CAPÍTULO 27

Una fuerte corriente hacía peligroso el brazo del río. Suti levantó a Pantera y la puso sobre sus hombros.

—Deja de moverte. Si te caes, te ahogarás.

—Sólo quieres humillarme.

—¿Quieres comprobarlo?

Ella se apaciguó. Con el agua hasta el pecho, Suti siguió un camino curvo, apoyándose en las grandes piedras.

—Súbete a mis espaldas y agárrate del cuello.

—Casi sé nadar.

—Ya te perfeccionarás más tarde.

El joven perdió pie, Pantera lanzó un grito. Mientras avanzaba, rápido y flexible, ella se agarró más aún.

—Sé más ligera y mueve los pies.

La angustia le oprimía. Una ola furiosa cubrió la cabeza de Suti, pero volvió a la superficie y llegó a la orilla.

Clavó una estaca, ató una cuerda y la lanzó a la otra orilla, donde un soldado la fijó sólidamente. Pantera habría podido huir. Los supervivientes del asalto y el destacamento de arqueros del general Asher cruzaron el obstáculo. El último infante, presumiendo de sus fuerzas, soltó la cuerda para divertirse. Con el peso de sus armas, chocó contra una roca que sobresalía y, aturdido, se hundió.

Suti se zambulló de nuevo.

Como si se alegrara de poder devorar dos presas en vez de una, la corriente se hizo más fuerte. Nadando bajo el agua, Suti descubrió al infeliz. Lo agarró con ambas manos por las axilas, detuvo su descenso e intentó ascender. El hombre recuperó el conocimiento, apartó a su salvador con un codazo en el pecho y desapareció en las profundidades del torrente. Con los pulmones ardiendo, Suti se vio obligado a abandonar.

—No eres responsable —afirmó Pantera.

—No me gusta la muerte.

—¡Era sólo un estúpido egipcio!

Él la abofeteó. Atónita, ella le dirigió una mirada de odio.

—¡Nadie me había tratado así nunca!

—Lástima.

—¿En tu país pegan a las mujeres?

—Tienen los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Pensándolo bien, sólo merecías unos azotes.

Se levantó, amenazador.

—¡Retrocede!

—¿Lamentas tus palabras?

Los labios de Pantera siguieron cerrados.

El ruido de una cabalgata intrigó a Suti. Los soldados salían corriendo de las tiendas. Tomó su arco y su carcaj.

—Si quieres marcharte, lárgate.

—Me encontrarías y me matarías.

Él se encogió de hombros.

—¡Malditos sean los egipcios!

No se trataba de un ataque por sorpresa sino de la llegada del general Asher y sus tropas de élite. Las noticias circulaban ya. El antiguo pirata dio un abrazo a Suti.

—¡Estoy orgulloso de conocer a un héroe! Asher te concederá, por lo menos, cinco asnos, dos arcos, tres lanzas de bronce y un escudo redondo. No serás por mucho tiempo soldado raso. Eres valeroso, muchacho, y eso no es frecuente, ni siquiera en el ejército.

Suti estaba exultante. Por fin conseguía su objetivo. Ahora debería obtener informaciones del entorno del general y descubrir el fallo. No fracasaría, Pazair estaría orgulloso de él.

Un coloso que llevaba casco le interpeló.

—¿Eres tú Suti?

—El es —afirmó el antiguo pirata—. Nos ha permitido ocupar el fortín enemigo y ha arriesgado su vida para salvar a uno que se ahogaba.

—El general Asher te nombra oficial de carro. A partir de mañana nos ayudarás a perseguir a ese canalla de Adafi.

—¿Huye?

—Parece una anguila. Pero hemos aplastado la rebelión y acabaremos echando mano a ese cobarde. Decenas de valientes han perecido en las emboscadas que ha tendido. Mata por la noche, como la muerte rapaz, corrompe a los jefes de tribu y sólo piensa en sembrar disturbios. Ven conmigo, Suti. El general quiere condecorarte personalmente.

Aunque ese tipo de ceremonias le horrorizaba, porque la vanidad de unos sólo aumentaba las fanfarronadas de los otros, Suti aceptó. Ver cara a cara al general le recompensaría por los peligros corridos.

El héroe pasó entre dos hileras de entusiastas soldados que golpeaban los escudos con el casco y gritaban el nombre del triunfador. De lejos, el general Asher no parecía un gran guerrero; bajo, encogido sobre si mismo, evocaba más al escriba acostumbrado a las astucias de la administración.

A diez metros de él, Suti se detuvo en seco.

En seguida le dieron un empujón por la espalda.

—¡Vamos, el general te espera!

—¡No tengas miedo, muchacho!

