Levántate.
Suti salió de la prisión donde le habían encerrado. Sucio, hambriento, no había dejado de cantar canciones obscenas y de pensar en las maravillosas horas pasadas entre los brazos de las hermosas menfitas.
—Camina.
El soldado que le daba órdenes era un mercenario. Antiguo pirata[43], había elegido el ejército egipcio por la ventajosa jubilación que ofrecía a sus veteranos. Con la cabeza cubierta por un casco puntiagudo, armado con una corta espada, ignoraba los estados de ánimo.
—¿Eres tú el llamado Suti?
Como el joven tardara en responderle, el mercenario le golpeó el vientre. Se encorvó, pero no llegó a poner la rodilla en tierra.
—Eres orgulloso y fuerte. Parece que has combatido contra los beduinos. Yo no lo creo. Cuando se mata un enemigo, se le corta la mano y se la muestra al superior. A mi entender, huíste como un conejo.
—¿Con una pieza de mi carro?
—Producto de un saqueo. Vamos a comprobar si manejas el arco.
—Tengo hambre.
—Después veremos. Incluso sin fuerzas, un auténtico guerrero es capaz de combatir.
El mercenario llevó a Suti hasta el lindero de un bosque y le entregó un arco de considerable peso. En la parte frontal del núcleo de madera, un revestimiento de asta; en el dorso, corteza. La cuerda de tensión era un tendón de buey cubierto de fibras de lino, bloqueado por nudos en ambos extremos.
—Blanco a sesenta metros, en el roble, delante de ti. Tienes dos flechas para acertarle.
Cuando tensó el arco, Suti creyó que los músculos de su espalda se desgarraban. Puntitos negros bailaron ante sus ojos. Mantener la presión, colocar la flecha, apuntar, olvidar el envite, interiorizar el blanco, convertirse en el arco y la flecha, volar por los aires, clavarse en pleno árbol.
Cerró los ojos y disparó.
El mercenario dio algunos pasos.
—Casi en el centro.
Suti tomó la segunda flecha, tendió de nuevo el arco y apuntó al soldado.
—Eres imprudente.
El mercenario soltó su espada.
—He dicho la verdad.
—¡De acuerdo, de acuerdo!
El joven soltó la flecha, que se clavó en el blanco, a la derecha del anterior. El soldado suspiró.
—¿Quién te enseñó a manejar el arco?
—Es un don.
—Al río, soldado. Limpieza, vestido y almuerzo.
Con su arco preferido, de madera de acacia, con botas, un manto de lana, una daga, correctamente alimentado, lavado y perfumado, Suti compareció ante el oficial que mandaba la centuria de infantes. Esta vez le escuchó con atención y redactó un informe.
—Estamos aislados de nuestras bases y del general Asher. Éste acampa a tres jornadas de aquí con un cuerpo de élite. Envío dos mensajeros hacia el sur para que el ejército principal avance más de prisa.
—¿Una revuelta?
—Dos reyezuelos asiáticos, una tribu iraní y algunos beduinos coaligados. Su jefe es un libio exiliado, Adafi. Profeta de un dios vengador, ha decidido destruir Egipto y subir al trono de Ramsés. Para unos es una marioneta, para otros un loco peligroso. Le gusta golpear por sorpresa, sin tener en cuenta los tratados. Si nos quedamos aquí, pereceremos. Entre Asher y nosotros hay un fortín bien defendido. Lo tomaremos por asalto.
—¿Disponemos de carros?
—No, pero tenemos varias escalas y una torre sobre ruedas. Nos faltaba un arquero de élite.
Pazair había intentado hablarle diez o incluso cien veces. Se había limitado a levantar a un anciano, llevarle bajo una palmera, al abrigo del viento y del sol, limpiar su casa y ayudar a Neferet. Buscó un signo de desaprobación, una mirada cargada de reproches. Concentrada en su trabajo, ella parecía indiferente.
La víspera, el juez se había dirigido al jardín de Kani, cuyas investigaciones no habían tenido éxito. Prudente, había visitado, sin embargo, la mayoría de las aldeas y conversado con decenas de campesinos y artesanos. No había rastro de un veterano procedente de Menfis. Si el hombre residía en la orilla oeste, se ocultaba muy bien.
—Dentro de unos diez días, Kani os traerá un primer lote de plantas medicinales.
—El jefe del poblado me ha atribuido una casa abandonada, en el lindero del desierto; me servirá de gabinete médico.
—¿Agua?
—Conectarán una canalización en cuanto sea posible.
—¿Vuestra vivienda?
—Pequeña, pero limpia y agradable.
—Ayer Menfis, hoy este rincón perdido.
—Aquí no tengo enemigos. Allí era la guerra.
—Nebamon no reinará eternamente sobre la corporación de los médicos.
—El destino decidirá.
—Recuperaréis vuestro rango.
—¿Qué importa? He olvidado preguntaros por vuestro resfriado.
—El viento de primavera no me sienta bien.
—Es indispensable una nueva inhalación.
Pazair se sometió a ella. Le gustaba oírla preparar la pasta desinfectante, manipular el remedio y colocarlo en la piedra antes de cubrirla con un bote de fondo agujereado. Fueran cuales fuesen sus gestos, los saboreaba.
La habitación del juez había sido registrada de cabo a rabo. Incluso la mosquitera había sido arrancada, convertida en un ovillo y arrojada al suelo de madera. La bolsa de viaje estaba vacía, las tablillas y los papiros dispersos, la estera pisoteada, y el paño, la túnica y el manto desgarrados.
Pazair se arrodilló buscando un indicio.
El ladrón no había dejado rastro.
