¿Podríais indicarme el lugar donde trabaja Neferet?
—Pareces preocupado —observó Branir.
—Es muy importante —insistió Pazair—. Tal vez tenga una prueba material, pero no puedo explotarla sin la ayuda de un médico.
—La vi ayer por la noche. Ha detenido brillantemente una epidemia de disentería y curado a treinta soldados en menos de una semana.
—¿Soldados? ¿Qué misión le habían confiado?
—Una jugarreta impuesta por Nebamon.
—Le daré una paliza que recordará toda su vida.
—¿Se adecuaría esto a los deberes de un juez?
—Ese tirano merece ser condenado.
—Se ha limitado a ejercer su autoridad.
—Sabéis muy bien que no. Decidme la verdad: ¿a qué nueva prueba la ha sometido ese incapaz?
—Al parecer se ha enmendado; Neferet ocupa un cargo farmacéutico.
Junto al templo de la diosa Sekhmet, unos laboratorios[35] farmacéuticos trabajaban con centenares de plantas que servían de base para las preparaciones magistrales. Entregas diarias garantizaban el frescor de las pociones expedidas a los médicos de ciudades y campiñas. Neferet vigilaba la buena ejecución de las recetas. Comparado con su anterior función, se trataba de un retroceso; Nebamon se lo había presentado como una fase obligatoria y un tiempo de descanso antes de tratar, otra vez, enfermos. Fiel a su línea de conducta, la joven no había protestado.
A mediodía, los farmacéuticos abandonaron el laboratorio y se dirigieron a la cantina, se discutía de buen grado entre colegas, se hablaba de nuevos remedios, se lamentaban los fracasos. Dos especialistas conversaban con la sonriente Neferet; Pazair estuvo seguro de que estaban cortejándola.
Su corazón latió más aprisa; se atrevió a interrumpirles.
—Neferet.
Ella se detuvo.
—¿Me buscabais?
—Branir me ha hablado de las injusticias que habéis sufrido. Me indignan.
—He tenido la suerte de curar. Lo demás no tiene importancia.
—Vuestra ciencia me es indispensable.
—¿Os sentís mal?
—Una investigación delicada que exige la colaboración de un médico. Sólo el dictamen de un experto, nada más.
Kem conducía el carro con mano segura. Su babuino, en cuclillas, evitaba mirar el camino. Neferet y Pazair estaban uno junto a otro, con las muñecas fijadas con correas a la caja del vehículo para evitar una caída. Sus cuerpos se rozaban al azar de los baches. Neferet parecía indiferente, pero Pazair experimentaba un goce tan secreto como intenso. Deseaba que el corto viaje fuera interminable y la pista cada vez más mala. Cuando su pierna derecha rozó la de la muchacha, no la retiró; temía una reprimenda, pero no se produjo. Estar tan cerca de ella, oler su perfume, creer que aceptaba el contacto… El sueño era sublime.
Dos soldados montaban guardia ante el taller de momificación.
—Soy el juez Pazair. Dejadnos pasar.
—Tenemos órdenes estrictas: no puede entrar nadie. El lugar está requisado.
—No podéis oponeros a la justicia. ¿Olvidáis, acaso, que estamos en Egipto?
—Nuestras órdenes…
—Apartaos.
El babuino se enderezó y mostró los colmillos. De pie con la mirada fija y los brazos doblados, estaba dispuesto a saltar. Kem soltaba poco a poco la cadena.
Los dos soldados cedieron. Kem abrió la puerta de una patada.
Sentado sobre la mesa de momificación, Djui comía pescado seco.
—Acompañadnos —ordenó Pazair.
Kem y el babuino, desconfiados, registraron la oscura estancia, mientras el juez y la médico bajaban al antro, iluminados por Djui.
—¡Qué horrible lugar! —murmuró Neferet—. ¡Y a mí que me gusta tanto la luz!
—Para seros franco, tampoco yo me siento muy cómodo.
Sin modificar sus andares de siempre, el momificador recorrió el camino habitual.
La momia no había sido desplazada; Pazair comprobó que nadie la había tocado.
—Éste es vuestro paciente, Neferet. Le quitaré las vendas bajo vuestro control.
El juez lo hizo precavidamente; apareció un amuleto en forma de ojo puesto en la frente. En el cuello, una profunda herida provocada, sin duda, por una flecha.
—Es inútil seguir adelante; ¿qué edad pensáis que tenía el difunto?
—Unos veinte años —estimó Neferet.
Mentmosé se preguntaba cómo resolver los problemas de circulación que envenenaban la vida cotidiana de los menfitas: demasiados asnos, demasiados bueyes, demasiados carros, demasiados vendedores ambulantes, demasiados pasmarotes llenaban las callejas e impedían el paso. Cada año redactaba decretos, más inaplicables unos que otros, y ni siquiera los sometía al visir. Se limitaba a prometer mejoras en las que nadie creía. De vez en cuando una redada policial calmaba los ánimos; despejaban una calle en la que se prohibía el estacionamiento durante unos días, se imponían multas a los infractores y, luego, las malas costumbres prevalecían de nuevo.
