CAPÍTULO 24

El visir Bagey sufría de las piernas. Las tenía pesadas, hinchadas, hasta el punto de que el tobillo desaparecía. Se calzaba con amplias sandalias de correas flojas, y no tenía tiempo para otros cuidados. Cuanto más permanecía sentado a su mesa, más aumentaba la hinchazón; pero el servicio del reino no toleraba descanso ni ausencia. Su esposa, Nedyt, había rechazado la gran mansión oficial que el faraón atribuía al visir. Bagey había estado de acuerdo, porque prefería la ciudad al campo. Vivían, pues, en una modesta casa del centro de Menfis, que la policía vigilaba día y noche. El primer ministro de las Dos Tierras gozaba de una seguridad perfecta; nunca, desde los orígenes de Egipto, un primer ministro había sido asesinado o sencillamente agredido. Colocado en el vértice de la jerarquía administrativa, no se enriquecía. Su misión prevalecía sobre su bienestar. A Nedyt le costaba soportar el ascenso de su marido; desfavorecida por unos rasgos bastos, su pequeña talla y una panza que no conseguía reducir, rechazaba la vida mundana y no comparecía en ningún banquete oficial. Añoraba la época en la que Bagey ocupaba un oscuro puesto, de limitadas responsabilidades. Regresaba pronto a casa, la ayudaba en la cocina y se ocupaba de sus hijos.

Mientras se dirigía a palacio, el visir pensó en su hijo y en su hija. Su hijo, artesano primero, se había hecho notar ante el maestro carpintero por su pereza. En cuanto fue informado, el visir había logrado que le excluyeran del taller e impuso un contrato como preparador de ladrillos crudos. Juzgando injusta la decisión, el faraón había advertido a su visir acusándole de excesiva severidad para con los miembros de su propia familia. Todo visir debía procurar no favorecer a los suyos, pero también el exceso contrario era condenable[44]. Así pues, el hijo de Bagey había ascendido un peldaño convirtiéndose en verificador de ladrillos cocidos. No tenía otra ambición; su única pasión era jugar a las damas en compañía de los muchachos de su edad. Su hija le daba más satisfacciones; compensaba un físico desagradable gracias a una gran seriedad en su comportamiento, y soñaba con entrar en el templo como tejedora. Su padre no la ayudaría en modo alguno; sólo sus propias cualidades le permitirían conseguirlo.

Fatigado, el visir abandonó su silla y se sentó en un sitial bajo, ligeramente curvado en el centro, formado por cuerdas y espinas de pescado. Antes de su cotidiana entrevista con el rey, tenía que tomar conocimiento de los informes procedentes de los distintos ministerios. Encorvado, con los pies doloridos, se obligó a concentrarse.

El secretario particular interrumpió su lectura.

—Siento molestaros.

—¿Qué ocurre?

—Ha llegado un mensajero del ejército de Asia con un informe.

—Resumid.

—El regimiento de élite del general Asher ha sido aislado del grueso de nuestras tropas.

—¿Rebelión?

—El libio Adafi, dos reyezuelos asiáticos y algunos beduinos.

—¡Ellos otra vez! Nuestros servicios secretos se han dejado sorprender.

—¿Enviamos refuerzos?

—Consultaré inmediatamente con su majestad.

Ramsés ordenó que dos nuevos regimientos partieran hacia Asia y que el ejército principal acelerara su avance. El rey se tomaba muy en serio el asunto; si Asher había sobrevivido, tenía que eliminar a los rebeldes.

Desde la proclamación del decreto que había llenado de estupor a la corte, el visir no sabía ya hacia dónde volverse para que se aplicaran las directrices del faraón. Gracias a su rigurosa gestión, el inventario de las riquezas de Egipto y sus diversas reservas sólo tardaría unos meses; pero sus emisarios debían interrogar a los superiores de cada templo y a los gobernadores de cada provincia, redactar un importante volumen de informes y descubrir las inexactitudes. Las exigencias del soberano provocaban una sorda hostilidad; así pues, Bagey, considerado como el verdadero responsable de aquella inquisición administrativa, intentaba apaciguar muchas susceptibilidades y disipar la irritación de numerosos dignatarios.

Al anochecer, Bagey tuvo la confirmación de que sus consignas se habían ejecutado al pie de la letra. Al día siguiente haría doblar la guarnición de los Muros del rey, que ya estaban en alerta permanente.

