Tras un rápido y tranquilo viaje, el barco que transportaba al juez Pazair, a su asno, a su perro, a Kem, al babuino policía y a alguos pasajeros llegó a la vista de Tebas.
Todos guardaron silencio.
En la orilla izquierda, los templos de Karnak y de Luxor desplegaban sus divinas arquitecturas. Tras los altos muros, a cubierto de las miradas profanas, un pequeño número de hombres y mujeres celebraban las divinidades para que permanecieran en la tierra. Acacias y tamariscos daban sombra a las hileras de carneros que llevaban a los pilonos, monumentales puertas que daban acceso a los santuarios.
Esta vez, la policía fluvial no había interceptado el barco. Pazair recuperaba con gozo su provincia de origen; desde su partida, había sufrido pruebas, se había endurecido y, sobre todo, había descubierto el amor. Ni un solo instante olvidaba a Neferet. Perdía el apetito, tenía cada vez más dificultades para concentrarse; por la noche, permanecía con los ojos abiertos esperando verla aparecer en la oscuridad. Ausente de sí mismo, se sumía poco a poco en un vacío que le devoraba desde el interior. Sólo la mujer amada podría curarle, ¿pero sabría identificar su enfermedad? Ni los dioses ni los sacerdotes le devolverían el gusto por la vida, ningún triunfo disiparía su dolor, ningún libro le apaciguaría.
Tebas, donde se ocultaba Neferet, era su última esperanza.
Pazair ya no creía en su investigación. Desengañado, sabía que la conspiración había sido perfectamente construida. Fueran cuales fuesen sus sospechas, no llegaría a la verdad. Justo antes de su marcha se había enterado de la inhumación de la momia del guardián en jefe de la esfinge. Como la misión del general Asher en Asia no tenía límite en el tiempo, las autoridades militares habían considerado oportuno no aplazar los funerales. ¿Se trataba del veterano o de un cadáver cualquiera? ¿Estaba vivo todavía, oculto en alguna parte, el desaparecido? Pazair permanecería por siempre en la duda.
El barco atracó poco antes del templo de Luxor.
—Nos observan —advirtió Kem—. Un joven, a popa. Es el último que embarcó.
—Perdámonos en la ciudad; veremos si nos sigue.
El hombre no se separó de ellos.
—¿Mentmosé?
—Probablemente.
—¿Os libro de él?
—Tengo otra idea.
El juez se presentó en el puesto de policía principal, donde fue recibido por un funcionario obeso cuya mesa estaba llena de cestillos con frutas y pasteles.
—¿No habéis nacido en la región?
—Sí, en una aldea de la orilla oeste. Fui destinado a Menfis, donde tuve el privilegio de conocer a vuestro superior, Mentmosé.
—Y habéis regresado.
—Una corta estancia.
—¿Reposo o trabajo?
—Me ocupo del impuesto de la madera[38]. Mi antecesor redactó sobre este punto capital unas notas oscuras e incompletas.
El obeso devoró algunas pasas.
—¿Falta combustible en Menfis?
—De ningún modo; el invierno ha sido clemente, no hemos agotado nuestras reservas de leña para calentarnos. Pero no me parece que el servicio rotativo de los podadores de ramas se lleve a cabo del modo correcto: demasiados menfitas y pocos tebanos. Quisiera consultar vuestras listas, aldea por aldea, para descubrir los fraudes. Algunos no tienen ganas de recoger leña, hojarasca y fibras de palma para llevarlas a los centros de selección y distribución. ¿No es hora ya de intervenir?
—Sin duda, sin duda.
Mentmosé había advertido, por correo, al responsable de la policía tebana de la llegada de Pazair, describiéndole como un juez temible, empecinado y demasiado curioso; en vez de aquel inquietante personaje, el obeso descubría a un magistrado puntilloso, preocupado por temas menores.
—La comparación de las cantidades del leña proporcionadas por el Norte y por el Sur es elocuente —prosiguió Pazair—; en Tebas no se cortan correctamente los tocones de los árboles secos. ¿Existe algún tráfico?
—Es posible.
—Tomad nota del objeto de mi investigación.
—Estad tranquilo.
Cuando el obeso recibió al joven policía encargado de seguir al juez Pazair le dio cuenta de la entrevista. Los dos funcionarios se pusieron de acuerdo: el magistrado había olvidado sus primeros motivos y se sumía en la rutina.
Aquella sensata actitud les evitaría muchas preocupaciones.
