En una mesa de una de las tabernas más concurridas de Tebas, Pazair dirigió su conversación hacia Hattusa, una de las esposas diplomáticas de Ramsés el Grande. Durante la negociación del tratado de paz con los hititas, el faraón había recibido a una de las hijas del soberano asiático como prenda de sinceridad. Colocada a la cabeza del harén de Tebas, la mujer vivía allí una lujosa existencia.
Inaccesible, invisible, Hattusa no era popular. Los comadreos la destrozaban; ¿acaso no practicaba la magia negra, no se unía por la noche con los demonios, no se negaba a mostrarse durante las grandes fiestas?
—Por su causa —declaró el propietario de la taberna—, el precio de los ungüentos se ha doblado.
—¿Por qué es responsable de eso?
—Sus damas de compañía, cuyo número aumenta, se maquillan durante todo el día. El harén utiliza una increíble cantidad de ungüentos de primera calidad, los compra caros y produce el alza de los precios. Y con el aceite sucede los mismo. ¿Cuándo nos libraremos de esa extranjera?
Nadie salió en defensa de Hattusa.
Una lujuriante vegetación rodeaba los edificios que componían el harén de la orilla este. Un canal cruzaba el paraje; la abundante agua irrigaba varios jardines reservados a las damas de la corte, viudas y ancianas, un gran vergel y un parque floral donde descansaban las hiladoras y las tejedoras. Como los demás harenes de Egipto, el de Tebas albergaba numerosos talleres, escuelas de danza, de música y de poesía, un centro de producción de hierbas aromáticas y productos de belleza; algunos especialistas trabajaban la madera, el esmalte y el marfil; se creaban soberbios vestidos de lino y se cultivaba el refinado arte de las composiciones florales. Siempre activo, el harén era también un centro educativo donde se formaban egipcios y extranjeros destinados a la alta administración. Junto a las elegantes, ataviadas con las más resplandecientes joyas, pasaban artesanos, maestros y gestores encargados de aprovisionar a las pensionistas en géneros frescos.
El juez Pazair se presentó por la mañana, muy pronto, en el palacio central. Su calidad le permitió atravesar la barrera de guardias y hablar con el intendente de Hattusa. Éste recibió la petición del juez y la mostró a su patrona que, ante la sorpresa de su empleado, no la rechazó.
El magistrado fue introducido en una estancia de cuatro columnas, con los muros decorados con pinturas que representaban pájaros y flores. Un enlosado multicolor contribuía al encanto del lugar. Alrededor de Hattusa, sentada en un trono de madera dorada, revoloteaban dos peluqueras. Manejaban botes, espátulas para el maquillaje y cajas para perfume, y concluían el aseo matinal con la operación más delicada, el ajuste de la peluca, a la que la más hábil añadía falsos mechones tras haber sustituido los bucles defectuosos.
Con treinta resplandecientes años, desdeñoso el ademán, la princesa hitita contemplaba su belleza en un espejo cuyo mango dorado reproducía un tallo de loto.
—¡Un juez en mi casa tan temprano! Estoy intrigada. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
—Me gustaría haceros unas preguntas.
Ella dejó el espejo y despidió a las peluqueras.
—¿Os parece que mantengamos una entrevista a solas?
—Muy bien.
—¡Por fin un poco de distracción! La vida es tan aburrida en este palacio.
Con la piel muy blanca, las manos largas y finas y los ojos negros, Hattusa era a la vez atractiva e inquietante. Pícara, aguda, rápida, no tenía ningún tipo de indulgencia con sus interlocutores y se complacía burlándose de sus debilidades, defecto del habla, actitud torpe o imperfección física.
Miró atentamente a Pazair.
—No sois el hombre más apuesto de Egipto, pero una mujer puede enamorarse perdidamente de vos y seros fiel. Impaciente, apasionado, entregado a un ideal… coleccionáis importantes defectos. Y sois tan serio, casi grave, hasta el punto de echar a perder vuestra juventud.
—¿Me permitís que os interrogue?
