Sentados uno junto a otro a orillas del Nilo, Pazair y Suti asistieron al nacimiento del día. Vencedor de las tinieblas y de la monstruosa serpiente que había intentado destruirlo durante su viaje nocturno, el nuevo sol brotó del desierto, ensangrentó el río e hizo que los peces saltaran de júbilo.
—¿Eres un juez serio, Pazair?
—¿De qué me acusas?
—Un magistrado demasiado aficionado a lo picante puede tener el espíritu confuso.
—Tú me arrastraste a esa casa de cerveza. Mientras tú retozabas, yo pensaba en mis expedientes.
—Más bien en tu amada, ¿no es cierto?
El río brillaba. La sangre del alba estaba desapareciendo para dar paso a los oros de la mañana.
—¿Cuántas veces has ido a ese antro de placeres prohibidos?
—Tú has bebido, Suti.
—¿De modo que nunca habías visto a Sababu?
—Nunca.
—Y, sin embargo, estaba dispuesta a decir a quien quisiera escucharla que figuras entre sus mejores clientes.
Pazair palideció. Pensaba menos en su reputación de juez, manchada para siempre, que en la opinión de Neferet.
—¡La han sobornado!
—Eso es.
—¿Quién?
—Hemos hecho tan bien el amor que siente afecto por mí. Me ha hablado de la conspiración en la que estaba mezclada, pero no de quien la paga. A mi entender, es fácil de identificar; son los métodos habituales del jefe de la policía, Mentmosé.
—Me defenderé.
—Es inútil. La he convencido de que se calle.
—No soñemos, Suti. A la primera ocasión, nos traicionará, a ti y a mí.
—No estoy seguro de eso. Esa muchacha tiene moral.
—Permíteme que sea escéptico.
—En ciertas circunstancias, una mujer no miente.
—De todos modos, quiero hablar con ella.
Poco antes de mediodía, el juez Pazair se plantó ante la puerta de la casa de cerveza, en compañía de Kem y del babuino. Aterrorizada, una joven nubia se ocultó bajo los almohadones; una de sus colegas, menos miedosa, se atrevió a enfrentarse con el magistrado.
—Quiero ver a la propietaria.
—Sólo soy una empleada, y…
—¿Dónde está Sababu? No mintáis. Un falso testimonio os llevaría a la cárcel.
—Si os lo digo, me pegará.
—Si calláis, os acusaré de entorpecer la justicia.
—¡No he hecho nada malo!
—Todavía no os he acusado; decidme la verdad.
—Se ha marchado a Tebas.
—¿Una dirección?
—No.
—¿Cuándo volverá?
—Lo ignoro.
Por lo tanto, la prostituta había preferido huir y ocultarse.
A partir de ahora, el juez estaría en peligro al menor paso en falso. Desde las sombras se actuaba contra él. Alguien, Mentmosé sin duda, había pagado a Sababu para que le ensuciara. Si la prostituta cedía a la amenaza, no vacilaría en difamarle. El juez sólo debía su provisional salvación al poder de seducción de Suti.
A veces, estimó Pazair, echar una cana al aire no era del todo condenable.
Tras una larga reflexión, el jefe de la policía había tomado una decisión preñada de consecuencias: solicitar una audiencia privada al visir Bagey. Nervioso, había repetido varias veces su declaración ante un espejo de cobre para estudiar las expresiones de su rostro. Conocía, como todos, la intransigencia del primer ministro de Egipto. Avaro en palabras, a Bagey le horrorizaba perder el tiempo. Su función le obligaba a recibir cualquier queja, viniera de donde viniese, siempre que estuviera fundada. Importunos, falsificadores y mentirosos lamentaban amargamente sus gestiones. Frente al visir, cada palabra y cada actitud contaban.
Mentmosé fue a palacio a última hora de la mañana. A las siete, Bagey se había entrevistado con el rey; luego había dado directrices a sus principales colaboradores y consultado los informes procedentes de provincias. Más tarde se había abierto su audiencia cotidiana, durante la que se habían tratado los múltiples asuntos que los demás tribunales no habían podido resolver. Antes de un frugal almuerzo, el visir aceptaba algunas entrevistas privadas, cuando la urgencia las justificaba.
Recibió al jefe de la policía en un austero despacho, cuya desnuda decoración no reflejaba la grandeza de su cargo: silla con respaldo, estera, arcones para archivo y casilleros para papiros. Si Bagey no hubiera vestido una larga túnica de grueso tejido, de la que sólo salían los hombros, habría parecido un simple escriba. De su cuello colgaba un collar con un enorme corazón de cobre que evocaba su inagotable capacidad de recibir demandas y quejas.