El devorador de sombras desconfiaba del mono y del perro. Sabía hasta qué punto los animales eran perceptivos y descubrían las perversas intenciones. Espiaba, por lo tanto, a Pazair y Kem desde buena distancia. Al abandonar su seguimiento, el otro, sin duda un policía de Mentmosé, le había facilitado la tarea. Si el juez se acercaba al objetivo, el devorador de sombras se vería obligado a intervenir; en caso contrario, se limitaría a observar. Las órdenes eran formales y nunca las desobedecía. No daba muerte sin necesidad evidente. Sólo la insistencia de Pazair había provocado la desaparición de la esposa del guardián en jefe.
Tras el drama de la esfinge, el veterano se había refugiado en la pequeña aldea de la orilla oeste, donde había nacido. Pasaría allí una tranquila jubilación, tras haber servido lealmente en el ejército. La tesis del accidente le convenía mucho. ¿Por qué entablar, a su edad, un combate perdido de antemano?
Desde su regreso, había reparado el homo de pan y hacía el oficio de panadero, para mayor satisfacción de los aldeanos. Tras haber librado el grano de sus impurezas pasándolo por el tamiz, las mujeres lo machacaban con la muela y lo aplastaban en un mortero con una maza de largo mango. Obtenían así una primera harina, tosca, que tamizaban varias veces para hacerla más fina. Humedeciéndola, preparaban una pasta consistente a la que se añadía levadura. Unas utilizaban una jarra de amplio cuello en la que amasaban la pasta, otras la disponían en una losa inclinada que facilitaba la salida del agua. Entonces intervenía el panadero, que cocía los panes más sencillos en las brasas y los más elaborados en un horno compuesto por tres losas verticales cubiertas por una losa horizontal bajo la que se encendía el fuego. Utilizaba también moldes agujereados para pasteles y placas de piedra en las que vertía la pasta, para preparar hogazas redondas, panes oblongos o tortas. Cuando los niños se lo pedían, dibujaba un ternero acostado, que ellos devoraban con apetito. Para la fiesta de Min, el dios de la fecundidad, cocía falos de dorada corteza y miga blanca que se consumían entre espigas de oro.
Había olvidado el estruendo de los combates y los gritos de los heridos; qué dulce le parecía el canto de la llama, cómo le gustaba la suavidad de los panes recién horneados. De su pasado militar le quedaba un carácter autoritario; cuando ponía a calentar las placas, apartaba a las mujeres y sólo toleraba a su ayudante, un robusto adolescente de quince años, su hijo adoptivo que iba a sucederle.
Aquella mañana, el muchacho se había retrasado. El veterano comenzaba a irritarse cuando unos pasos resonaron en el enlosado suelo del amasadero. El panadero se dio la vuelta.
—Voy a… ¿quién sois?
—Sustituyo a vuestro ayudante. Está con jaqueca.
—No vivís en la aldea.
—Trabajo con otro panadero, a media hora de aquí. El jefe del pueblo me ha hecho venir.
—Ayúdame.
Como el horno era profundo, el veterano tenía que meter la cabeza y el busto para introducir hasta el fondo el máximo de moldes y de panes; su ayudante le sujetaba por los muslos para echarlo hacia atrás al menor incidente.
El veterano se creía seguro. Pero aquel mismo día, el juez Pazair visitaría la aldea, conocería su verdadera identidad y le interrogaría. El devorador de sombras no tenía elección.
Agarró los dos tobillos, los levantó y, con todas sus fuerzas, lanzó al veterano al interior del horno.
La entrada del pueblo estaba desierta. Ni una mujer en el umbral de su puerta, ni un hombre dormitando bajo un árbol, ni una niña jugando con una muñeca de madera. El juez tuvo la certeza de que un acontecimiento anormal acababa de producirse. Pidió a Kem que no se moviera. El babuino y el perro miraban en todas direcciones.
Pazair avanzó rápidamente por la calle principal, flanqueada de casas bajas.
Alrededor del homo no faltaba ni un habitante. Gritaban, se empujaban, se invocaba a los dioses. Un adolescente explicaba por décima vez que al salir de su casa, cuando se disponía a ayudar al panadero, su padre adoptivo, había perdido el sentido. Se reprochaba el horrendo accidente y derramaba cálidas lágrimas. Pazair se abrió paso entre la multitud.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nuestro panadero acaba de morir de un modo horrible —repuso el jefe del pueblo—. Ha debido de resbalar y ha caído al interior del horno. Por lo general, su ayudante le sujetaba por las piernas para evitar este tipo de accidentes.