—¡Audaz pregunta! ¿Sois consciente de vuestra imprudencia? Soy una de las esposas del gran Ramsés y podría hacer que os destituyeran inmediatamente.
—Sabéis muy bien que no. Defendería mi causa ante el tribunal del visir y seríais convocada por abuso de autoridad.
—Egipto es un país extraño. Sus habitantes no sólo creen en la justicia sino que, además, la respetan y velan por su aplicación. Un milagro que no puede durar.
Hattusa tomó de nuevo el espejo para examinar, uno a uno, los rizos de su peluca.
—Si vuestras preguntas me divierten, las responderé.
—¿Quién os proporciona el pan fresco?
La hitita abrió unos ojos asombrados.
—¿Os preocupa mi pan?
—Más exactamente el panadero de la orilla oeste que deseaba trabajar para vos.
—¡Todo el mundo quiere trabajar para mí! Mi generosidad es conocida.
—Y, sin embargo, el pueblo no os aprecia demasiado.
—Es recíproco. El pueblo, aquí como en cualquier parte, es estúpido. Soy una extranjera y me siento orgullosa de seguir siéndolo. Decenas de servidores están a mis pies porque el rey me confió la dirección de este harén, el más próspero de todos.
—¿Y el panadero?
—Hablad con mi intendente, él os informará. Si ese panadero ha entregado pan, lo sabréis. ¿Tan importante es?
—¿Estáis enterada de un drama que se produjo junto a la esfinge de Gizeh?
—¿Qué ocultáis, juez Pazair?
—Nada esencial.
—Este juego me aburre, como la siesta, como los cortesanos. Sólo tengo un deseo: volver a mi casa. Sería divertido que los ejércitos hititas aplastaran a vuestros soldados e invadieran Egipto. ¡Una hermosa revancha, en verdad! Pero temo morir aquí, esposa del más poderoso de los reyes, un hombre al que sólo he visto una vez, el día de nuestra boda acordada por diplomáticos y juristas, para asegurar la paz y la felicidad de nuestros pueblos. ¿A quién le preocupó mi felicidad?
—Gracias por vuestra cooperación, alteza.
—Soy yo, y no vos, quien debe finalizar la entrevista.
—No quería ofenderos.
—Salid.
El intendente de Hattusa reveló que había encargado, efectivamente, panes a un excelente panadero de la orilla oeste; pero no se había efectuado ninguna entrega.
Perplejo, Pazair salió del harén. De acuerdo con sus costumbres, había intentado explotar el más pequeño indicio, sin temer importunar a una de las más grandes damas del reino.
¿Estaría comprometida, de un modo u otro, en la conspiración? Una nueva pregunta sin respuesta.
El adjunto al alcalde de Menfis abrió la boca angustiado.
—Relajaos —recomendó Qadash.
El dentista no había ocultado la verdad: era preciso arrancar el molar. Pese a intensivos cuidados, no había podido salvarlo.
—Abridla más.
En verdad, la mano de Qadash no era tan firme como antaño, pero seguiría demostrando su talento durante mucho tiempo. Tras una anestesia local, pasó a la primera fase de la extracción, fijando la tenaza a uno y otro lado del diente.
Impreciso, tembloroso, hirió la encía. Sin embargo, se empecinó. Los nervios le impidieron dominar la operación y se produjo una hemorragia que atacó las raíces. Se lanzó hacia una barrena cuyo extremo puntiagudo colocó en una cavidad practicada en un bloque de madera, le imprimió por medio de un arco un rápido movimiento de rotación e hizo brotar una chispa. En cuanto la llama fue suficiente, calentó una lanceta con la que cauterizó la herida del paciente.
Con la mandíbula dolorida e inflamada, el adjunto al alcalde salió de la consulta sin dar las gracias al dentista.
Qadash perdía así un cliente importante que no dejaría de denigrarle.
El facultativo se hallaba en la encrucijada. No aceptaba envejecer ni perder su habilidad. Ciertamente, la danza con los libios le confortaría y le devolvería una pasajera energía, pero ya no le bastaba. La solución, tan cercana, seguía estando muy lejos. Qadash debía utilizar otras armas, perfeccionar su técnica, demostrar que seguía siendo el mejor.
