CAPÍTULO 11

A Suti no le gustaba levantarse temprano, pero se vio obligado a salir de casa del juez antes de que amaneciera. El plan de Pazair, aunque comportara algunos riesgos, le parecía excelente. Su amigo había tenido que echarle una jarra de agua fría en la cabeza para que volviera en sí.

Suti llegó al centro de la ciudad, donde se preparaba el gran mercado; campesinos y campesinas acudían a vender los productos de las cosechas en un concierto de discusiones y regateos. Dentro de poco tiempo llegarían los primeros clientes. Se deslizó entre los aldeanos y se agachó a pocos metros de su objetivo, un cercado de aves de corral. El tesoro del que deseaba apoderarse estaba allí: un soberbio gallo, que los egipcios no consideraban el rey del corral, sino un ave más bien estúpida, demasiado imbuida de su importancia.

El joven aguardó a que la presa se pusiera a su alcance y, con un gesto rápido, se apoderó de ella apretándole el cuello para que no emitiera un inoportuno grito. La empresa era arriesgada; si le agarraban, las puertas de la cárcel se abrirían de par en par. Naturalmente, Pazair no le había designado al azar aquel comerciante; culpable de fraude, habría tenido que ofrecer a su víctima el valor de un gallo. El juez no había disminuido la pena, simplemente había modificado un poco el procedimiento. Puesto que la víctima era la administración, Suti la sustituía.

Con el gallo bajo el brazo, llegó sin problemas a la propiedad de la joven que alimentaba sus gallinas.

—¡Sorpresa! —anunció enseñándole el animal.

Ella se volvió encantada.

—¡Es soberbio! Has negociado bien.

—No fue fácil, lo confieso.

—Ya lo imagino: un gallo de ese tamaño vale por lo menos tres lechones.

—Cuando el amor te guía, sabes ser convincente.

La mujer dejó su saco de grano, agarró el gallo y lo puso entre las gallinas.

—Eres muy convincente, Suti; siento crecer en mí un dulce calor que deseo compartir contigo.

—¿Quién puede rechazar semejante invitación?

Se dirigieron hacia la alcoba de la viuda abrazados.

Pazair se encontraba mal; le abrumaba una languidez que le privaba de su habitual dinamismo. Embotado, lento, ni siquiera encontraba consuelo en la lectura de los grandes autores del pasado que, antaño, hechizaban sus veladas. Había conseguido ocultar su desesperación al escribano Iarrot, pero no consiguió disimularla ante su maestro.

—¿Acaso estás enfermo, Pazair?

—Simple fatiga.

—Tal vez debieras trabajar menos.

—Tengo la impresión de que me abruman a expedientes.

—Te ponen a prueba para descubrir tus límites.

—Pues ya han sido superados.

—No es seguro; supon que la causa de tu estado no sea el cansancio.

Pazair, huraño, no respondió.

—Mi mejor alumna lo ha conseguido —reveló el anciano médico.

—¿Neferet?

—Ha superado las pruebas, tanto en Sais como en Tebas.

—Pues ya es médico.

—Para alegría nuestra, en efecto.

—¿Dónde ejercerá?

—Primero en Menfis; la he invitado mañana por la noche a un modesto banquete para festejar su éxito. ¿Nos acompañarás?

