CAPÍTULO 26

La casa de Branir era el único reducto de paz donde se atenuaban los tormentos que oprimían a Pazair. Había escrito una larga carta a Neferet donde le declaraba de nuevo su amor y le suplicaba que respondiera con el corazón. Se reprochaba importunarla, pero no podía disimular su pasión. En adelante, su vida estaba en manos de Neferet.

Branir ofrecía flores al busto de los antepasados, en la primera estancia de su morada. Pazair se recogió a su lado. Acianos de cálices verdes y flores amarillas de persea luchaban contra el olvido y prolongaban la presencia de los sabios que vivían en los paraísos de Osiris.

Concluida la ceremonia, maestro y discípulo subieron a la terraza. A Pazair le gustaba aquella hora en la que la luz del día moría para renacer en la de la noche.

—Tu juventud se va como cuero desgastado. Fue feliz y tranquila. Ahora, tienes que llenar tu vida.

—Lo sabéis todo de mi.

—¿Incluso lo que te niegas a confiarme?

—Con vos, la cháchara es inútil. ¿Creéis que me aceptará?

—Neferet nunca hace comedia. Actuará de acuerdo con la verdad.

De vez en cuando, oleadas de angustia estrechaban la garganta de Pazair.

—Tal vez me he vuelto loco.

—Sólo hay una locura: desear lo que pertenece a otro.

—Olvido lo que me enseñasteis, construir la propia inteligencia para la rectitud, permaneciendo pausado y preciso, no preocuparse de la propia felicidad, actuar de modo que los hombres caminen en paz, se construyan los templos y los vergeles florezcan para los dioses[48]. Mi pasión me abrasa, y alimento su fuego.

—Así está bien. Va hasta el fondo de tu ser. Hasta el punto donde no puedas volver atrás. Y quiera el cielo que no te separes del recto camino.

—No desatiendo mis deberes.

—¿El caso de la esfinge?

—Callejón sin salida.

—¿Sin esperanzas?

—O echar mano al quinto veterano u obtener revelaciones sobre el general Asher gracias a Suti.

—Es muy poco.

—No renunciaré, aunque deba esperar varios años antes de obtener un nuevo indicio. No olvidéis que poseo la prueba de la mentira del ejército: cinco veteranos oficialmente muertos cuando uno de ellos se había hecho panadero en Tebas.

—El quinto está vivo —declaró Branir, como si lo tuviera a su lado—. No renuncies, la desgracia merodea.

Se hizo un largo silencio. La solemnidad del tono había conmovido al juez. Su maestro tenía dones de videncia; a veces, una realidad, invisible aún, se le imponía.

—Pronto dejaré esta casa —anunció—. Ha llegado la hora de residir en el templo para terminar allí mis días. El silencio de los dioses de Karnak llenará mis oídos, y dialogaré con las piedras de eternidad. Cada día será más sereno que el anterior, y me dirigiré hacia la gran edad que prepara para comparecer ante el tribunal de Osiris.

Pazair se rebeló.

—Necesito vuestras enseñanzas.

—¿Qué consejos puedo darte? Mañana tomaré mi bastón de vejez y caminaré hacia el Bello Occidente, de donde nadie regresa.

—Si he descubierto una enfermedad temible para Egipto y si me es posible combatirla, me será indispensable vuestra autoridad moral. Vuestra intervención podría resultar decisiva. Tened paciencia, os lo ruego.

—Sea como sea, esta casa te pertenecerá en cuanto me haya retirado al templo.

Chechi encendió el fuego con huesos de dátil y carbón vegetal, depositó en las llamas un crisol en forma de cuerno y las activó por medio de un fuelle. Intentó, una vez más, poner a punto un nuevo método para la fusión del metal vertiendo la colada en unos moldes especiales. Dotado de excepcional memoria, no anotaba nada por miedo a ser traicionado. Sus dos asistentes, mocetones robustos e infatigables, eran capaces de avivar el fuego durante horas y horas soplando en largos tallos huecos.

Pronto estaría lista el arma incansable; equipados con espadas y lanzas de una robustez a toda prueba, los soldados del faraón romperían los cascos y atravesarían las armaduras de los asiáticos.

