CAPÍTULO 18

Nos vamos a Tebas —anunció Pazair a Viento del Norte.

El asno recibió la noticia con satisfacción. Cuando el escribano Iarrot advirtió los preparativos del viaje, se preocupó.

—¿Una larga ausencia?

—Lo ignoro.

—¿Dónde podré encontraros en caso de necesidad?

—Dejad que los expedientes esperen.

—Pero…

—E intentad ser puntual; vuestra hija no sufrirá por ello.

Kem vivía cerca del arsenal, en un edificio de dos pisos donde se habían dispuesto una decena de viviendas de dos y tres habitaciones. El juez había elegido el día de descanso del nubio esperando encontrarle en el nido.

El babuino, con la mirada fija, abrió la puerta.

La estancia principal estaba llena de cuchillos, de lanzas y hondas. El policía reparaba un arco.

—¿Vos aquí?

—¿Está lista vuestra bolsa?

—¿No habíais renunciado a desplazaros?

—He cambiado de opinión.

—A vuestras órdenes.

Suti había manejado la honda, la lanza, el puñal, la maza, el garrote, el hacha, el escudo rectangular de madera durante tres días con bastante destreza. Había demostrado la seguridad de un soldado veterano y despertó la admiración de los oficiales encargados de encuadrar a los futuros reclutas.

Tras el período de prueba, los candidatos a la vida militar habían sido reunidos en el gran patio del cuartel principal de Menfis. En uno de los lados estaban los compartimentos de los caballos, que contemplaban el espectáculo intrigados; en el centro, un enorme depósito de agua. Suti había visitado los establos, construidos sobre pavimento de guijarros cruzados por regueras que daban salida a las aguas residuales. Los jinetes y los conductores de carros cepillaban a sus caballos; bien alimentados, limpios, cuidados, gozaban de las mejores condiciones de existencia. El joven había apreciado también el alojamiento de los soldados, sombreado por una hilera de árboles.

Pero seguía siendo alérgico a la disciplina. Tres días de órdenes y ladridos de los mandos subalternos le habían hecho perder la afición a la aventura de uniforme. La ceremonia de reclutamiento se celebraba de acuerdo con reglas precisas; dirigiéndose a los voluntarios, un oficial intentaba convencerlos descubriendo los placeres que gozarían en las filas del ejército. Seguridad, respetabilidad y jubilación confortable eran las principales ventajas. Unos abanderados levantaban los estandartes de los principales regimientos, dedicados a los dioses Amón, Ra, Ptah y Seth.

Un escriba real se disponía a anotar en su registro los nombres de los enrolados. Tras él se amontonaban serones llenos de vituallas; los generales ofrecerían un banquete durante el que se consumiría buey, aves, legumbres y fruta.

—La gran vida —murmuró uno de los compañeros de Suti.

—No para mí.

—¿Renuncias?

—Prefiero la libertad.

—¡Estás loco! Según el capitán, eres el mejor de la promoción. Te habrían dado un buen puesto para empezar.

—Busco la aventura, no el alistamiento.

—Yo en tu lugar lo pensaría.

Un mensajero de palacio que llevaba un papiro atravesó el gran patio con pasos presurosos. Mostró el documentó al escriba real. Éste se levantó y dio unas breves órdenes. En menos de un minuto, todas las puertas del cuartel estuvieron cerradas.

De entre los voluntarios brotaron algunos murmullos.

—Calma —exigió el oficial que había pronunciado el lenificativo discurso—. Acabamos de recibir instrucciones. Por decreto del faraón, todos estáis enrolados. Unos irán a los cuarteles de provincias, otros partirán mañana mismo a Asia.

—Estado de emergencia o guerra —comentó el compañero de Suti.

—Me importa un bledo.

—No hagas el idiota. Si intentas huir, te considerarán un desertor.

El argumento no carecía de peso. Suti evaluó sus posibilidades de saltar el muro y desaparecer en las callejas vecinas: nulas. Ya no estaba en la escuela de los escribas, sino en un cuartel poblado de arqueros y hombres hábiles con la lanza.

Uno a uno, los alistados, de buen o mal grado, pasaron ante el escriba real. Como los demás militares, había cambiado su agradable sonrisa por una expresión huraña.

—Suti… excelentes resultados. Destino: ejército de Asia. Serás arquero junto al oficial de cargo. Partida, mañana al alba. El siguiente.