El juez hizo su denuncia al funcionario obeso, estupefacto e indignado.
—¿Sospechas?
—No me atrevo a formularlas.
—¡Por favor!
—Me han seguido.
—¿Habéis podido identificar al interfecto?
—No.
—¿Descripción?
—Imposible.
—Es una lástima. Mi investigación no será fácil.
—Lo comprendo.
—Al igual que los demás puestos de policía de la región, he recibido un mensaje para vos. Vuestro escribano os busca por todas partes.
—¿Motivo?
—No consta. Os pide que volváis a Menfis lo antes posible. ¿Cuándo os marcháis?
—Bueno… Mañana.
—¿Deseáis una escolta?
—Con Kem bastará.
—Como queráis, pero sed prudente.
—¿Quién se puede atrever a meterse con un juez?
El nubio había tomado un arco, flechas, una espada, un garrote, una lanza y un escudo de madera forrado con una piel de buey, es decir, el equipo clásico de un policía jurado, reconocido apto para llevar a cabo intervenciones delicadas. Al babuino le bastaban sus colmillos.
—¿Quién ha pagado estas armas?
—Los comerciantes del mercado. Mi babuino detuvo, uno a uno, a los miembros de una pandilla de ladrones que actuaba desde hacía más de un año. Los mercaderes han querido agradecérmelo.
—¿Habéis obtenido las autorizaciones de la policía tebana?
—Mis armas están inscritas y numeradas, estoy en regla.
—En Menfis hay algún problema, tenemos que regresar. ¿Se sabe algo del quinto veterano?
—En el mercado no hay ningún rumor. ¿Y vos?
—Nada.
—Ha muerto, como los demás.
—Y en ese caso, ¿por qué han registrado mi habitación?
—No me separaré de vos ni un minuto.
—Estáis a mis órdenes, recordadlo.
—Mi deber es protegeros.
—Si lo considero necesario. Aguardadme aquí, dispuesto a partir.
—Decidme, al menos, adonde vais.
—No tardaré.
Neferet estaba convirtiéndose en la reina de una aldea perdida de la orilla oeste de Tebas. Gozar de la permanente presencia de un médico era, para la pequeña comunidad, un regalo inestimable. La sonriente autoridad de la joven hacía maravillas; niños y adultos escuchaban sus consejos y ya no padecían la enfermedad. Neferet respetaba estrictamente reglas, de higiene que todo el mundo conocía, pero que a veces se desdeñaban: lavarse frecuentemente las manos, imperativo antes de cada comida, ducha cotidiana, lavarse los pies antes de entrar en una casa, purificación de la boca y los dientes, afeitado regular del pelo y corte de cabellos, utilización de ungüentos, cosméticos y desodorantes a base de algarroba. Tanto los pobres como los ricos utilizaban una pasta compuesta de arena y grasa, y añadiéndole natrón, limpiaba y desinfectaba la piel.
A instancias de Pazair, Neferet había aceptado pasear a orillas del Nilo.
—¿Sois feliz?
—Creo ser útil.
—Os admiro.
—Otros médicos merecerían vuestra estima.
—Debo abandonar Tebas. Me reclaman en Menfis.
—¿Por ese extraño asunto?
—Mi escribano no lo dice.
—¿Habéis progresado?
—Sigo sin encontrar al quinto veterano. Si hubiera ocupado un empleo estable en la orilla oeste, yo lo sabría. Mi investigación languidece.
El viento cambió, la primavera se hacía tierna y cálida.
Pronto soplaría el viento de la arena; durante varios días, obligaría a los egipcios a encerrarse en sus casas.
La naturaleza florecía por todas partes.
—¿Volveréis?
—Lo antes posible.
—Os noto inquieto.
—Han registrado mi habitación.
—Un medio para disuadiros.
—Creyeron que poseía un documento esencial. Ahora saben que no es verdad.
—¿No corréis demasiados riesgos?
—Por culpa de mi incompetencia, cometo demasiados errores.
—Sed menos cruel con vos mismo; no tenéis nada que reprocharos.
—Quiero vencer la injusticia que padecéis.
—Me olvidaréis.
—¡Nunca!
Ella sonrió enternecida.
—Los juramentos de nuestra juventud se desvanecen con la brisa del anochecer.
—Los míos no.
Pazair se detuvo, se volvió hacia ella y le tomó las manos.
—Os amo, Neferet. Si supierais cómo os amo…
La inquietud veló su rostro.
—Mi vida está aquí, la vuestra en Menfis. El destino ha elegido.
—Mi carrera me importa un comino. Si me amáis, ¡qué importa el resto!
—No seáis infantil.
—Vos sois la felicidad, Neferet. Sin vos, mi existencia no tiene sentido.
La joven retiró suavemente sus manos.
—Debo pensarlo, Pazair.
Él sintió deseos de tomarla en sus brazos, de apretarla contra su pecho con tanta fuerza que nadie pudiera separarle. Pero no debía quebrar la frágil esperanza que iluminaba su respuesta.
El devorador de sombras asistió a la marcha de Pazair. Abandonaba Tebas sin haberse entrevistado con el quinto veterano y no se llevaba ningún documento comprometedor. El registro de su habitación había resultado estéril. Ni siquiera él había tenido éxito. Magra cosecha: el quinto veterano había permanecido en una aldea al sur de la gran ciudad. Aterrado por la trágica muerte de su colega, el panadero, había desaparecido.
Ni el juez ni el devorador de sombras habían conseguido localizarle.
El veterano se sabía en peligro. Por lo tanto, mantendría la boca cerrada. Tranquilizado, el devorador de sombras tomaría el próximo barco hacia Menfis.