Largo paseo por la campiña en compañía de Viento del Norte y Bravo, consulta de expedientes en los despachos de la policía, establecimiento de una lista correcta de contribuyentes en el impuesto de la madera, inspección de las aldeas censadas, entrevistas administrativas con alcaldes y propietarios, así transcurrían las jornadas tebanas del juez Pazair, que concluían con una visita a Kani. Por la actitud del jardinero, con la cabeza inclinada hacia sus plantaciones, Pazair sabía que no había descubierto a Neferet ni al quinto veterano.
Transcurrió una semana. Los funcionarios a sueldo de Mentmosé le mandaban informes sin sorpresa alguna sobre las actividades del juez. Kem se limitaba a recorrer los mercados y detener a los ladrones. Pronto tendrían que regresar a Menfis. Pazair cruzó el palmeral, tomó un camino de tierra a lo largo del canal de riego y bajó por la escalera que llevaba al huerto de Kani. Cuando el sol comenzaba a declinar, se ocupaba de las plantas medicinales que exigían cuidados regulares y atentos. Dormía en una choza, tras haber regado parte de la noche. El huerto parecía desierto. Sorprendido, Pazair lo recorrió y, luego, abrió la puerta de la choza. Vacía. Se sentó en un murete, disfrutó de la puesta de sol. La luna llena plateó el río. Cuantos más minutos pasaban, más oprimía la angustia su corazón. Tal vez Kani había identificado al quinto veterano, tal vez le habían seguido, tal vez… Pazair se reprochó haber mezclado al jardinero en una investigación que le superaba. Si había sucedido alguna desgracia, se consideraría el principal responsable.
Cuando el fresco cayó sobre sus hombros, el juez no se movió. Esperaría hasta el alba y así sabría que Kani no iba a regresar. Con los dientes prietos y los músculos doloridos, Pazair deploraba su ligereza.
Una barca cruzó el río.
El juez se levantó y corrió hacia la orilla.
—¡Kani!
El jardinero atracó, ató la barca a una estaca y subió lentamente por la pendiente.
—¿Por qué regresáis tan tarde?
—¿Tembláis?
—Tengo frío.
—El viento de primavera hace enfermar. Vayamos a la choza.
El jardinero se sentó en un tocón, con la espalda apoyada en las tablas, Pazair en un arcén de herramientas.
—¿El veterano?
—No hay pista alguna.
—¿Habéis corrido peligro?
—En ningún momento. Compro plantas raras aquí y allá, intercambio confidencias con los ancianos.
Pazair hizo la pregunta que le quemaba los labios.
—¿Neferet?
—No la he visto, pero conozco el lugar donde reside.
El laboratorio de Chechi ocupaba tres grandes estancias en el sótano de un cuartel anejo. El regimiento que se alojaba allí sólo agrupaba soldados de segunda clase, destinados a trabajos de explanación. Todos creían que el químico trabajaba en palacio mientras proseguía sus verdaderas investigaciones en aquel discreto marco. Aparentemente, ninguna vigilancia especial; pero quien intentara introducirse en la escalera que bajaba a las profundidades del edificio sería interceptado sin miramientos y duramente interrogado.
Chechi había sido reclutado por los servicios técnicos de palacio gracias a sus excepcionales conocimientos en el campo de la resistencia de materiales. Fundidor al comienzo, no dejaba de mejorar el tratamiento del cobre bruto indispensable para la fabricación de los cinceles para tallar la piedra. Gracias a sus éxitos y a su seriedad, no había dejado de ascender; el día en que proporcionó herramientas de sorprendente resistencia para modelar los bloques del templo «de los millones de años» de Ramsés el Grande[39], construido en la orilla oeste de Tebas, su reputación había llegado a oídos del rey.
Chechi había convocado a sus tres principales colaboradores, hombres de edad madura y científicos experimentados. Unas lámparas, cuyas mechas no humeaban, iluminaban el sótano. Chechi, lento y meticuloso, ordenaba los papiros en los que había anotado sus últimos cálculos. Los tres técnicos, incómodos, aguardaron. El silencio del químico no presagiaba nada bueno, aunque fuera poco locuaz. Aquella súbita e imperativa convocatoria no entraba en sus costumbres. El hombrecillo de negro bigote volvía la espalda a sus interlocutores.
—¿Quién se ha ido de la lengua?
Nadie respondió.
—No repetiré la pregunta.
—No tiene sentido alguno.
—En una recepción, un notable ha hablado de aleaciones y nuevas armas.