El visir Bagey, de sesenta años, era un hombre de cuerpo rígido, alto, encorvado, con un rostro largo y devorado por una nariz prominente, los cabellos rizados y los ojos azules. No había practicado ningún deporte; su piel temía el sol. Sus manos, finas y elegantes, tenían el sentido del dibujo; tras haber sido artesano, se había convertido en profesor de la sala de escritura, luego en experto geómetra. Advertido por palacio, había sido nombrado geómetra en jefe, juez principal de la provincia de Menfis, decano del porche y, finalmente, visir. Muchos cortesanos habían intentado, en vano, cogerle en falta; temido y respetado, Bagey pertenecía al linaje de los grandes visires que, desde Imhotep, mantenían Egipto en el recto camino. A veces se le reprochaba la severidad de sus sentencias y su inflexible aplicación, pero nadie discutía que fueran merecidas.
Hasta entonces, Mentmosé se había limitado a obedecer las órdenes del visir y a no disgustarle. Aquel encuentro le incomodaba.
El visir, fatigado, parecía dormitar.
—Os escucho, Mentmosé. Sed breve.
—No será tan sencillo…
—Simplificadlo.
—Varios veteranos murieron en un accidente al caer de la gran esfinge.
—¿Investigación administrativa?
—La hizo el ejército.
—¿Anomalías?
—No lo parece. No he consultado los documentos oficiales, pero…
—Pero vuestros contactos os han permitido conocer su contenido. Eso no es muy correcto, Mentmosé.
El jefe de la policía temía aquel ataque.
—Son antiguas costumbres.
—Habrá que modificarlas. Y, si no hay anomalías, ¿cuál es la razón de vuestra visita?
—El juez Pazair.
—¿Un magistrado indigno?
La voz de Mentmosé se hizo más gangosa.
—No hago acusación alguna, me preocupa su comportamiento.
—¿Acaso no respeta la ley?
—Está convencido de que la desaparición del guardián en jefe, un veterano de excelente reputación, se produjo en circunstancias anormales.
—¿Tiene pruebas?
—Ninguna. Tengo la sensación de que ese joven juez quiere sembrar cierta agitación para ir forjándose una reputación. Deploro esa actitud.
—Lo celebro, Mentmosé. Y, sobre el fondo del asunto, ¿cuál es vuestra opinión?
—No tiene mucho valor.
—Al contrario. Estoy impaciente por conocerla.
La trampa se había abierto de par en par.
Al jefe de la policía le horrorizaba comprometerse en un sentido u otro, por miedo a que le reprocharan una toma de posición clara.
El visir abrió los ojos. Su mirada, azul y fría, atravesaba el alma.
—Es probable que ningún misterio rodee la muerte de esos infelices, pero conozco mal el expediente y no puedo pronunciarme de modo definitivo.
—Si el propio jefe de la policía duda, ¿por qué no va a mostrarse dubitativo un juez? Su primer deber es no admitir las verdades fabricadas.
—Naturalmente —murmuró Mentmosé.
—No se nombra a un incapaz para un cargo en Menfis; sin duda, Pazair llamó la atención por sus cualidades.
—La atmósfera de una gran ciudad, la ambición, el manejo de poderes excesivos… ¿No soporta ese joven responsabilidades demasiado pesadas?
—Ya lo veremos —decidió el visir—; si es así, le destituiré. Mientras, dejemos que prosiga. Cuento con vos para ayudarle.
Bagey echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Convencido de que le observaba a través de sus entornados párpados, Mentmosé se levantó, se inclinó y salió, reservando la cólera para sus servidores.
Sólido, fornido, con la piel tostada por el sol, Kani se presentó en el despacho del juez Pazair poco después del alba. Se sentó ante la puerta cerrada, junto a Viento del Norte. Un asno era el sueño de Kani. Le ayudaría a llevar las pesadas cargas y aliviaría su espalda, torturada por el peso de las jarras de agua, vertidas una a una para regar el huerto. Como Viento del Norte abría de par en par sus orejas, le habló de las jornadas siempre iguales, de su amor por la tierra, del cuidado con que excavaba las acequias para el riego, del placer de ver crecer las plantas.
Sus confidencias fueron interrumpidas por Pazair, que se mantenía alerta.
—¿Kani… deseabais verme?
El jardinero inclinó la cabeza afirmativamente.
—Entrad.
Kani vaciló. El despacho del juez le asustaba, igual que la ciudad. Se sentía incómodo lejos del campo. Demasiado ruido, demasiados hedores nauseabundos, demasiados horizontes cerrados. Si su porvenir no hubiera estado en juego, jamás se habría aventurado por las callejas de Menfis.
—Me he perdido diez veces —explicó.
—¿Nuevos problemas con Qadash?
—Sí.
—¿De qué os acusa?
—Quiero marcharme pero él se niega.
—¿Marcharos?
—Este año, mi huerto ha producido tres veces más legumbres que la cantidad fijada. En consecuencia, puedo convertirme en trabajador independiente.
—Es legal.
—Qadash lo niega.
—Describidme vuestro pedazo de tierra.
El médico en jefe recibió a Neferet en el sombreado parque de su suntuosa mansión. Sentado bajo una acacia florida, bebía vino rosado, fresco y ligero. Un servidor le abanicaba.