—¿Era un veterano que había regresado de Menfis?
—En efecto.
—¿Alguien ha presenciado el accidente?
—No. ¿Por qué esas preguntas?
—Soy el juez Pazair y venía a interrogar al infeliz.
—¿Sobre qué?
—No tiene importancia.
Una mujer histérica agarró a Pazair del brazo izquierdo.
—Los demonios de la noche le han matado porque había aceptado entregar pan, nuestro pan, a Hattusa, la extranjera que reina sobre el harén.
El juez la apartó sin brusquedad.
—Puesto que hacéis que la ley se aplique, vengad a nuestro panadero y detened a esa diablesa.
Pazair y Kem almorzaron en la campiña, junto a un pozo. El babuino peló con delicadeza unas cebollas dulces. Comenzaba a admitir, sin excesiva desconfianza, la presencia del juez. Bravo disfrutaba de pan fresco y pepinos, Viento del Norte masticaba avena.
El juez, nervioso, apretaba contra su pecho un odre de agua fresca.
—¡Un accidente y cinco víctimas! El ejército ha mentido, Kem. Su informe es falso.
—Es un simple error administrativo.
—Un crimen, un nuevo crimen.
—No hay pruebas. El panadero ha tenido un accidente. Ha ocurrido otras veces.
—Un asesino se nos ha adelantado, porque sabía que veníamos a la aldea. Nadie habría debido encontrar el rastro del cuarto veterano, nadie habría debido ocuparse del asunto.
—No sigáis. Habéis dado con un arreglo de cuentas entre militares.
—Si se renuncia a la justicia, reinará la violencia en vez del faraón.
—¿No es vuestra vida más importante que la ley?
—No, Kem.
—Sois el hombre más inquebrantable que he conocido nunca.
¡Cómo se equivocaba el nubio! Pazair no conseguía expulsar de su espíritu a Neferet, ni siquiera en aquellas dramáticas horas. A consecuencia de aquel episodio que le demostraba el fundamento de sus sospechas, habría tenido que concentrarse en su investigación; pero el amor, violento como el viento del sur, arrastraba su resolución. Se levantó y se apoyó en el pozo, con los ojos cerrados.
—¿Os sentís mal?
—Ya pasará.
—El cuarto veterano todavía estaba vivo —recordó Kem—; ¿qué ocurre con el quinto?
—Si pudiéramos interrogarle, descubriríamos el misterio.
—Su aldea, sin duda, no está lejos.
—Pero no iremos.
El nubio sonrió.
—¡Por fin sois razonable!
—No iremos porque nos siguen y nos preceden. El panadero ha sido asesinado a causa de nuestra llegada. Si el quinto veterano está todavía vivo, actuando de ese modo le condenaríamos a muerte.
—¿Qué proponéis?
—Todavía no lo sé. De momento, regresemos a Tebas. Él o los que nos espían creerán que abandonamos la pista.
Pazair examinó los resultados del impuesto sobre la madera del año precedente. El funcionario obeso abrió sus archivos y se sirvió un zumo de algarroba. Decididamente, aquel pequeño juez no tenía ninguna envergadura. Mientras cotejaba un montón de tablillas contables, el funcionario tebano escribió a Mentmosé una carta tranquilizadora. Pazair no provocaría tormenta alguna.
Pese a la confortable habitación que le ofrecieron, el juez pasó la noche en blanco, desgarrado entre la obsesión por ver de nuevo a Neferet y la necesidad de proseguir sus investigaciones. Verla de nuevo, aunque él le fuera indiferente. Proseguir las investigaciones cuando el asunto estaba ya enterrado.
Sufriendo por la angustia de su dueño. Bravo se tendió a su lado. Su calor le comunicaría la energía que necesitaba. El juez acarició a su perro pensando en los paseos a lo largo del Nilo, cuando era un joven despreocupado, convencido de que iba a llevar una apacible existencia en la aldea, donde las estaciones iban sucediéndose.
El destino se apoderó de él con la brutalidad y la violencia de una rapaz; si renunciaba a sus enloquecidos sueños, a Neferet, a la verdad, ¿no recuperaría la serenidad de antaño?
Mentirse sería inútil. Neferet iba a ser su único amor.