Denes ordenó que le dejaran ante el despacho del juez Pazair; la soberbia silla de manos, pintada de azul y rojo, había deslumbrado a los viandantes. La entrevista que se anunciaba, por delicada que fuera, tal vez sería menos molesta que el reciente enfrentamiento con su esposa. La señora Nenofar había tratado a su marido de incapaz, de corto de mollera y cabeza de gorrión[24]; ¿no se había revelado inútil su intervención ante el decano del porche? Afrontando la tempestad, Denes había intentado justificarse; por lo general, sus gestiones siempre resultaban exitosas. ¿Por qué no le había escuchado, esta vez, el viejo magistrado? No sólo no había trasladado al pequeño juez sino que, además, le autorizaba a enviarle una convocatoria formal, como a cualquier otro habitante de Menfis. A causa de la poca perspicacia de Denes, su esposa y él se veían reducidos al rango de sospechosos, sometidos a la venganza de un magistrado sin porvenir, recién llegado de una provincia con la intención de hacer respetar la ley al pie de la letra. Puesto que el transportista se mostraba tan brillante en sus discusiones de negocios, que utilizara su encanto con Pazair y lograra detener el procedimiento. La gran mansión había resonado largo rato con los gritos de la señora Nenofar, que no soportaba que la contrariaran. Las malas noticias dañaban su tez.

Viento del Norte le cerró el paso. Cuando Denes quiso apartarle de un codazo, el asno enseñó los dientes. El transportista retrocedió.

—¡Apartad ese animal de mi camino! —exigió.

El escribano Iarrot salió del despacho y tiró del cuadrúpedo por la cola. Pero Viento del Norte sólo obedeció cuando oyó la voz de Pazair. Denes pasó lejos del asno para no manchar sus costosas ropas.

Pazair estaba inclinado sobre un papiro.

—Sentaos, os lo ruego.

Denes buscó asiento, pero ninguno le convenía.

—Admitid, juez Pazair, que me muestro conciliador al acudir a vuestra convocatoria.

—No teníais elección.

—¿Es indispensable la presencia de un tercero?

Iarrot se levantó dispuesto a largarse.

—Me gustaría salir antes. Mi hija…

—Escribano, anotad cuando os lo pida.

Iarrot se acurrucó en una esquina de la estancia con la esperanza de que olvidaran su presencia. Denes no permitiría que le trataran así sin reaccionar. Si ejercía represalias contra el juez, el escribano sería arrastrado por la tormenta.

—Estoy muy ocupado, juez Pazair; vos no figuráis en la lista de las entrevistas que había concedido hoy.

—Pues vos figuráis en la mía, Denes.

—No deberíamos enfrentamos así; tenéis que resolver un pequeño problema administrativo y librarme de él en seguida. ¿Por qué no íbamos a entendemos?

El tono se hacía conciliador. Denes sabía ponerse a la altura de sus interlocutores y halagarlos. Cuando su atención disminuía, daba los golpes decisivos.

—Os equivocáis, Denes.

—¿Perdón?

—No estamos discutiendo una transacción comercial.

—Dejadme que os cuente una fábula: un chivo indisciplinado abandonó el rebaño donde estaba protegido; un lobo le amenazó. Cuando vio que las fauces se abrían, dijo: «Señor lobo, sin duda seré para vos un festín, pero antes soy capaz de distraeros. Por ejemplo, sé bailar. ¿No me creéis? Tocad la flauta y lo veréis. El lobo, juguetón, aceptó. Mientras bailaba, el chivo avisó a los perros, que se arrojaron sobre el lobo y le obligaron a huir. La fiera aceptó su derrota; soy un cazador y he querido ser músico. Peor para mí[25]».

—¿Cuál es la moraleja de vuestra fábula?

—Cada uno debe permanecer en su lugar. Cuando se quiere desempeñar un papel que no se domina, se corre el riesgo de dar un paso en falso y lamentarlo amargamente.

—Me impresionáis.

—Lo celebro.

—¿Lo dejamos así?

—Por lo que a la fábula se refiere, sí.

—Sois más comprensivo de lo que imaginaba. No os pudriréis mucho tiempo en este miserable despacho. El decano del porche es un excelente amigo. Cuando sepa que habéis apreciado la situación con tacto e inteligencia, pensaráen vos para un puesto más importante. Y si me pide mi opinión, será muy favorable.

—Es agradable tener amigos.

—En Menfis es esencial; estáis en el buen camino.