—¡Bella Neferet, qué feliz soy de veros!
La muchacha, vestida de un modo austero, llevaba una peluca corta, a la antigua.
—Venís muy severa hoy; ¿no está este vestido pasado de moda?
—Me habéis interrumpido en mi trabajo del laboratorio; me gustaría conocer la razón de vuestra convocatoria.
Nebamon ordenó a su servidor que se alejara. Seguro de su encanto, convencido de que la belleza del lugar agradaría a Neferet, estaba dispuesto a ofrecerle una última oportunidad.
—No os caigo simpático.
—Espero vuestra respuesta.
—Disfrutad de tan magnífica jornada, de este delicioso vino, del paraíso donde vivimos. Sois bella e inteligente, más dotada para la medicina que el más experimentado de nuestros facultativos. Pero no tenéis fortuna ni experiencia; si no os ayudo, vegetaréis en una aldea. Al principio, vuestra fuerza moral os permitirá superar la prueba; pero cuando llegue la madurez, lamentaréis vuestra pretendida pureza. Una carrera no se edifica sobre un ideal, Neferet.
Con los brazos cruzados, la muchacha contemplaba el estanque donde unos patos retozaban entre los lotos.
—Aprenderéis a amarme, a mí y a mi modo de actuar.
—Vuestras ambiciones no me conciernen.
—Sois digna de convertiros en la esposa del médico en jefe de la corte.
—Desengañaos.
—Conozco bien a las mujeres.
—¿Estáis seguro?
La zalamera sonrisa de Nebamon se crispó.
—¿Olvidáis, acaso, que soy dueño de vuestro porvenir?
—Está en manos de los dioses, no en las vuestras.
Nebamon se levantó, con el rostro grave.
—Dejad a los dioses y preocupaos de mí.
—No contéis con ello.
—Es mi última advertencia.
—¿Puedo regresar al laboratorio?
—Según los informes que acabo de recibir, vuestros conocimientos en farmacología son insuficientes.
Neferet no perdió los nervios; separó los brazos y miró a su acusador.
—Sabéis muy bien que es falso.
—Los informes son formales.
—¿Sus autores?
—Farmacéuticos que aprecian su cargo y merecen un ascenso por su atención. Si sois incapaz de preparar remedios complejos, no tengo derecho a integraros en un cuerpo de élite. Supongo que sabéis lo que eso significa. La imposibilidad de ascender en la jerarquía. Os estancaréis y no podréis utilizar los mejores productos de los laboratorios; dependen de mí y su acceso os será prohibido.
—Estáis condenando a los enfermos.
—Confiaréis vuestros pacientes a colegas más competentes que vos. Cuando la mediocridad de vuestra existencia sea demasiado pesada, os arrastraréis a mis pies.
La silla de manos de Denes le dejó ante la mansión de Qadash precisamente cuando el juez Pazair se dirigía al portero.
—¿Dolor de muelas? —preguntó el transportista.
—Problema jurídico.
—¡Mejor para vos! Yo tengo una desencarnadura. ¿Tiene problemas Qadash?
—Unos detalles que resolver.
El dentista de las manos rojas saludó a sus clientes.
—¿Por quién debo comenzar?
—Denes es vuestro paciente. Por mi parte, vengo a resolver el asunto de Kani.
—¿Mi jardinero?
—Ya no lo es. Su trabajo le da derecho a la independencia.
—¡Tonterías! Es mi empleado y seguirá siéndolo.
—Poned vuestro sello en este documento.
—Me niego.
La voz de Qadash temblaba.
—En ese caso, iniciaré un procedimiento contra vos.
Denes intervino.
—¡No nos pongamos nerviosos! Deja marchar al jardinero, Qadash; te procuraré otro.
—Es una cuestión de principios —protestó el dentista.
—¡Mejor es un buen arreglo que un mal proceso! Olvida a ese Kani.
Refunfuñando, Qadash siguió los consejos de Denes.
Letópolis era una pequeña ciudad del delta rodeada de trigales; su colegio de sacerdotes se consagraba a los misterios del dios Horus, el halcón de alas tan vastas como el cosmos. Neferet fue recibida por el superior, un amigo de Branir, al que no había ocultado su expulsión del cuerpo de médicos oficiales. El dignatario le dio acceso a la capilla que contenía una estatua de Anubis, dios con cuerpo de hombre y cabeza de chacal, que había revelado los secretos de la momificación y abría a las almas de los justos las puertas del otro mundo. Transformaba la carne inerte en cuerpo de luz. Neferet rodeó la estatua; sobre el pilar dorsal se había inscrito un largo texto jeroglífico, verdadero tratado de medicina consagrado al tratamiento de las enfermedades infecciosas y a la purificación de la linfa. Lo grabó en su memoría. Branir había decidido transmitirle un arte de curar al que Nebamon nunca tendría acceso.
La jornada había sido agotadora. Pazair se relajaba disfrutando de la paz del anochecer en la terraza de Branir. Bravo