El alba le había procurado cierta esperanza. Un hombre podía ayudarle. Por lo tanto, se dirigió a los muelles de Tebas donde, cada día, se organizaba un gran mercado. En cuanto se desembarcaban los géneros, pequeños mercaderes los exponían en sus puestos. Hombres y mujeres vendían al aire libre los alimentos más variados, paños, ropas y mil y un objetos. Bajo el techo de juncos de un puesto, algunos marinos bebían cerveza mientras admiraban a las hermosas mujeres que buscaban novedades. Un pescadero, sentado ante un cesto de cañas trenzadas que contenía percas del Nilo, cambiaba dos hermosos ejemplares por un pequeño bote de ungüento; un pastelero trocaba pasteles por un collar y un par de sandalias, un verdulero habas por una escoba. En cada transacción, la discusión se animaba y acababa en una conciliación. Si se discutía el peso de las mercancías, se recurría a una balanza vigilada por un escriba.
Pazair le vio por fin.
Como suponía, Kani vendía en el mercado garbanzos, pepinos y puerros.
El babuino, tirando de la correa con inesperada violencia, se arrojó sobre un ladrón en el que nadie se había fijado. Estaba robando dos magníficas lechugas. El mono clavó sus colmillos en el muslo del delincuente. Aullando de dolor, intentó, sin éxito, rechazar a su agresor. Kem intervino antes de que desgarrara sus carnes. El ladrón fue puesto en manos de dos policías.
—Sois mi protector —dijo el jardinero.
—Necesito vuestra ayuda, Kani.
—Dentro de dos horas lo habré vendido todo. Iremos a mi casa.
En el lindero del huerto, plantaciones de acianos, mandrágoras y crisantemos. Kani había hecho unos arriates muy regulares que delimitaban las parcelas; cada una de ellas contenía una legumbre, habas, guisantes, lentejas, pepinos, cebollas, puerros, lechugas, fenogreco. Al fondo de la parcela, un palmeral la protegía del viento; a la izquierda, una viña y un vergel. Kani entregaba la mayor parte de su producción al templo y vendía lo sobrante en el mercado.
—¿Estáis satisfecho de vuestro nuevo estado?
—El trabajo sigue siendo duro, muy duro, pero obtengo beneficios. El intendente del templo me aprecia.
—¿Cultiváis plantas medicinales?
—Venid.
Kani mostró a Pazair la obra de la que estaba más orgulloso: un bancal de simples, hierbas medicinales y plantas para los remedios. Salicaria, mostaza, pelitre, menta-poleo, manzanilla eran sólo algunos ejemplos.
—¿Sabéis que Neferet reside en Tebas?
—Os equivocáis, juez. Ocupa un cargo importante en Menfis.
—Nebamon la expulsó.
Una intensa emoción turbó la mirada del jardinero.
—Se ha atrevido… Ese cocodrilo se ha atrevido.
—Neferet ya no pertenece al cuerpo principal de médicos y no tiene acceso a los grandes laboratorios. Tendrá que conformarse con una aldea y enviará los enfermos más graves a algún colega más calificado.
Kani, rabioso, pisoteó la tierra.
—¡Es vergonzoso, injusto!
—Ayudadla.
El jardinero levantó unos ojos interrogadores.
—¿De qué modo?
—Si le proporcionáis plantas medicinales raras y costosas, sabrá preparar remedios y curará a sus pacientes. Lucharemos para que recupere su reputación.
—¿Dónde está?
—Lo ignoro.
—La encontraré. ¿Era ésta la misión que queríais confiarme?
—No.
—Hablad.
—Busco a un veterano de la guardia de honor de la esfinge. Ha vuelto a su casa, en la orilla oeste, para jubilarse. Se oculta.
—¿Por qué?
—Porque conoce un secreto. Si habla conmigo, está en peligro de muerte. Yo iba a entrevistarme con su colega, que se había hecho panadero; fue víctima de un accidente.
—¿Qué deseáis?
—Encontradlo. Luego, intervendré con la mayor discreción. Alguien me espía; si hago las investigaciones personalmente, el veterano será asesinado antes de que pueda hablarme.
—¡Asesinado!
—No oculto la gravedad de la situación ni el peligro corrido.
—Como juez, vos…
—No dispongo de pruebas y me ocupo de un caso archivado por el ejército.
—¿Y si os equivocarais?
—Cuando haya oído el testimonio del veterano, si sigue vivo, se disiparán las dudas.