Lo que necesitaba era otro metal.
El transbordador zarpaba.
De un salto, Pazair consiguió llegar a las desiguales tablas de la embarcación de fondo plano en la que se amontonaban bestias y gente.
El transbordador efectuaba un incesante vaivén entre ambas orillas; pese a la brevedad del recorrido, se intercambiaban noticias y se concluían, incluso, algunos negocios.
El juez fue empujado por el trasero de un buey inquieto y chocó con una mujer que le daba la espalda.
—Perdonadme. Ella no respondió y ocultó el rostro con sus manos. Intrigado, Pazair la observó.
—¿No sois, acaso, Sababu?
—Dejadme en paz.
Con un vestido oscuro, un chal marrón en los hombros y el peinado en desorden, Sababu parecía una mendiga.
—Tendríamos que hacernos algunas confidencias, ¿no?
—No os conozco.
—Recordad a mi amigo Suti. Él os convenció de que no me difamarais.
Asustada, la mujer se inclinó hacia el río, animado por una fuerte corriente. Pazair la sujetó del brazo.
—El Nilo es peligroso aquí. Podríais ahogaros.
—No sé nadar.
Unos chiquillos saltaron a la orilla en cuanto el transbordador atracó. Le siguieron asnos, bueyes y campesinos. Pazair y Sababu fueron los últimos en desembarcar. El juez no había soltado a la prostituta.
—¿Por qué me molestáis? Soy una simple sierva y…
—Vuestro método de defensa es ridículo. ¿No le dijisteis a Suti que yo era uno de vuestros fieles clientes?
—No comprendo.
—Soy el juez Pazair, recordadlo.
Ella intentó huir, pero él no aflojó la presa.
—Sed razonable.
—¡Me dais miedo!
—Intentabais deshonrarme.
Ella estalló en sollozos. Molesto, la liberó. Aunque fuese una enemiga, su angustia le conmovía.
—¿Quién os ordenó que me calumniarais?
—No lo sé.
—Mentís.
—Un subalterno se puso en contacto conmigo.
—¿Un policía?
—¿Cómo saberlo? Yo no hago preguntas.
—¿Cómo os pagan?
—Me dejan tranquila.
—¿Por qué me ayudáis?
Ella esbozó una pobre sonrisa.
—Tantos recuerdos y días felices… Mi padre era juez rural, yo le adoraba. Cuando murió, la aldea me horrorizaba y me fui a vivir a Menfis. De mala compañía en mala compañía, me convertí en puta. Una puta rica y respetada. Me pagan para que obtenga informaciones confidenciales sobre las personalidades que frecuentan mi casa de cerveza.
—¿Mentmosé, verdad?
—¿A vos qué os parece? Jamás me había visto obligada a ensuciar a un juez. Os he protegido por respeto a la memoria de mi padre. Si estáis en peligro, es cosa vuestra.
—¿No teméis represalias?
—Mis recuerdos me protegen.
—Suponed que a quien os paga le importa un pimiento esta amenaza.
Ella inclinó los ojos.
—Por eso he abandonado Menfis y me oculto aquí. Por vuestra causa lo he perdido todo.
—¿Fue el general Asher a vuestra casa?
—No.
—Se descubrirá la verdad, os lo prometo.
—Ya no creo en las promesas.
—Tened confianza.
—¿Por qué quieren destruiros, juez Pazair?
—Investigo un accidente que se produjo en Gizeh. Oficialmente, cinco veteranos de la guardia de honor encontraron allí la muerte.
—No han circulado rumores sobre este asunto.
La tentativa del juez había fracasado. O la mujer no sabía nada, o callaba.
De pronto se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y lanzó un grito de dolor.
—¿Qué os pasa?
—Reumatismo agudo. A veces no puedo mover el brazo.
Pazair no vaciló. Ella le había ayudado, tenía que socorrerla.