Suti vio su nombre inscrito en una tablilla. Ahora, desertar se hacía imposible, a menos que permaneciera en el extranjero y no viera nunca más Egipto ni a Pazair. Estaba condenado a convertirse en héroe.

—¿Estaré a las órdenes del general Asher?

El escriba levantó sus ojos irritados.

—He dicho: el siguiente.

Suti recibió una camisa, una túnica, un manto, una coraza, grebas de cuero, un casco, un hacha pequeña de doble filo y un arco de madera de acacia, mucho más grueso en el centro. De un metro setenta de largo, difícil de tensar, el arma lanzaba flechas a sesenta metros en tiro directo y a ciento ochenta metros en tiro parabólico.

—¿Y el banquete?

—Aquí tienes pan, una libra de carne seca, aceite e higos —repuso el oficial de intendencia—. Come, saca agua de la cisterna y duerme. Mañana probarás el polvo.

En el barco que bogaba hacia el sur sólo se hablaba del decreto de Ramsés el Grande, ampliamente difundido por numerosos heraldos. El faraón había ordenado purificar todos los templos, inventariar todos los tesoros del país, evaluar el contenido de los graneros y las reservas públicas, doblar las ofrendas a los dioses y preparar una expedición militar a Asia.

El rumor había ampliado esas medidas anunciando un inminente desastre, disturbios armados en las ciudades, revueltas en las provincias y una nueva invasión hitita. Pazair, como los demás jueces, tenía que velar por el mantenimiento del orden público.

—¿No habría sido mejor quedarse en Menfis? —preguntó Kem.

—Nuestro viaje será breve. Los alcaldes de los pueblos nos dirán que los dos veteranos, víctimas de un accidente, fueron momificados e inhumados.

—No sois muy optimista.

—Cinco caídas mortales: ésa es la verdad oficial.

—Pero no la creéis.

—¿Y vos?

—¿Qué importa? Si estalla una guerra, volverán a llamarme.

—Ramsés defiende la paz con los hititas y los principados de Asia.

—Nunca renunciarán a invadir Egipto.

—Nuestro ejército es demasiado fuerte.

—¿Por qué esa expedición y esas extrañas medidas?

—Estoy perplejo. Tal vez algún problema de seguridad interior.

—El país es rico y feliz, el rey goza del afecto de su pueblo, todos comen hasta satisfacer su hambre y los caminos son seguros. No nos amenaza ningún desorden.

—Tenéis razón, pero la opinión del faraón parece algo distinta.

El aire azotaba sus mejillas; con la vela arriada, el barco utilizaba la corriente. Decenas de embarcaciones circulaban por el Nilo, en ambos sentidos, obligando al capitán y a su tripulación a una permanente vigilancia.

A un centenar de kilómetros al sur de Menfis, una rápida embarcación de la policía fluvial los abordó ordenando detener su marcha. Un policía se agarró a un cabo y saltó a cubierta.

—¿Está el juez Pazair entre los pasajeros?

—Aquí estoy.

—Debo devolveros a Menfis.

—¿Por qué razón?

—Han presentado una denuncia contra vos.

Suti fue el último que se levantó y vistió. El responsable del barracón le acució para que recuperase su retraso.

El joven había soñado con Sababu, en sus caricias y besos. Ella le había ofrecido insospechados senderos de goce que estaba decidido a explorar de nuevo, sin aguardar demasiado.

Ante la envidiosa mirada de los demás reclutas, Suti montó a un carro de guerra, desde el que le llamaba un teniente de unos cuarenta años e impresionante musculatura.

—Sujétate bien, muchacho —recomendó con voz muy grave.

Suti apenas había tenido tiempo de pasar su muñeca izquierda por una correa cuando el teniente lanzó sus caballos a toda velocidad. El carro fue el primero que salió del cuartel y se dirigió hacia el norte.

—¿Has combatido ya, pequeño?

—Contra unos escribas.

—¿Los mataste?

—No lo creo.

—No te desesperes: voy a ofrecerte algo mucho mejor.

—¿Adonde vamos?

—¡Contra el enemigo y en cabeza! Atravesamos el delta, seguimos por la costa y nos cargamos al sirio y al hitita. A mi entender, ese decreto será bastante bueno. Hace mucho tiempo que no he pisoteado a uno de esos bárbaros. Tensa tu arco.