—Conozco bien las aldeas y los pueblos de la orilla oeste.
—Os arriesgáis mucho, Kani. Hay alguien que no vacila en matar y perder su alma.
—Esta vez, dejadme a mí, juez.
Cada fin de semana, Denes daba una recepción para gratificar a los capitanes de sus navíos mercantes y a algunos altos funcionarios que, así, firmaban de mejor gana las autorizaciones para circular, cargar y descargar. Todos apreciaban el esplendor del vasto jardín, los estanques y la pajarera poblada de aves exóticas. Denes iba de uno a otro, dirigía una frase amable, se interesaba por la familia. La señora Nenofar presumía.
Aquella noche la atmósfera era menos alegre. El decreto de Ramsés el Grande había llenado de turbación a las élites dirigentes. Unos sospechaban que los otros tenían informaciones confidenciales y las guardaban para sí. Denes, rodeado por dos colegas cuyas empresas pensaba absorber tras haber comprado sus barcos, saludó a un huésped raro, el químico Chechi. Se pasaba la mayor parte de su existencia en el laboratorio más secreto del palacio y trataba poco con la nobleza. De pequeña estatura, rostro sombrío y huraño, se le consideraba competente y modesto.
—¡Vuestra presencia nos honra, querido amigo!
El químico esbozó una media sonrisa.
—¿Cómo van vuestros últimos experimentos? En boca cerrada no entran moscas, claro está, pero toda la ciudad habla de ellos. Al parecer, habéis conseguido una extraordinaria aleación que nos permitirá fabricar espadas y lanzas resistentes a cualquier choque.
Chechi, dubitativo, inclinó la cabeza.
—¡Claro, claro, secreto militar! Conseguidlo. Con lo que nos espera…
—Sed más preciso —exigió un invitado.
—¡Según el decreto del faraón, una buena guerra! Ramsés quiere aplastar a los hititas y libramos de los pequeños príncipes de Asia, dispuestos siempre a rebelarse.
—A Ramsés le gusta la paz —objetó un capitán de navío mercante.
—El discurso oficial por un lado, los actos por el otro.
—Es inquietante.
—¡En absoluto! ¿De qué va a tener miedo Egipto?
—¿No se murmura, acaso, que ese decreto revela un debilitamiento del poder?
Denes rompió a reír.
—¡Ramsés es el más grande y seguirá siéndolo! No transformemos en tragedia un incidente menor.
—De todos modos, verificar las reservas de alimento…
La señora Nenofar intervino.
—La cosa está clara: preparación de un nuevo impuesto y reforma fiscal.
—Hay que financiar el nuevo armamento —añadió Denes—; si quisiera, Chechi nos lo describiría y justificaría la decisión de Ramsés.
Las miradas convergieron en el químico. Chechi permaneció mudo. Como una hábil ama de casa, Nenofar condujo a sus invitados a un quiosco en el que les fueron servidos unos refrescos. Mentmosé, el jefe de la policía, tomó por el brazo a Denes y lo llevó aparte.
—Espero que vuestros problemas con la justicia hayan terminado.
—Pazair no insistió. Es más razonable de lo que imaginaba. Un joven magistrado lleno de ambición, sin duda; ¿pero no es eso loable? Vos y yo conocimos este período antes de llegar a notables.
Mentmosé hizo una mueca.
—Su carácter de una pieza…
—Mejorará con el tiempo.
—Sois optimista.
—Realista. Pazair es un buen juez.
—¿Incorruptible a vuestro entender?
—Un incorruptible inteligente y respetuoso con quienes observan la ley. Gracias a hombres de ese temple, el comerció es próspero y el país apacible. ¿Qué más desear? Creedme, querido amigo: favoreced la carrera de Pazair.
—Precioso consejo.
—Con él no habrá malversaciones.
—Eso no es desdeñable, en efecto.
—Seguís reticente.
—Sus iniciativas me asustan un poco. No parece que los matices sean su fuerte.
—Juventud e inexperiencia. ¿Qué piensa el decano del porche?
—Comparte vuestra opinión.
—¡Ya lo veis!
Las nuevas que el jefe de la policía había recibido de Tebas, por correo especial, reforzaban la apreciación de Denes. Mentmosé se había angustiado sin ninguna razón. ¿No se preocupaba el juez del impuesto sobre la madera y de la sinceridad de los contribuyentes? Tal vez no hubiera debido avisar tan pronto al visir. Pero nunca se toman demasiadas precauciones.