En el campamento, la velada fue siniestra. Al día siguiente, los egipcios atacarían el fortín rebelde para romper su aislamiento e intentar establecer contacto con el general Asher. El asalto se anunciaba difícil. Muchos no regresarían a su país.

Suti cenaba con el soldado de más edad, un pendenciero natural de Menfis. Dirigiría las maniobras de la torre sobre ruedas.

—Dentro de seis meses —reveló—, me jubilaré. ¡Es mi última campaña de Asia, chiquillo! Toma, come ajos frescos. Te purgarán y evitarán que cojas frío.

—Estaría mejor con un poco de cilantro y vino rosado.

—¡El festín, después de la victoria! Normalmente, en este regimiento nos alimentan bien. El buey y los pasteles no escasean, las legumbres están pasablemente frescas y la cerveza es abundante. Antaño, los soldados robaban de aquí y de allá; Ramsés prohibió esas prácticas y expulsó del ejército a los desvalijadores. Yo no he robado a nadie. Me darán una casa en el campo, una parcela y una sirvienta. Pagaré pocos impuestos y transmitiré mi propiedad a la persona que yo elija. Tú tuviste razones para alistarte, chiquillo; tu porvenir está asegurado.

—Siempre que salga de este avispero.

—Demoleremos el fortín. Sobre todo, desconfía de tu izquierda. La muerte masculina procede de este lado, la femenina llega por la derecha.

—¿No hay mujeres entre el enemigo?

—¡Sí, y valientes!

Suti no olvidaría su izquierda ni su derecha; recordaría también la espalda, en memoria del teniente de carros.

Los soldados egipcios se lanzaron a una danza salvaje, haciendo girar sus armas por encima de sus cabezas, y alzándolas hacia el cielo para obtener un destino favorable y el valor de combatir hasta la muerte. Según las convenciones internacionales, la batalla se celebraría una hora después del alba; sólo los beduinos atacaban sin avisar.

El viejo soldado hincó una pluma en los largos cabellos negros de Suti.

—Es la costumbre, para los arqueros de élite. Evoca la de la diosa Maat; gracias a ella, tu corazón será firme y apuntarás bien.

Los infantes transportaban escalas; a su cabeza iba el antiguo pirata. Suti montó en la torre de asalto junto al viejo. Una decena de hombres la empujaron hacia el fortín. Los ingenieros habían aplanado a duras penas un camino de tierra por el que las ruedas de madera circularían sin excesiva dificultad.

—A la izquierda —ordenó el conductor.

El terreno se allanaba. Desde lo alto del fortín, los arqueros enemigos dispararon. Dos egipcios murieron, una flecha rozó la cabeza de Suti.

—Te toca a ti, chiquillo.

Suti tensó el arco revestido de asta; lanzadas en parábola, las saetas llegarían a más de doscientos metros. Con la cuerda tensada al máximo, se concentró y expiró soltando la flecha.

Un beduino, herido en pleno corazón, cayó de las almenas. Aquel éxito disipó el miedo de los infantes, corrieron hacia el enemigo.

Suti cambió de arma a unos cien metros del objetivo. Su arco de acacia, más preciso y menos fatigoso de manejar, le permitió hacer blanco siempre y despejar la mitad de las almenas. Los egipcios pudieron, muy pronto, apoyar sus escalas.

Cuando la torre estaba a unos veinte metros del objetivo, el conductor se derrumbó con una flecha en el vientre. La velocidad aumentó y la torre chocó contra el muro del fortín. Mientras sus camaradas saltaban a las almenas y se introducían en el bastión, Suti se preocupó por el viejo soldado. La herida era mortal.

—Una hermosa jubilación, chiquillo, ya verás… Yo he tenido mala suerte.

Su cabeza cayó sobre su hombro. Con un ariete, los egipcios derribaron la puerta; el antiguo pirata acabo de destrozarla con su hacha. Aterrados sus adversarios huyeron a la desbandada. El reyezuelo local salto a lomos de su caballo y pisoteó al oficial que le ordenaba rendirse. Furiosos, los egipcios se desmandaron y ya no dieron cuartel.