El joven avanzó, lívido. Asher dio un paso hacia él.

—Me alegra conocer al arquero cuyos méritos todos alaban. Oficial de carro Suti, te condecoro con la mosca de oro[49] de los valientes. Conserva esta joya; es la prueba de tu valor.

Suti abrió la mano. Sus camaradas le felicitaron. Todos querían ver y tocar aquella condecoración tan ambicionada.

El héroe parecía ausente. Su actitud se atribuyó a la emoción.

Cuando volvió a su tienda, tras haber bebido un poco, por autorización del general, Suti fue objeto de las burlas más subidas de tono. ¿Le reservaba la hermosa Pantera otros asaltos?

Suti se tendió de espaldas, con los ojos abiertos. No veía a la muchacha y ella, sin atreverse a hablarle, se hizo un ovillo en un rincón. ¿Acaso no parecía un demonio privado de sangre, ávido de la de sus víctimas?

El general Asher… Suti no podía olvidar ya el rostro del oficial superior, de aquel mismo hombre que había torturado y asesinado a un egipcio, a pocos metros de él.

El general Asher, un cobarde, un mentiroso y un traidor.

Pasando por entre los barrotes de una alta ventana, la luz de la mañana iluminó una de las ciento treinta y cuatro columnas de la inmensa sala cubierta, de una profundidad de cincuenta y tres metros y una anchura de ciento dos. Los arquitectos habían ofrecido al templo de Karnak el más vasto bosque de piedra del país, decorado con escenas rituales en las que el faraón hacía sus ofrendas a las divinidades. Los colores, vivos y tornasolados, sólo se revelaban a determinadas horas; era preciso vivir allí un año entero para seguir el recorrido de los rayos que desvelaban los ritos ocultos para los profanos, iluminando columna tras columna, escena tras escena.

Dos hombres charlaban mientras caminaban lentamente por la avenida central, flanqueada por lotos de piedra de abiertos cálices. El primero era Branir, el segundo el sumo sacerdote de Amón, un hombre de setenta años, encargado de administrar la ciudad sagrada del dios, velar por sus riquezas y mantener la jerarquía.

—Vuestra petición ha llegado a mis oídos, Branir. Vos, que a tantos jóvenes habéis guiado por el camino de la sabiduría, deseáis retiraros del mundo y residir en el templo interior.

—Ese es mi deseo. Mis ojos se debilitan y mis piernas protestan al caminar.

—La vejez no parece afectaros tanto.

—Las apariencias engañan.

—Vuestra carrera está muy lejos de haber terminado.

—He transmitido toda mi ciencia a Neferet y ya no recibo pacientes. Por lo que a mi casa de Menfis se refiere, la he legado ya al juez Pazair.

—Nebamon no ha alentado a vuestra protegida.

—La somete a dura prueba, pero ignora su verdadera naturaleza. Su corazón es tan fuerte como dulce es su rostro.

—¿No es Pazair originario de Tebas?

—En efecto.

—Vuestra confianza en él parece total.

—Le habita el fuego.

—La llama puede destruir.

—Domeñada, ilumina.

—¿Qué papel pensáis hacerle desempeñar?

—El destino se encargará de ello.

—Tenéis el sentido de los seres, Branir; un retiro prematuro privaría a Egipto de vuestro don.

—Aparecerá un sucesor.

—También yo pienso en retirarme.

—Vuestra carga es abrumadora.

—Cada día más, es cierto. Demasiada administración y escaso recogimiento. El faraón y su consejo aceptaron mi petición; dentro de unas semanas, ocuparé una pequeña morada en la orilla este del lago sagrado y me consagraré al estudio de los antiguos textos.

—Entonces seremos vecinos.

—Me temo que no. Vuestra residencia será mucho más suntuosa.

—¿Qué queréis decir?

—Habéis sido designado mi sucesor, Branir.

Denes y su esposa, la señora Nenofar, habían aceptado la invitación de Bel-Tran, aunque fuera un nuevo rico de ambición en exceso evidente. El calificativo de advenedizo le iba a las mil maravillas, subrayó ella. Sin embargo, el fabricante de papiro no era desdeñable; su don de gentes, su capacidad de trabajo y su competencia le hacían un hombre de porvenir. ¿No había recibido, acaso, el beneplacito de palacio, donde contaba con algunas amistades influyentes? Denes no podía permitirse olvidar a un comerciante de tanta envergadura. Así pues, había convencido a su esposa, muy contrariada, para que asistiera a la recepción que organizaba Bel-Tran para festejar la inauguración de su nuevo almacén en Menfis.