Neferet curaba un borrico herido cuando Pazair le presentó a Sababu. Ella le había prometido al juez que ocultaría su identidad.
—He encontrado a esta mujer en el transbordador. Le duele el hombro. ¿Podéis aliviarla?
Neferet se lavó cuidadosamente las manos.
—¿Hace mucho?
—Más de cinco años —respondió Sababu agresiva—. ¿Sabéis quién soy?
—Una enferma a la que intentaré curar.
—Soy Sababu, prostituta y propietaria de una casa de cerveza.
Pazair palideció.
—Tal vez las causas de su mal sean la frecuencia de las relaciones sexuales y el trato con compañeros de dudosa higiene.
—Examinadme.
Sababu se quitó la túnica bajo la que iba desnuda.
¿Tenía Pazair que cerrar los ojos, volverse o desaparecer bajo tierra? Neferet nunca le perdonaría esa afrenta. ¡Cliente de una mujer de vida alegre, ésa era la revelación que le ofrecía! Sus negativas serían tan ridículas como inútiles.
Neferet palpó el hombro, recorrió con el índice la línea de un nervio, encontró los puntos de energía y comprobó la curva del omoplato.
—Es serio —concluyó—. El reumatismo es ya deformante. Si no os cuidáis, vuestros miembros se paralizarán.
Sababu perdió su altivez.
—¿Qué… qué me aconsejáis?
—En primer lugar, dejad de beber alcohol. Luego, tomad cada día esencia pura de corteza de sauce; finalmente, recibid diariamente una aplicación de bálsamo compuesto de natrón, aceite blanco, resina de terebinto, olíbano, miel y grasas de hipopótamo, cocodrilo, siluro y mújol[42].
—Son productos costosos y no dispongo de ellos.
—Tendréis que consultar con un médico, en Tebas.
Sababu volvió a vestirse.
—No tardéis —recomendó Neferet—; la evolución parece rápida.
Mortificado, Pazair acompañó a la prostituta hasta la entrada del pueblo.
—¿Sois libre?
—No habéis cumplido vuestra palabra.
—Quizás os sorprenda pero, a veces, me horroriza la mentira. Ante una mujer como ésa, es imposible disimular.
Pazair se sentó en el polvo, al borde del camino. Su ingenuidad le había llevado al desastre. Sababu, de un modo inesperado, había acabado cumpliendo su misión; el juez se sintió destrozado. ¡Él, el magistrado íntegro, cómplice de una prostituta, hipócrita y libertino para Neferet!
Sababu el hada buena, Sababu respetuosa con los jueces y la memoria de su padre, Sababu que no había vacilado en traicionarle a la primera ocasión. Mañana le vendería a Mentmosé, si no lo había hecho ya.
La leyenda afirmaba que los ahogados gozaban de la indulgencia de Osiris cuando comparecían ante el tribunal del otro mundo. Las aguas del Nilo los purificaban. Amor perdido, nombre mancillado, ideal devastado… El suicidio le atraía.
La mano de Neferet se posó en su hombro.
—¿Se ha curado vuestro resfriado?
No se atrevió a moverse.
—Lo siento mucho.
—¿Qué lamentáis?
—Esta mujer… Os juro que…
—Me habéis traído a una enferma, espero que se cure en seguida.
—Intentó arruinar mi reputación y afirma que ha renunciado a ello.
—¿Una prostituta de gran corazón?
—Ya lo he pensado.
—¿Quién va a reprochároslo?
—Fui a casa de Sababu, con mi amigo Suti, para festejar su alistamiento en el ejército.
Neferet no apartó su mano.
—Suti es un ser maravilloso, de inagotable ardor. Adora el vino y las mujeres, quiere convertirse en un gran héroe, rechaza cualquier imposición. Él y yo somos el día y la noche. Mientras Sababu lo recibía en su alcoba, permanecí sentado, enfrascado en mi investigación. Os suplico que me creáis.
—Me preocupa un anciano. Tendría que lavarle y desinfectar su casa. ¿Queréis ayudarme?