Mientras el fuego devastaba el fortín, un fugitivo harapiento escapo de la vigilancia de los vencedores y corrió hacia el bosque. Suti le alcanzó le agarró por la remendada túnica y la desgarró.

Una mujer joven y vigorosa. La bribona que le había robado.

Desnuda, siguió corriendo. Bajo las risas y los gritos de ánimo de sus hermanos de armas, Suti la inmovilizó en el suelo.

Loca de miedo, se agitó largo rato. Suti la levantó, le ató las manos y la cubrió con sus pobres ropas.

—Te pertenece —declaró un infante.

Los escasos supervivientes con las manos en la cabeza, habían abandonado arcos, escudos, sandalias y cantimploras. De acuerdo con las expresiones consagradas, perdían su alma, abandonaban su nombre y se vaciaban de su esperma. Los vencedores se apoderaron de la vajilla de bronce, de bueyes, asnos y cabras, incendiaron el cuartel, el mobiliario y los tejidos. Del fortín sólo quedaría un montón de piedras dislocadas y calcinadas.

El antiguo pirata se dirigió hacia Suti.

—El jefe ha muerto, el conductor de la torre también. Eres el mas valeroso de todos nosotros y un arquero de élite. El mando es tuyo.

—No tengo experiencia alguna.

—Eres un héroe. Todos lo atestiguaremos; sin ti habríamos fracasado. Llévanos al norte.

El joven se sometió a la voluntad de sus camaradas. Les pidió que trataran correctamente a los prisioneros. Durante unos rápidos interrogatorios, afirmaron que el instigador de la revuelta, Adafi, no se hallaba en el fortín.

Suti se puso a la cabeza de la columna con el arco en la mano. A la derecha, su prisionera.

—¿Cómo te llamas?

—Pantera.

Su belleza le fascinaba. Huraña, con los cabellos rubios y los ojos ardientes, tenía un cuerpo soberbio y atractivos labios. Su voz era cálida, hechicera.

—¿De dónde procedes?

—De Libia. Mi padre era un acogotado vivo.

—¿Qué quieres decir?

—En una expedición, una espada egipcia le abrió el cráneo. Habría debido morir. Prisionero de guerra, trabajó como agricultor en el delta. Olvidó su lengua, su pueblo, se convirtió en egipcio. Le odié y no fui a sus funerales. ¡Y yo continué el combate!

—¿Qué nos reprochas?

La pregunta sorprendió a Pantera.

—¡Somos enemigos desde hace dos mil años! —exclamó.

—¿No sería conveniente concluir una tregua?

—¡Nunca!

—Intentaré convencerte.

El encanto de Suti no fue inoperante. Pantera aceptó levantar los ojos hacia él.

—¿Voy a ser tu esclava?

—En Egipto no existen los esclavos.

Un soldado lanzó un grito. Todos se arrojaron al suelo. En la cresta de una colina, la maleza se movía. Surgió una manada de lobos que observó a los viajeros y prosiguió su camino. Aliviados, los egipcios dieron gracias a los dioses.

—Me liberarán —afirmó Pantera.

—Cuenta sólo con tus propias fuerzas.

—A la primera ocasión, te traicionaré.

—La sinceridad es una rara virtud. Comienzo a apreciarte.

Huraña, la muchacha se encerró en su cólera.

Avanzaron durante dos horas por un terreno pedregoso, luego siguieron el lecho de un torrente seco.

Con la mirada clavada en los escarpados rocosos, Suti acechaba la menor señal de una presencia inquietante.

Cuando una decena de arqueros egipcios les cerraron el paso, supieron que se habían salvado.

Cuando Pazair se presentó en su despacho, hacia las once de la mañana, la puerta estaba cerrada.

—Id a buscar a Iarrot —ordenó a Kem.

—¿Con el babuino?

—Con el babuino.

—¿Y si está enfermo?

—Traédmelo de inmediato. No importa en qué estado.

Kem se apresuró.

Con la tez muy roja y los párpados hinchados, Iarrot se explicó gimiendo.

—Estaba descansando, a consecuencia de una indigestión. He tomado granos de comino con leche, pero las náuseas subsistían. El médico me ha prescrito una infusión de bayas de enebro y dos días de descanso.

—¿Por qué habéis inundado con vuestros mensajes a la policía tebana?

—¡Dos urgencias!

La cólera del juez desapareció.

—Explicaos.