La cólera de la señora Nenofar no estaba justificada; había temido que Pazair no fuera como los demás y se había equivocado. Denes conocía bien a sus semejantes; a excepción de algunos sacerdotes refugiados en los templos, no tenían otro objetivo que satisfacer sus intereses.

El transportista volvió la espalda al juez y se dispuso a salir.

—¿Adonde vais?

—A recibir un barco que llega del sur.

—No hemos terminado todavía.

El hombre de negocios se volvió.

—He aquí las bases de la acusación: cobro de una tasa inicua y de un impuesto no ordenado por el faraón. La multa será importante.

Denes palideció de cólera; su voz silbó.

—¿Os habéis vuelto loco?

—Anotad, escribano: injuria a magistrado.

El transportista se arrojó sobre Iarrot, le arrancó la tablilla y la aplastó con rabiosos pisotones.

—¡Tú, estáte quieto!

—Destrucción de material perteneciente a la justicia —observo Pazair—. Estáis agravando vuestro caso.

—¡Ya basta!

—Os entrego este papiro; encontraréis en él los detalles jurídicos y el montante de la pena. No reincidáis, de lo contrario os será abierto un expediente judicial en los registros de la gran prisión.

—¡Sólo sois un chivo y seréis devorado!

—En la fábula es el lobo el que pierde.

Cuando Denes cruzó el despacho, el escribano Iarrot se ocultó tras un arcón de madera.

Branir acababa de preparar un refinado manjar. Había retirado los ovarios de unos mújoles[26] hembras comprados en una de las mejores pescaderías de Menfis y, de acuerdo con la receta del caviar egipcio, los lavaba en agua ligeramente salada antes de prensarlos entre dos tablas y secarlos en una corriente de aire. La mojama sería suculenta. Asaría costillas de buey y las serviría con un puré de habas; higos y pasteles completarían el menú, sin olvidar un buen caldo procedente del delta. La casa estaba llena de guirnaldas de flores.

—¿Soy el primero? —preguntó Pazair.

—Ayúdame a disponer los platos.

—He atacado de frente a Denes; mi expediente es sólido.

—¿A qué le condenas?

—Una fuerte multa.

—Te has ganado un enemigo peligroso.

—He aplicado la ley.

—Sé prudente.

Pazair no tuvo tiempo de protestar; la visión de Neferet le hizo olvidar a Denes, al escribano Iarrot, el despacho y los expedientes. Vestía un traje con tirantes de un azul muy pálido que dejaba sus hombros al desnudo, y se había pintado sus ojos con maquillaje verde. Frágil y tranquilizadora a la vez, iluminaba la morada de su anfitrión.

—Llego tarde.

—Al contrario —repuso Branir—; nos has dado tiempo para terminar la mojama. El panadero acaba de traerme pan tierno; podemos pasar a la mesa.

Neferet se había puesto en los cabellos una flor de loto; fascinado, Pazair no dejaba de contemplarla.

—Tu éxito me procura una gran alegría —confesó Branir—; puesto que eres médico, te ofrezco este talismán. Te protegerá como me ha protegido a mí; llévalo siempre encima.

—Pero… ¿y vos?

—A mi edad, los demonios no pueden hacer ya presa en mí.

Puso en el cuello de la joven una fina cadenita de oro de la que colgaba una magnífica turquesa.

—Esta piedra procede de las minas de la diosa Hator, en el desierto del Este; preserva la juventud del alma y el gozo del corazón.

Neferet se inclinó ante su maestro con las manos unidas en señal de veneración.

—Quisiera felicitaros también —dijo Pazair—, pero no sé cómo…

—El mero pensamiento me basta —afirmó ella sonriendo.

—No obstante, quiero ofreceros un modesto regalo.

Pazair le tendió un brazalete de cuentas coloreadas. Neferet se quitó la sandalia derecha, pasó la joya por su pie desnudo y adornó con ella su tobillo.

—Gracias a vos, me siento más hermosa.

Aquellas palabras encendieron en el juez una loca esperanza; por primera vez, tuvo la impresión de que ella advertía su existencia.