Gritos y ruidos de lucha interrumpieron sus reflexiones. Chechi abrió la puerta del laboratorio y dio con dos guardias que sujetaban por los brazos a un hombre de edad madura, con los cabellos blancos y las manos enrojecidas; jadeaba como un caballo agotado, sus ojos lagrimeaban, su paño estaba desgarrado.

—Se ha introducido en el depósito de los metales —explicó uno de los guardias—. Cuando le hemos interpelado, ha intentado huir.

Chechi reconoció en seguida al dentista Qadash, pero no manifestó la menor sorpresa.

—¡Soltadme, brutos! —exigió el facultativo.

—Sois un ladrón —replicó el jefe de los guardias.

¿Qué locura se había apoderado de Qadash? Hacía mucho tiempo que soñaba en el hierro celeste para fabricar sus instrumentos quirúrgicos y ser de nuevo un dentista sin rival. Había perdido la cabeza por su beneficio personal, olvidando el plan de los conjurados.

—Enviaré a uno de mis hombres al despacho del decano del porche —anunció el oficial—. Necesitamos un juez inmediatamente.

So pena de despertar sospechas, Chechi no podía oponerse a esta gestión.

Importunado en mitad de la noche, el escribano del decano del porche no consideró necesario despertar a su jefe, bastante puntilloso en lo referente a sus horas de sueño. Consultó la lista de magistrados y eligió al último nombrado, un tal Pazair. Por ser el más bajo en la jerarquía, tenía que aprender su oficio.

Pazair no dormía. Soñaba con Neferet, la imaginaba a su lado, tierna y tranquilizadora, le habría hablado de sus investigaciones, y ella de sus pacientes. Llevando entre dos el peso de sus respectivos cargos, disfrutarían el sabor de una felicidad sencilla, renaciendo con cada sol.

Viento del Norte comenzó a rebuznar. Bravo ladró. El juez se levantó y abrió la ventana. Un guardia armado le mostró la orden emitida por el escribano del decano del porche. Con un corto manto en los hombros, Pazair siguió al guardia hasta el cuartel.

Ante la escalera que llevaba al sótano, dos soldados cruzaban sus lanzas. Las separaron para dejar pasar al juez, a quien Chechi recibió en el umbral de su laboratorio.

—Esperaba al decano del porche.

—Siento decepcionaros. He sido nombrado de oficio. ¿Qué os sucede?

—Una tentativa de robo.

—¿Algún sospechoso?

—El culpable ha sido detenido.

—Bastará con relatar los hechos, proceder a la inculpación y juzgarle inmediatamente.

Chechi pareció molesto.

—Debo interrogarle. ¿Dónde está?

—En el pasillo, a vuestra izquierda.

Sentado en un yunque y vigilado por un guardia armado, el culpable respingó al ver a Pazair.

—¡Qadash! ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Paseaba cerca de este cuartel cuando he sido agredido y traído a la fuerza a este lugar.

—No es cierto —protestó el guardia—. Este hombre se ha introducido en un almacén, y le hemos interceptado.

—¡Mentira! Presento una demanda por agresión.

—Varios testigos os acusan —recordó Chechi.

—¿Qué contiene este almacén? —preguntó Pazair.

—Metales, sobre todo cobre.

Pazair se dirigió al dentista.

—¿Os falta acaso materia prima para vuestros instrumentos?

—Soy víctima de un malentendido.

Chechi se aproximó al juez y le murmuró unas palabras al oído.

—Como queráis.

Se aislaron en el laboratorio.

—Las investigaciones que estoy haciendo aquí exigen la mayor discreción. ¿Podríais organizar un proceso a puerta cerrada?

—De ningún modo.

—Hay casos particulares…

—No insistáis.

—Qadash es un dentista honorable y rico. No me explico su acción.

—¿De qué naturaleza son vuestras investigaciones?

—Armamento. ¿Comprendéis?

—No existe ley específica para vuestra actividad. Si Qadash es acusado de robo se defenderá como le parezca y vos compareceréis.

—¿Y tendré que responder a las preguntas?

—Claro.

Chechi se acarició los pelos del bigote.

—En ese caso, prefiero no presentar denuncia.

—Tenéis derecho a ello.

—Lo hago en interés de Egipto. Unos oídos indiscretos, en el tribunal o fuera de él, serían una catástrofe. Os entrego a Qadash; desde mi punto de vista, no ha ocurrido nada. En cuanto a vos, juez Pazair, no olvidéis que estáis obligado al secreto.