—Primera urgencia: carecemos de papiro. Segunda urgencia: el control del contenido de los graneros que dependen de vuestra jurisdicción. De acuerdo con la nota de los servicios técnicos, falta la mitad de la reserva de trigo en el silo principal.

Iarrot bajó la voz.

—Un enorme escándalo en perspectiva.

Cuando los sacerdotes hubieron presentado los primeros granos de la recolección a Osiris y ofrecido pan a la diosa de las cosechas, una larga hilera de portadores de serones, que contenían el precioso género, se dirigió hacia los silos cantando: «Un feliz día ha nacido para nosotros». Subían por las escaleras que llevaban al techo de los graneros, rectangulares unos, cilíndricos otros, y vertían allí sus tesoros por un tragaluz cerrado con una trampilla.

Una puerta permitía sacar el grano.

El intendente de los graneros recibió al juez con rara frialdad.

—El decreto real me obliga a controlar las reservas de grano.

—Un técnico lo ha hecho por vos.

—¿Sus conclusiones?

—No me las ha comunicado. Son sólo cosa vuestra.

—Haced que coloquen una escala en la fachada del granero principal.

—¿Debo repetirlo? Un técnico lo ha verificado ya.

—¿Os oponéis acaso a la ley?

El intendente se hizo más amable.

—Pienso en vuestra seguridad, juez Pazair. Trepar hasta allí arriba es peligroso. No estáis acostumbrado a este tipo de escalada.

—Entonces ignorabais que la mitad de vuestras reservas han desaparecido.

El intendente pareció estupefacto.

—¡Qué desastre!

—¿Explicación?

—Las plagas, sin duda alguna.

—¿Y no son vuestra principal preocupación?

—Me remito al servicio de higiene; ¡él es el culpable!

—La mitad de las reservas, es enorme.

—Cuando las plagas actúan…

—Poned la escalera.

—Es inútil, os lo aseguro. No es ésta la misión de un juez.

—Cuando haya puesto mi sello en el informe oficial, vos seréis el responsable ante la justicia.

Dos empleados acercaron una gran escalera y la apoyaron en la fachada del silo. Pazair, incómodo, trepó; los barrotes chirriaban, la estabilidad dejaba mucho que desear. A la mitad de su recorrido, vaciló.

—¡Sujetadla! —reclamó.

El intendente miró a sus espalda como si intentara huir. Kem posó una mano en su hombro, el babuino se acercó a su pierna.

—Obedezcamos al juez —recomendó el nubio—. ¿No desearéis que se produzca un accidente?

Actuaron como contrapeso. Tranquilizado, Pazair siguió trepando. Llegó a la cima, ocho metros por encima del suelo, levantó un pestillo y abrió el tragaluz.

El silo estaba lleno hasta el borde.

—Es incomprensible —estimó el intendente—. El verificador os ha mentido.

—Hay otra hipótesis —consideró Pazair—: vuestra complicidad.

—¡Fui engañado, no os quepa duda!

—Me cuesta creeros.

El babuino soltó un gruñido y mostró sus colmillos.

—Detesta a los mentirosos —indicó el nubio.

—¡Sujetad a esa fiera!

—No puedo ejercer ningún control sobre él cuando un testigo lo irrita.

El intendente agachó la cabeza.

—Me prometió una buena retribución si avalaba su examen. Habríamos vendido el grano que aparentemente faltaba. Una hermosa operación a la vista. Pero el delito no ha tenido lugar, ¿podré conservar mi puesto?

Pazair trabajó hasta muy tarde. Firmó el acta de destitución del intendente, apoyándola con argumentos, y buscó en vano al verificador en las listas de funcionarios. Un nombre falso sin duda alguna. El robo de grano no era raro, pero la falta nunca había adquirido tamañas proporciones. ¿Era un acto individual, limitado a un silo de Menfis, o una corrupción generalizada? Esta última posibilidad justificaría el sorprendente decreto del faraón. ¿No contaba el soberano con los jueces para restablecer la equidad y enderezar los renglones torcidos? Si todos actuaban justamente, fuera su función modesta o importante, el mal desaparecería en seguida.

En la llama de la lámpara, el rostro de Neferet, sus ojos, sus labios. A aquellas horas, debía de estar durmiendo.

¿Estaría pensando en él?