Mentmosé cargaba las responsabilidades en los hombros de sus subordinados y se guardaba muy mucho de proporcionarles medios para eliminar las dificultades; manteniéndose por encima del follón y zambullendo en él a sus colaboradores preservaba su excelente reputación.
Cuando se le anunció la presencia del juez Pazair en la sala de espera, salió de su despacho para saludarle. Consideraciones de este tipo le valían muchas simpatías.
El sombrío rostro del magistrado no presagiaba nada bueno.
—Tengo una mañana muy ocupada, pero estoy dispuesto a recibiros.
—Creo que es indispensable.
—Parecéis trastornado.
—Lo estoy.
Mentmosé se rascó la frente. Llevó al juez a su despacho e hizo salir a su secretario particular. Tenso, se sentó en una soberbia silla con patas de toro. Pazair permaneció de pie.
—Os escucho.
—Un teniente de carros me llevó a casa de Djui, el momificador oficial. Me mostró la momia del hombre que busco.
—¿El ex guardián en jefe de la esfinge? ¡Ha muerto, entonces!
—Al menos eso intentaban hacerme creer.
—¿Qué queréis decir?
—Como los últimos ritos no se habían celebrado, desenvolví la parte superior de la momia bajo el control de la médico Neferet. El cuerpo es el de un hombre de unos veinte años herido mortalmente por una flecha. Evidentemente, no se trata del veterano.
El jefe de la policía pareció estupefacto.
—Es una historia inverosímil.
—Además —prosiguió el juez imperturbable—, dos soldados han intentado impedirme el acceso al taller de embalsamado. Cuando he salido habían desaparecido.
—¿Cómo se llama el teniente de carros?
—Lo ignoro.
—Seria laguna.
—¿No creeréis que me ha mentido?
A regañadientes, Mentmosé asintió.
—¿Dónde está el cadáver?
—En casa de Djui, y bajo su custodia. He redactado un detallado informe; incluirá los testimonios de la médico Neferet, del momificador y de mi policía, Kem.
Mentmosé frunció el entrecejo.
—¿Estáis satisfecho con él?
—Es ejemplar.
—Su pasado no habla en su favor.
—Me ayuda eficazmente.
—Desconfiad.
—Volvamos a la momia, ¿os parece?
El jefe de la policía detestaba este tipo de situación en la que no dominaba el juego.
—Mis hombres irán a buscarla y la examinaremos; es preciso descubrir su identidad.
—También será necesario saber si estamos ante una muerte a causa de un enfrentamiento militar o de un crimen.
—¡Un crimen! ¿No lo pensaréis realmente?
—Por mi parte, prosigo la investigación.
—¿En qué dirección?
—Debo mantener silencio.
—¿Desconfiáis de mí?
—Inoportuna pregunta.
—Estoy tan perdido como vos en este embrollo. ¿No deberíamos trabajar de perfecto acuerdo?
—La independencia de la justicia me parece preferible.
La cólera de Mentmosé hizo temblar los muros de los locales de la policía. Cincuenta altos funcionarios fueron sancionados aquel mismo día y privados de numerosas ventajas materiales. Por primera vez desde su acceso a la cumbre de la jerarquía policial no había sido informado de modo correcto. ¿Aquel desfallecimiento supondría que su sistema estaba condenado? No se dejaría derribar sin lucha.
Lamentablemente, el ejército parecía ser el instigador de unos manejos cuyas razones seguían siéndole incomprensibles. Avanzar por aquel terreno suponía unos riesgos que Mentmosé no correría; si el general Asher, a quien sus recientes ascensos hacían intocable, era el cabeza pensante, el jefe de la policía no tenía oportunidad alguna de derribarla.
Dejar las manos libres a aquel ínfimo juez presentaba numerosas ventajas. Sólo se comprometía él mismo y, con el ardor de la juventud, no tomaba demasiadas precauciones. Corría el riesgo de forzar puertas prohibidas e infringir leyes que ignoraba. Siguiéndole de cerca, Mentmosé explotaría, desde la sombra, los resultados de su investigación.
Mejor convertirle en un aliado objetivo, hasta el día en que dejara de necesitarlo.
Pero seguía existiendo una irritante pregunta: ¿por qué aquella puesta en escena? Su autor había subestimado a Pazair, convencido de que la extrañeza del lugar, su clima asfixiante y la opresiva presencia de la muerte impedirían al juez inclinarse sobre la momia y le obligarían a eclipsarse tras haber puesto su sello. El resultado obtenido había sido inverso; lejos de perder el interés por el asunto, el magistrado había percibido su magnitud.
Mentmosé intentó tranquilizarse: la desaparición de un modesto veterano, titular de un puesto honorífico, no podía, de todos modos, hacer temblar el Estado. Sin duda se trataba de un crimen común, cometido por un soldado que era protegido por un militar de alto rango, Asher o alguno de sus acólitos. Tendría que huronear en aquella dirección.