Pazair salió del cuartel en compañía del dentista.

—No hay cargo alguno contra vos.

—¡Pero yo acuso!

—Testimonios desfavorables, presencia insólita en este lugar y a hora indebida, sospechas de robo… Es un lamentable expediente.

Qadash tosió, eructó y escupió.

—De acuerdo, abandono.

—Yo no.

—¿Cómo?

—Acepto levantarme en plena noche, investigar en no importa qué condiciones, pero no que me tomen por un imbécil. Explicaos u os acuso de injuria a un magistrado.

Las palabras del dentista se hicieron vacilantes.

—¡Cobre de primera calidad, con un grado de pureza perfecto! Sueño en él desde hace años.

—¿Cómo sabíais que existía este almacén?

—El oficial que supervisa el cuartel es un cliente…, charlatán. Presumió, y probé suerte. Antaño, los cuarteles no estaban tan bien custodiados.

—¿Habiais decidido robar?

—¡No, pagar! Habría cambiado el metal por varios bueyes gordos. A los militares les gustan mucho. Y mi material hubiera sido maravilloso, ligero, preciso. Pero ese bigotudo bajito, ¡qué frialdad…! Ha sido imposible pactar con él.

—No todo Egipto está corrompido.

—¿Corrupción? ¿Pero qué estáis imaginando? Si dos individuos efectúan una transacción, no son forzosamente traficantes. Tenéis una visión pesimista de la especie humana.

Qadash se alejó mascullando.

Pazair vagabundeó en la noche. Las explicaciones del dentista no le convencían. Un almacén de metales, un cuartel… ¡De nuevo el ejército! Aquel incidente, sin embargo, no parecía relacionarse con la desaparición de los veteranos, sino con la angustia de un dentista en decadencia que negaba el desfallecimiento de su mano.

Había luna llena. Según la leyenda, una liebre armada con un cuchillo habitaba en ella. Genio belicoso, cortaba la cabeza de las tinieblas. El juez la habría contratado, de buena gana, como escribano. El sol nocturno crecía y menguaba, se llenaba y se vaciaba de luz; la barca aérea llevaría sus pensamientos a Neferet.

El agua del Nilo era conocida por sus cualidades digestivas. Ligera, expulsaba del cuerpo los humores nocivos. Algunos médicos suponían que sus poderes curativos procedían de las hierbas medicinales que crecían en las orillas y transmitían sus virtudes a las aguas. Cuando comenzaba la crecida, se cargaba de partículas vegetales y de sales minerales. Los egipcios llenaban miles de jarras donde el precioso líquido se conservaba sin alterarse.

Sin embargo, Neferet comprobó las reservas del año pasado; cuando el contenido de un recipiente le parecía turbio, arrojaba en él una almendra dulce. Veinticuatro horas más tarde, el agua estaba transparente y deliciosa. Algunas jarras, con tres años de antigüedad, seguían siendo excelentes.

Tranquilizada, la joven observó el comportamiento del lavandero. En palacio, el cargo se atribuía a un hombre de confianza, pues la limpieza de los vestidos se consideraba esencial; en todas las comunidades, grandes o pequeñas, ocurría lo mismo. Tras haber lavado y escurrido la ropa, el lavandero tenía que golpearla con una paila de madera, sacudirla levantando mucho los brazos y tenderla en una cuerda colocada entre dos estacas.

—¿Estáis enfermo acaso?

—¿Por qué lo decís?

—Porque os falta energía. Desde hace algunos días, la ropa queda gris.

—¡Bueno! El oficio es difícil. La ropa manchada de las mujeres me horroriza.

—El agua no basta. Utilizad este desinfectante y este perfume.

Taciturno, el lavandero aceptó las dos redomas que le ofrecía el médico. Su sonrisa le había desarmado.

Para evitar los ataques de los insectos, Neferet hacía que se vertieran cenizas de madera en los almacenes de grano, eficaz y barato esterilizante. A pocas semanas de la crecida, salvaguardaría los cereales.

Cuando estaba inspeccionando el último compartimento del granero, recibió una nueva entrega de Kani: perejil, romero, salvia, comino y menta. Secas o pulverizadas, las hierbas medicinales servían de base para los remedios que Neferet prescribía. Las pociones habían aliviado los dolores del anciano y, feliz al permanecer junto a los suyos, su salud mejoraba.

