sabiduría de su antepasado, indispensable para la práctica de su arte. Algunos enfermos eran admitidos en aquel lugar magnífico a pasar su convalecencia; deambulaban bajo las columnatas, admiraban los relieves que narraban las hazañas de la reina-faraón Hatsepsut, y paseaban por los jardines para respirar la resma aromática de los árboles de incienso, importados del misterioso país de Punt, junto a la costa de los somalíes. Tubos de cobre conectaban las albercas a sistemas de drenaje subterráneo y transportaban un agua curativa, recogida en recipientes de cobre también; Suti vaciaría unos veinte diarios, evitando así infecciones y complicaciones postoperatorias. Gracias a su prodigiosa vitalidad, se curaría pronto.
Pazair y Neferet bajaban por la larga rampa florecida que unía entre sí las terrazas de Deir el-Bahari.
—Le habéis salvado.
—He tenido suerte, él también.
—¿Secuelas?
—Algunas cicatrices.
—Aumentarán su encanto.
Un sol ardiente llegó al cenit. Se sentaron a la sombra una acacia, al pie de la rampa.
—¿Lo habéis pensado, Neferet?
Ella guardó silencio. Su respuesta le daría felicidad o desgracia. Bajo el calor de mediodía, la vida se había detenido. En los campos, los campesinos almorzaban al abrigo de chozas de cañas, donde luego harían una larga siesta. Neferet cerró los ojos.
—Os amo con toda mi alma, Neferet. Quisiera desposaros.
—Una vida juntos… ¿Somos capaces de hacerlo?
—No amaré a otra mujer.
—¿Cómo podéis estar seguro? Las penas de amor se olvidan pronto.
—Si me conocierais…
—Soy consciente de la gravedad de lo que hacéis. Y eso es lo que me asusta.
—¿Estáis enamorada de otro?
—No.
—No lo habría soportado.
—¿Celoso?
—Por encima de todo.
—Me imagináis como una mujer ideal, sin defectos, adornada con todas las virtudes.
—No sois un sueño.
—Pero me soñáis. Algún día despertaréis y quedaréis decepcionado.
—Os veo vivir, respiro vuestro perfume, estáis cerca de mí… ¿es una ilusión, acaso?
—Tengo miedo. Si os equivocáis, si nos equivocamos, el sufrimiento será atroz.
—Nunca me decepcionaré.
—No soy una diosa. Cuando seáis consciente de ello, ya no me amaréis.
—Es inútil que intentéis desanimarme. Desde nuestro primer encuentro, desde el momento en que os vi, supe que seríais el sol de mi vida. Brilláis, Neferet; nadie puede negar la luz que emana de vos. Mi existencia os pertenece, lo queráis o no.
—Os engañáis. Tenéis que acostumbraros a la idea de vivir lejos de mí; vuestra carrera transcurrirá en Menfis, la mía en Tebas.
—¡Qué importa mi carrera!
—No traicionéis vuestra vocación. ¿Admitiríais que yo renunciara a la mía?
—Exigidlo y obedeceré.
—Ése no es vuestro temperamento.
—Mi ambición es amaros cada día más.
—¿No sois excesivo?
—Si os negáis a ser mi esposa, desapareceré.
—Me sometéis a una coacción indigna de vos.
—No es lo que pretendo. ¿Aceptáis amarme, Neferet?
Ella abrió los ojos y le miró con tristeza.
—Engañaros sería indigno.
Y se alejó, ligera y graciosa. Pese al calor, Pazair estaba helado.