El banquete fue cálido. Relajada, Neferet relató los aspectos de su difícil recorrido que no debían mantenerse en secreto; Branir le aseguró que nada había cambiado. Pazair mordisqueó algo, pero devoraba a Neferet con la mirada y bebía sus palabras. En compañía de su maestro y de la mujer a la que amaba vivió una velada feliz, atravesada por los relámpagos de la angustia: ¿le rechazaría Neferet?

Mientras el juez trabajaba, Suti paseaba el asno y el perro, hacía el amor con la propietaria del corral, se lanzaba a nuevas conquistas más bien prometedoras y disfrutaba de la animación de Menfis. Era muy discreto, y no molestaba en absoluto a su amigo; desde su encuentro, no había dormido una sola vez en su casa. Pazair se había mostrado inconmovible en un solo punto; embriagado por el éxito de la operación «lechón», Suti había manifestado el deseo de repetirla. El juez se había opuesto con firmeza. Y puesto que su amante se mostraba generosa, Suti no había insistido.

El babuino apareció en la puerta. Era casi tan alto como un hombre, tenía cabeza de perro y colmillos de fiera. Los brazos, piernas y vientre eran blancos, y un pelaje teñido de rojo cubría sus hombros y su torso. Tras él, Kem, el nubio.

—¡Por fin habéis llegado!

—La investigación ha sido larga y difícil. ¿Ha salido Iarrot?

—Su hija está enferma. ¿Qué habéis obtenido?

—Nada.

—¿Qué quiere decir nada? ¡Es imposible!

El nubio se palpó la nariz de madera para asegurarse de que estaba bien colocada.

—He consultado a mis mejores informadores. No hay ninguna pista sobre la suerte del guardián en jefe de la esfinge. Me envían al jefe de policía, como si estuvieran aplicando con el mayor rigor una consigna.

—En ese caso, iré a ver a ese alto personaje.

—No os lo aconsejo; los jueces no le gustan.

—Intentaré mostrarme amable.

Mentmosé, el jefe de policía, poseía dos mansiones: una en Menfis, donde solía residir, y otra en Tebas. Era bajo, gordo, con la cara redonda, e inspiraba confianza; pero la nariz puntiaguda y la voz gangosa desmentían esa apariencia bonachona. Mentmosé era soltero, desde su más tierna edad, sólo había pensado en su carrera y en los honores; la suerte le había sonreído ofreciéndole un rosario de oportunas muertes. Cuando parecía destinado a la vigilancia de los canales, el responsable de la seguridad de su provincia se había roto el cuello al caer de una escalera; sin especial calificación, pero dispuesto a presentarse, Mentmosé había obtenido el puesto. Había sabido sacar un maravilloso partido del trabajo de su predecesor y en seguida se había forjado una excelente reputación. Otros se hubieran sentido satisfechos de aquel ascenso, pero la ambición le corroía; ¿cómo no iba a pensar en la dirección de la policía fluvial? Lamentablemente, un hombre joven y emprendedor estaba a su cabeza. A su lado, Mentmosé no salía bien parado. Pero el molesto funcionario había perecido ahogado en una operación rutinaria, dejando libre el campo a Mentmosé, que presentó en seguida su candidatura, apoyado por numerosas relaciones. Elegido en vez de competidores más serios pero menos maniobreros, había aplicado su fructífero método: apropiarse de los esfuerzos de los demás y obtener de ellos un beneficio personal. Soñaba con la cumbre de la jerarquía, inaccesible por completo, puesto que el jefe de la policía, en su más vigorosa edad, desbordaba de actividades y sólo obtenía éxitos. Su único fracaso fue un accidente de carro en el que murió aplastado por las ruedas. Mentmosé se presentó en seguida, a pesar de notorias oposiciones; con su habilidad para ponerse de relieve y haciendo valer sus hojas de servicio, había obtenido la victoria.