—¡Imposible! ¡Os han mentido!
—Yo estaba allí. ¿Quién se ha ido de la lengua?
Mutismo, de nuevo.
—No tengo la posibilidad de hacer una incierta investigación. Aunque las informaciones que han corrido son incompletas y, por lo tanto, inexactas, se ha roto la confianza.
—Es decir…
—Es decir, que estáis despedidos.
Neferet había elegido la aldea más pobre y más retirada de la región tebana. Situada al límite del desierto, mal irrigada, tenía un número anormalmente alto de enfermedades de piel. La muchacha no estaba triste ni abatida; haber escapado de las garras de Nebamon la alegraba, aunque hubiera cambiado su libertad por una carrera prometedora. Curaría a los más pobres con los medios de que dispusiera, y se contentaría con una existencia solitaria en el campo. Cuando un barco sanitario bajara por el río hacia Menfis, iría a ver a su maestro Branir. Conociéndola, no intentaría hacerle cambiar de opinión.
Al día siguiente de su llegada, Neferet había curado al personaje más importante de la población, un especialista en cebar ocas, que sufría de arritmia cardíaca. Un largo masaje y una manipulación vertebral le dejaron como nuevo. Sentado en el suelo, junto a una mesa baja en la que se habían depositado albóndigas de harina sacadas de un recipiente de agua, empuñaba una oca por el cuello. El ave se debatía, pero el técnico no la soltaba e introducía suavemente la pasta en su gaznate, acompañando la operación con palabras afectuosas. Cebada, la oca se bamboleaba como si estuviera ebria; luego, se lanzaba a un paseo digestivo. El cebado de las grullas exigía más atención, pues los hermosos pájaros hacían volar las albóndigas. Por lo que a los hígados se refiere, estaban entre los más famosos de la región.
Gracias a aquella primera curación, considerada milagrosa, Neferet se había convertido en la heroína del lugar. Los campesinos le habían pedido que les aconsejara para luchar contra los enemigos de las cosechas y los vergeles, en especial langostas y grillos; pero la joven había preferido luchar contra otra plaga que le parecía la causa de las infecciones cutáneas que afectaban tanto a los niños como a los adultos: las moscas y los mosquitos. Su abundancia se explicaba por la presencia de una charca de agua estancada que no había sido drenada desde hacía tres años. Neferet ordenó que la desecaran, recomendó a los aldeanos que desinfectaran sus casas y curó las picaduras con grasa de oropéndola y unciones de aceite fresco.
Sólo le preocupaba el caso de un anciano de gastado corazón; si su estado empeoraba, sería necesario hospitalizarle en Tebas. Algunas plantas raras le habrían evitado aquella molestia. Mientras estaba a su cabecera, un chiquillo la avisó de la presencia de un extranjero que hacía preguntas sobre ella.
¡Nebamon no la dejaba en paz ni siquiera allí! ¿De qué iba a acusarla ahora, cómo pretendería rebajarla? Tenía que ocultarse. Los aldeanos callarían, el emisario del médico en jefe se marcharía.
Pazair advirtió que sus interlocutores mentían; a pesar de su mutismo, el nombre de Neferet les era familiar. Replegado sobre sí mismo, con las casas amenazadas por el desierto, el poblado temía una intrusión; la mayoría de las puertas se cerraron.
Despechado, se disponía a abandonar el lugar cuando vio a una mujer dirigiéndose hacia las pedregosas colinas.
—¡Neferet!
Ella se volvió intrigada. Le reconoció y volvió sobre sus pasos.
—Juez Pazair… ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Deseaba hablar con vos.
Tenía luz en los ojos. El aire del campo había bronceado su piel. Pazair quería revelarle sus sentimientos, traducir lo que sentía, pero fue incapaz de pronunciar la primera palabra de su declaración.
—Vayamos a la cima de aquella colina.
La habría seguido hasta el fin del mundo, hasta el fondo del mar, hasta el corazón de las tinieblas. Caminar a su lado, sentarse junto a ella, escuchar su voz eran goces embriagadores.
—Branir me lo ha contado. ¿Deseáis denunciar a Nebamon?
—Sería inútil. Muchos médicos le deben su carrera y testimoniarían contra mí.
—Los acusaré de falso testimonio.
—Son demasiados y Nebamon os impedirá actuar.
Pese al dulce calor de la primavera, Pazair temblaba. No pudo contener un estornudo.
—¿Enfriamiento?