La crecida se anunciaba adecuada; los cultivos serían correctamente irrigados, todos saciarían su hambre y Egipto exportaría trigo hacia sus protectorados en Asia. Menfis la magnífica rebosaba riquezas.

Denes y Nenofar se desplazaron en una soberbia silla de manos de alto respaldo, provista de un taburete donde apoyaron los pies. Unos brazos esculpidos favorecían la comodidad y la elegancia del porte. Un baldaquino los protegía del viento y del polvo: dos parasoles de la claridad, cegadora a veces, del ocaso. Cuarenta porteadores avanzaban a paso rápido, ante la mirada de los ociosos. Los varales eran tan largos y tan alto el número de piernas que llamaban al conjunto «el ciempiés», mientras los servidores cantaban «preferimos la silla llena que vacía», pensando en los altos honorarios que percibirían a cambio de aquella excepcional prestación.

Deslumbrar al prójimo justificaba el gasto. Denes y Nenofar provocaron la envidia de la asamblea reunida en torno a Bel-Tran y Silkis. Que Menfis recordara, nunca se había visto tan bella silla de manos. Denes barrió los cumplidos con el dorso de su mano y Nenofar deploró la ausencia de dorados.

Dos escanciadores ofrecieron cerveza, y vino a los invitados; el todo Menfis de los negocios festejaba la admisión de Bel-Tran en el estrecho círculo de los hombres poderosos. A él le tocaba ahora empujar la entornada puerta y demostrar sus cualidades imponiéndose de modo definitivo. El juicio de Denes y de su esposa tendría un peso considerable; nadie había accedido a la élite de los negocios sin su asentimiento.

Bel-Tran, nervioso, saludó en seguida a los recién llegados y les presentó a Silkis, que había recibido la orden de no abrir la boca. Nenofar la miró con desdén. Denes observó los locales.

—¿Depósito o almacén de venta?

—Ambas cosas —respondió Bel-Tran—. Si todo va bien, ampliaré y separaré ambas funciones.

—Ambicioso proyecto.

—¿Os disgusta?

—La gula no es una cualidad comercial. ¿No teméis las indigestiones?

—Gozo de excelente apetito y digiero con facilidad.

Nenofar se apartó de la conversación, prefiriendo hablar con antiguos amigos. Su esposo comprendió que acababa de dictar su veredicto; Bel-Tran le parecía un individuo desagradable, agresivo y sin consistencia. Sus pretensiones se harían pedazos como una mala piedra calcárea.

Denes miró a su anfitrión.

—Menfis es una ciudad menos acogedora de lo que parece; pensadlo. En vuestra propiedad del delta, reináis sin discusión. Aquí sufriréis las dificultades de una gran ciudad y os agotaréis en una agitación inútil.

—Sois pesimista.

—Seguid mi consejo, querido amigo. Cada hombre tiene sus límites, no sobrepaséis los vuestros.

—Para seros franco, no los conozco todavía; por eso me apasiona la experiencia.

—Varios fabricantes y vendedores de papiro, instalados desde hace mucho tiempo en Menfis, dan una total satisfacción.

—Intentaré asombrarles ofreciendo productos de mejor calidad.

—¿No es presunción?

—Confio en mi trabajo y no acabo de entender vuestras… advertencias.

—Pienso sólo en vuestro interés. Admitid la realidad y evitaréis muchos problemas.

—¿No deberían bastaros los vuestros?

Los delgados labios de Denes palidecieron.

—Sed más preciso.

Bel-Tran se estrechó el cinturón de su largo paño, que tendía a resbalar.

—He oído hablar de infracciones y de procesos. Vuestras empresas ya no tienen un rostro tan atractivo como antaño.

El tono aumentó. Los invitados aguzaron el oído.

—Vuestras acusaciones son hirientes e inexactas. El nombre de Denes es respetado en todo Egipto, el de Bel-Tran es desconocido.

—Los tiempos cambian.

—Vuestros comadreos y vuestras calumnias ni siquiera merecen respuesta.

—Lo que tengo que decir lo declaro en la plaza pública. Dejo a los demás las insinuaciones y los trapicheos.

—¿Estáis acusándome?

—¿Acaso os sentís culpable?

La señora Nenofar tomó a su marido del brazo.

—Ya nos hemos demorado bastante.

—Sed prudente —recomendó Denes ofendido—. Una mala cosecha y quedaréis arruinado.

—He tomado mis precauciones.

—Vuestros sueños son sólo quimeras.

—¿No seréis vos mi primer cliente? Estudiaré una gama de productos y precios para vos.

—Pensaré en ello.

La concurrencia estaba dividida. Denes había apartado, efectivamente, a los utopistas, pero Bel-Tran parecía seguro de su fuerza. El duelo iba a resultar apasionante.