Instalado en la cima, Mentmosé se preocupaba, sobre todo, de permanecer en ella; se rodeaba pues de mediocres, incapaces de sustituirlo. En cuanto descubría una personalidad fuerte, la marginaba. Actuar en las sombras, manipular a los individuos sin que lo supieran y tramar intrigas eran sus pasatiempos favoritos.

Estaba estudiando unos nombramientos en el cuerpo de policía del desierto cuando su intendente le anunció la visita del juez Pazair. Por lo general, Mentmosé remitía a los pequeños magistrados a sus subordinados; pero éste le intrigaba. ¿No acababa, acaso, de arañar a Denes, cuya fortuna le permitía comprar a cualquiera? El joven juez se derrumbaría pronto, víctima de sus ilusiones, pero tal vez Mentmosé obtuviera ventajas de su agitación. Que tuviera la audacia de importunarle era buena prueba de su determinación.

El jefe de policía recibió a Pazair en la estancia de su mansión, donde exponía sus condecoraciones, collares de oro, piedras semipreciosas y bastones de madera dorada.

—Gracias por recibirme.

—Soy un devoto auxiliar de la justicia; ¿os gusta Menfis?

—Debo hablaros de un extraño asunto.

Mentmosé ordenó que sirvieran cerveza de primera calidad y le dijo a su intendente que no los molestaran.

—Explicaos.

—No puedo ratificar un traslado sin saber qué ha sido del interesado.

—Es evidente; ¿de quién se trata?

—Del antiguo guardián en jefe de la esfinge de Gizeh.

—Un puesto honorífico, si no me equivoco. Se reserva a los veteranos.

—En ese caso preciso, el veterano ha sido trasladado.

—¿Acaso ha cometido una falta grave?

—Mi expediente no lo menciona. Además, el hombre fue obligado a abandonar su vivienda oficial y a refugiarse en el barrio más pobre de la ciudad.

Mentmosé pareció contrariado.

—Es extraño, en efecto.

—Y hay algo más grave: cuando interrogué a su esposa, afirmó que su marido había muerto. Pero no ha visto el cadáver y no sabe dónde está enterrado.

—¿Por qué está convencida del fallecimiento?

—Unos soldados le comunicaron la triste noticia; también le ordenaron que callara si quería recibir una pensión.

El jefe de policía bebió lentamente una copa de cerveza; cuando esperaba hablar del caso Denes, descubría un enigma desagradable.

—Brillante investigación, juez Pazair; merecéis vuestra naciente reputación.

—Y pienso proseguir.

—¿De qué modo?

—Debemos encontrar el cuerpo y descubrir las causas de la muerte.

—No estáis equivocado.

—Vuestra ayuda me es indispensable; puesto que vos dirigís la policía de las ciudades y los pueblos, la del río y la del desierto, facilitaréis mis investigaciones.

—Por desgracia, es imposible.

—Me sorprendéis.

—Vuestros indicios son demasiado vagos; además, el núcleo del asunto son un veterano y algunos militares, es decir, el ejército.

—Ya lo he pensado; por ello solicito vuestra ayuda. Si sois vos quien exige explicaciones, la jerarquía militar se verá obligada a responder.

—La situación es más compleja de lo que imagináis; el ejército es muy puntilloso por lo que se refiere a su independencia con respecto a la policía. No suelo meterme en el terreno de los militares.

—Y, sin embargo, los conocéis bien.

—Rumores exagerados. Me temo que estáis tomando un camino peligroso.

—No puedo dejar sin explicación una muerte.

—Os apruebo.

—¿Qué me aconsejáis?

Mentmosé reflexionó largo rato. Aquel joven magistrado no retrocedería; manipularle no sería, sin duda, fácil. Sólo profundas investigaciones le permitirían conocer sus puntos débiles y utilizarlos en el momento oportuno.

—Dirigios al hombre que nombra a los veteranos para cargos honoríficos: el general Asher.