—¿No pensáis aminorar?

—Un buen arquero da en el blanco en las peores condiciones.

—¿Y si fallo?

—Cortaré la correa que te sujeta a mi carro y morderás el polvo.

—Sois duro.

—Diez campañas en Asia, cinco heridas, dos veces el oro de los valientes como recompensa, felicitaciones del mismo Ramsés, ¿tienes bastante?

—¿No tengo derecho al error?

—O ganas o pierdes.

Convertirse en héroe iba a ser más difícil de lo previsto.

Suti respiró a fondo, tensó al máximo su arco, olvidó el carro, los traqueteos, el camino lleno de baches.

—¡Dale al árbol, ahí delante!

La flecha partió hacia el cielo, describió una graciosa curva y se clavó en el tronco de la acacia, a cuyos pies pasó el carro como una centella.

—¡Bravo, pequeño!

Suti soltó un largo suspiro.

—¿De cuántos arqueros os habéis librado?

—¡Ya ni los cuento! Me horrorizan los aficionados. Esta noche, te invito a beber.

—¿En la tienda?

—Los oficiales y sus ayudantes tienen derecho al albergue.

—¿Y… a mujeres?

El teniente obsequió a Suti con un formidable puñetazo en la espalda.

—¡Eres todo un tipo, has nacido para el ejército! Tras el vino, haremos una juerga que nos vaciará las bolsas.

Suti besó su arco. La suerte seguía sin abandonarle.

Pazair había subestimado la capacidad de reacción de sus enemigos. Por una parte, querían impedir que abandonara Menfis e investigara en Tebas; por otra, arrebatarle su calidad de juez para interrumpir definitivamente sus investigaciones. Por lo tanto, era efectivamente un crimen, tal vez varios, lo que Pazair intentaba desentrañar.

Lamentablemente, era demasiado tarde.

Como temía, Sababu, criatura del jefe de la policía, le había acusado de libertinaje. La corporación de magistrados condenaría la disoluta existencia de Pazair, incompatible con su función.

Kem entró en el despacho con la cabeza gacha.

—¿Habéis encontrado a Suti?

—Ha sido alistado en el ejército de Asia.

—¿Se ha marchado?

—Como arquero en un carro de guerra.

—Mi único testigo de descargo y es inaccesible.

—Puedo sustituirle.

—Me niego, Kem. Demostrarán que no estabais en casa de Sababu y seréis condenado por falso testimonio.

—¡Me indigna ver cómo os calumnian!

—Hice mal al levantar el velo.

—Si nadie, ni siquiera un juez, puede proclamar la verdad, ¿cómo vivir entonces?

La pesadumbre del nubio era conmovedora.

—No renunciaré, Kem, pero no tengo ninguna prueba.

—Os cerrarán la boca.

—No callaré.

—Estaré a vuestro lado con mi babuino.

Los dos hombres se dieron un abrazo.

El proceso se celebró bajo el porche de madera levantado ante palacio dos días después del regreso del juez Pazair. La rapidez del procedimiento se explicaba por la personalidad del acusado; que un magistrado fuera sospechoso de haber violado la ley merecía un examen inmediato.

Pazair no esperaba indulgencia del decano del porche; quedó estupefacto, sin embargo, ante la magnitud de la conspiración cuando descubrió a los miembros del jurado; el transportista Denes, su esposa Nenofar, el jefe de la policía, Mentmosé, un escriba de palacio y un sacerdote del templo de Ptah. Sus enemigos tenían la mayoría, unanimidad tal vez si el escriba y el sacerdote eran comparsas.

El decano del porche estaba al fondo de la sala de audiencia, con el cráneo afeitado, el rostro huraño, y vestido con un mandil. A sus pies, un codo de madera de sicómoro evocaba la presencia de Maat. Los jurados estaban a su izquierda; a su derecha, un escribano. Detrás de Pazair, muchos curiosos.

—¿Sois el juez Pazair?

—Destinado a Menfis.

—¿En vuestro personal figura un escribano llamado Iarrot?

—Es cierto.

—Que comparezca la demandante.

¡Iarrot y Sababu, insólita alianza! De modo que había sido traicionado por su colaborador más cercano.

Pero no fue Sababu la que avanzó por la sala de audiencia, sino una morenita de corta estatura, robustas formas y rostro desagradable.