Pese a la discreción de la médico, sus éxitos no pasaban desapercibidos; su reputación se propagó pronto, de boca en boca, y numerosos campesinos de la orilla oeste fueron a consultarla.

La joven no despidió a nadie y se tomó el tiempo necesario; tras agotadoras jornadas, pasaba parte de la noche preparando píldoras, unguentos y emplastos, ayudada por dos viudas, elegidas en función de su meticulosidad. Unas horas de sueño y, al alba, se organizaba la procesión de los pacientes.

No había imaginado así su carrera, pero le gustaba curar; ver cómo una expresión alegre aparecía en un rostro inquieto la recompensaba de sus esfuerzos. Nebamon le había hecho un favor obligándola a formarse en contacto con los más humildes. Aquí, los hermosos discursos de un médico mundano habrían fracasado. El labrador, el pescador, la madre de familia deseaban una curación rápida y con pocos gastos.

Cuando el cansancio la vencía, Traviesa, la pequeña mona verde que había traído de Menfis, la distraía con sus juegos. Le recordaba su primer encuentro con Pazair, tan entero, tan absoluto, inquietante y atractivo a la vez. ¿Qué mujer podría vivir con un juez que daba primacía a la vocación?

Diez hombres cargados con unos cestos depositaron su carga ante el nuevo laboratorio de Neferet. Traviesa saltó de uno a otro. Contenían corteza de sauce, natrón, aceite blanco, olíbano, miel, resma de terebinto y distintas grasas animales en gran cantidad.

—¿Es para mí?

—¿Sois la doctora Neferet?

—Sí.

—Entonces os pertenecen.

—El precio de estos productos…

—Está pagado.

—¿Por quién?

—Nosotros nos limitamos a entregar. Firmadme un recibo.

Feliz y pasmada, Neferet escribió su nombre en una tablilla de madera. Podría ejecutar recetas complejas y tratar sola enfermedades graves.

Cuando Sababu cruzó la puerta de su morada, al ponerse el sol, no se extrañó.

—Os aguardaba.

—¿Lo habéis adivinado?

—La pomada antirreumática estará lista pronto. No falta ningún ingrediente.

Sababu, con la cabellera adornada con juncos olorosos y llevando al cuello un collar de flores de loto de cornalina, ya no parecía una mendiga. Una túnica de lino, transparente a partir del talle, ofrecía el espectáculo de sus largas piernas.

—Quiero que me cuidéis vos sólo vos. Los demás médicos son charlatanes y ladrones.

—¿No exageráis?

—Sé lo que me digo. Vuestro precio será el mío.

—Vuestro regalo es suntuoso. Dispongo de suficiente cantidad de productos costosos para tratar centenares de casos.

—Primero el mío.

—¿Habéis hecho fortuna?

—He reanudado mis actividades. Tebas es una ciudad más pequeña que Menfis, su espíritu es más religioso y menos cosmopolita, pero sus burgueses ricos aprecian también las casas de cerveza y sus hermosas pupilas. He reclutado algunas mujeres jóvenes, he alquilado una hermosa mansión en pleno centro de la ciudad, he dado al jefe de policía local lo necesario y he abierto las puertas de un establecimiento cuya fama crece con rapidez. ¡Tenéis la prueba ante vuestros ojos!

—Sois muy generosa.

—Desengañaos. Sólo quiero que me curéis bien.

—¿Seguiréis mis consejos?

—Al pie de la letra. Dirijo, pero ya no ejerzo.

—Pues no deben faltaros las solicitudes.

—Acepto dar placer a un hombre, pero sin contrapartida. Ahora soy inaccesible.

Neferet se había ruborizado.

—¡Doctora! ¿Os he escandalizado?

—No, claro que no.

—También vos dais mucho amor, ¿pero lo recibís?

—Esta pregunta no tiene sentido alguno.

—Ya sé: sois virgen. Feliz el hombre que sepa seduciros.

—Señora Sababu, yo…

—¿Señora, yo? ¡Bromeáis!

—Cerrad la puerta y quitaos el vestido. Hasta que estéis completamente curada, vendréis aquí cada día y os aplicaré el bálsamo.

Sababu se tendió en la losa de masaje.

—También vos, doctora, merecéis ser realmente feliz.