—He pasado la noche fuera esperando que Kani regresara.
—¿El jardinero?
—Fue él quien os encontró. Vive en Tebas y explota su propio huerto. Tenéis suerte, Neferet: produce plantas medicinales y sabrá cultivar las más raras.
—¿Montar un laboratorio, aquí?
—¿Por qué no? Vuestros conocimientos farmacológicos os lo permiten. No sólo curaréis enfermedades graves, sino que recuperaréis también vuestra reputación.
—No me apetece emprender esta lucha. Mi condición actual me basta.
—No echéis a perder vuestros dones. Hacedlo por vuestros enfermos.
Pazair estornudó por segunda vez.
—¿Y no seréis vos el primer interesado? Los tratados afirman que la coriza quiebra los huesos, destroza el cráneo y ahueca el cerebro. Debo evitar ese desastre.
Su sonrisa, en la que la bondad excluía la ironía, le encantó.
—¿Aceptáis la ayuda de Kani?
—Es testarudo. Si ha tomado ya la decisión, ¿cómo puedo oponerme? Pero ocupémonos de la urgencia: el resfriado es una afección seria. Jugo de palma en vuestra nariz y, si resiste, leche de mujer y goma olorosa.
El resfriado resistió y aumentó. Neferet hizo entrar al juez en la modesta morada que ocupaba en el centro de la aldea. La tos hizo su aparición y ella le recetó rejalgar, sulfuro natural de arsénico, que el pueblo denominaba «el que ensancha el corazón».
—Intentemos interrumpir la evolución. Sentaos en esta estera y no os mováis.
Impartía sus directrices sin levantar la voz, tan tierna como su mirada. El juez esperó que los efectos del resfriado fueran duraderos para permanecer el mayor tiempo posible en aquella modesta estancia. Neferet mezcló rejalgar, resina, hojas de plantas desinfectantes, y lo machacó todo hasta convertirlo en una pasta que después calentó. La extendió sobre una piedra y la puso ante el juez. Luego lo cubrió con un bote invertido, con un agujero en el fondo.
—Tomad esta caña —dijo al paciente—, colocadla en el agujero y aspirad, unas veces por la boca y otras por la nariz. La fumigación os aliviará.
Un fracaso no hubiera disgustado a Pazair, pero la medicación resultó eficaz. La congestión se atenuó, respiraba mejor.
—¿Ya no hay estremecimientos?
—Una sensación de fatiga.
—Os recomiendo, durante algunos días, un alimento rico y más bien graso: carne roja, aceite fresco en los alimentos. Sería conveniente algo de reposo.
—Tendré que renunciar a él.
—¿Qué os trae por Tebas?
Tuvo ganas de gritar: «¡Vos, Neferet, sólo vos!», pero las palabras no salieron de su garganta. Estaba seguro de que ella advertía su pasión, aguardaba que le ofreciera la posibilidad de expresarla, no se atrevía a quebrar su serenidad con una locura que, sin duda, la muchacha desaprobaría.
—Tal vez un crimen, tal vez varios crímenes.
La sintió turbada por un drama que no le concernía.
¿Tenía derecho a mezclarla en un asunto cuya naturaleza real él mismo ignoraba?
—Tengo total confianza en vos, Neferet, pero no deseo importunaros con mis preocupaciones.
—¿No debéis guardar secreto?
—Hasta que formulo conclusiones.
—Asesinatos… ¿Éstas son vuestras conclusiones?
—Mi íntima convicción.
—¡Hace tantos años que no se ha cometido ningún crimen!
—Cinco veteranos que componían la guardia de honor de la gran esfinge murieron al caer de cabeza durante una inspección. Accidente: ésta es la versión oficial del ejército. Ahora bien, uno de ellos se ocultaba en una aldea de la orilla oeste donde trabajaba de panadero. Me hubiera gustado interrogarle, pero esta vez estaba realmente muerto. Un nuevo accidente. El jefe de la policía hace que me sigan, como si fuera culpable de hacer una investigación. Estoy perdido, Neferet. Olvidad mis confidencias.
—¿Deseáis renunciar?
—Siento una ardiente afición a la verdad y la justicia. Si renunciara, me destruiría.
—¿Puedo ayudaros?
Una fiebre distinta llenó los ojos de Pazair.
—Si pudiéramos hablar, de vez en cuando, tendría más valor.
—Un resfriado puede tener consecuencias secundarias que es mejor vigilar de cerca. Serán necesarias nuevas consultas.