—¿Sois la esposa del escribano Iarrot?

—Lo soy —afirmó ella con voz agria y sin inteligencia.

—Habláis bajo juramento. Formulad vuestras acusaciones.

—Mi marido bebe cerveza, demasiada cerveza, sobre todo por la noche. Desde hace una semana me insulta y me pega ante nuestra hija. La pequeña tiene miedo. He recibido algunos golpes; un médico ha comprobado las marcas.

—¿Conocéis al juez Pazair?

—Sólo de nombre.

—¿Qué pedís al tribunal?

—Que mi marido y su jefe, responsable de su moralidad, sean condenados. Quiero dos vestidos nuevos, diez sacos de grano y cinco ocas asadas. El doble si Iarrot vuelve a pegarme.

Pazair estaba pasmado.

—Que comparezca el acusado principal.

Apesadumbrado, Iarrot obedeció. Con el rostro más rubicundo que de costumbre, torpe, presentó su defensa.

—Mi mujer me provoca, se niega a preparar las comidas. Le pegué sin querer. Una desgraciada reacción. Tienen que comprenderme: trabajo mucho con el juez Pazair, los horarios son implacables, la cantidad de expedientes que deben cursarse exigiría la presencia de otro escribano.

—¿Alguna objeción, juez Pazair?

—Estas afirmaciones no son exactas. Tenemos mucho trabajo, es cierto, pero he respetado la personalidad del escribano Iarrot, he admitido sus dificultades familiares y le he permitido horarios flexibles.

—¿Algún testigo a vuestro favor?

—La gente del barrio, supongo.

El decano del porche se dirigió a Iarrot.

—¿Debemos hacer que comparezcan? ¿Discutís la opinión del juez Pazair?

—No, no… Pero, de todos modos, la culpa no es mía.

—Juez Pazair, ¿sabíais que vuestro escribano pegaba a su esposa?

—No.

—Sois responsable de la moralidad de vuestro personal.

—No lo niego.

—Por negligencia, habéis omitido verificar las aptitudes morales de Iarrot.

—No he tenido tiempo.

—La única palabra exacta es negligencia.

El decano del porche tenía a Pazair a su merced. Preguntó a los protagonistas si deseaban tomar de nuevo la palabra; sólo la esposa de Iarrot, excitada, reiteró sus acusaciones.

El jurado se reunió.

Pazair tenía casi ganas de reír. ¿Cómo iba a imaginar que sería condenado por una querella doméstica? La abulia de Iarrot y la estupidez de su mujer eran unas trampas imprevisibles, aprovechadas por sus adversarios. Se respetarían las formas jurídicas y el joven juez sería apartado sin golpe de fuerza.

La deliberación duró menos de una hora.

El decano del porche, gruñendo como siempre, dio su resultado.

—Por unanimidad, el escribano Iarrot es reconocido culpable de mala conducta para con su mujer. Es condenado a ofrecer a la víctima lo que exige y a recibir treinta bastonazos. Si reincide, se decretará inmediatamente el divorcio a su costa. ¿Protesta el acusado contra la sentencia?

Feliz por salir tan bien librado, Iarrot ofreció la espalda al ejecutor del castigo. El derecho egipcio no bromeaba con los brutos que maltrataban a una mujer. El escribano gimió y lloriqueó; un policía se lo llevó a la enfermería del barrio.

—Por unanimidad —prosiguió el decano del porche—, el juez Pazair es declarado inocente. El tribunal recomienda que no despida a su escribano y le conceda la oportunidad de enmendarse.

Mentmosé se limitó a saludar a Pazair. Tenía prisa, debía actuar en otro jurado que juzgaba a un ladrón. Denes y su esposa felicitaron al magistrado.

—Era una acusación grotesca —dijo la señora Nenofar, cuyo vestido multicolor era la comidilla de todo Menfis.

—Cualquier tribunal os habría absuelto —declaró Denes enfático—. En Menfis necesitamos un juez como vos.

—Es cierto —reconoció Nenofar—. El comercio sólo se desarrolla en una sociedad apacible y justa. Vuestra firmeza nos impresionó mucho; a mi marido y a mí nos gustan los hombres valerosos. En adelante, os consultaremos si hay alguna duda jurídica en la dirección de nuestros negocios.