A Pazair le resultaba cada vez más difícil concentrarse en su trabajo; en cada jeroglífico veía el rostro de Neferet.
El escribano le llevó una veintena de tablillas de arcilla.
—La lista de los artesanos contratados por el arsenal el mes pasado; debemos comprobar que ninguno tenga antecedentes judiciales.
—¿Cuál es el modo más rápido de saberlo?
—Consultar los registros de la gran prisión.
—¿Podéis ocuparos de ello?
—Sólo mañana; debo regresar pronto a casa pues organizo una fiesta por el aniversario de mi hija.
—Divertios, Iarrot.
Cuando el escribano se hubo marchado, Pazair leyó de nuevo el texto que había redactado para convocar a Denes y comunicarle las bases de la acusación. Sus ojos se velaron. Fatigado, dio de comer a Viento del Norte, que se tendió ante la puerta del despacho, y paseó sin rumbo en compañía de Bravo. Sus pasos le llevaron hacia un barrio tranquilo, junto a la escuela de los escribas, donde aprendía su oficio la futura élite del país. Un portazo quebró el silencio, seguido por unos gritos y relentes de música en los que se mezclaban la flauta y el tamboril. Las orejas del perro se irguieron; Pazair se detuvo intrigado. La pelea se envenenaba; los golpes y los gritos de dolor siguieron a las amenazas. Bravo, que detestaba la violencia, se apoyó en la pierna de su dueño. A unos cien metros del lugar donde estaban, un joven que vestía hermosas ropas de escriba escaló el muro de la escuela, saltó a la calleja y corrió en su dirección hasta perder el aliento, declamando las palabras de una canción lasciva en honor de los ribaldos. Cuando pasó ante el juez, un rayo de luna iluminó su rostro.
—¡Suti!
El fugitivo se detuvo en seco y se volvió.
—¿Quién me llama?
—Salvo yo, el lugar está desierto.
—No lo estará por mucho tiempo; quieren despanzurrarme. ¡Ven, corramos!
Pazair aceptó la invitación. Bravo, loco de alegría, se unió a su cabalgata. Al perro le sorprendió un poco la resistencia de los dos hombres que, unos diez minutos más tarde, se detuvieron para recuperar el aliento.
—¿Eres Suti?
—¡Cómo tú eres Pazair! Un esfuerzo más y estaremos seguros.
El trío se refugió en un almacén vacío, junto al Nilo, lejos de la zona por donde patrullaban guardias armados.
—Esperaba que nos viéramos pronto, aunque en otras circunstancias.
—Pues éstas son muy divertidas, te lo aseguro. Acabo de evadirme de aquella prisión.
—¿Una prisión, la gran escuela de los escribas de Menfis?
—Me habría muerto de aburrimiento.
—Pues cuando dejaste la aldea, hace ya cinco años, querías ser un letrado.
—Habría inventado cualquier cosa para descubrir la ciudad, sólo sentí haberte abandonado a ti, mi único amigo entre aquellos campesinos.
—¿No éramos felices allí?
Suti se tendió en el suelo.
—Pasamos buenos momentos, tienes razón… Pero hemos crecido. Divertirse en la aldea, vivir la auténtica vida, ya no era posible. ¡Yo soñaba con Menfis!
—¿Y se ha hecho realidad tu sueño?
—Al principio fui paciente; aprender, trabajar, leer, escribir, escuchar la enseñanza que abre el espíritu, conocer todo lo que existe, lo que ha moldeado el creador, lo que Thot ha transcrito, el cielo con sus elementos, la tierra y su contenido, lo que ocultan las montañas, lo que arrastran las olas, lo que crece en los lomos de la tierra[23]… ¡Qué aburrimiento! Afortunadamente, pronto frecuenté las casas de cerveza.
—¿Los lugares de libertinaje?
—No seas moralista, Pazair.
—Te gustaban los escritos más que a mí.
—¡Ah, los libros y las máximas de la sabiduría! Hace cinco años que me torturan con ellos los oídos. ¿Quieres que juegue yo también al profesor?: «Ama los libros como a tu madre, nada los supera; los libros de los sabios son pirámides, el escritorio es su hijo. Escucha los consejos de los que saben más que tú, lee sus palabras, que se mantienen vivas en los libros; hazte un hombre instruido, no seas perezoso ni ocioso. Coloca el conocimiento en tu corazón». ¿He recitado bien la lección?
—Es soberbia.
—¡Espejismos para niños!
—¿Qué ha ocurrido esta noche?
Suti soltó una carcajada. El muchacho revoltoso y agitado, el animador de la aldea, se había convertido en un hombre de impresionante aspecto. Con los cabellos largos y negros, el rostro franco, la mirada directa, voz alta, y parecía animado por un fuego devorador.
—Esta noche había organizado una fiestecita.
—¿En la escuela?
—¡Sí, en la escuela! La mayoría de mis condiscípulos son aburridos, tristes y sin personalidad; necesitaban beber vino y cerveza para olvidar sus queridos estudios. Hemos tocado música, nos hemos emborrachado, hemos vomitado y cantado. Los mejores alumnos se palmeaban el vientre adornándose con guirnaldas de flores.
Suti se irguió.
—Los festejos han disgustado a los vigilantes; han entrado con sus bastones. Me he defendido, pero mis compañeros me han denunciado. He tenido que huir.
Pazair estaba aterrado.
—Te expulsarán de la escuela.
—¡Mucho mejor! No estoy hecho para ser escriba. No causar daño a nadie, no atormentar de corazón, no dejar a otro en la pobreza y el sufrimiento… ¡Dejo esta utopía para los sabios! ¡Quiero vivir una aventura, Pazair, una gran aventura!
—¿Cuál?
—No lo sé todavía… Sí, ya lo sé: el ejército. Viajaré y descubriré otros países, otros pueblos.
—Arriesgarás tu vida.
—Me será más preciosa después del peligro. ¿Por qué construir una existencia si la muerte va a destruirla? Créeme, Pazair, hay que vivir día a día y tomar el placer cuando se presente. Puesto que somos menos que una mariposa, sepamos al menos volar de flor en flor.
Bravo gruñó.
—Alguien se acerca; hay que marcharse.
—La cabeza me da vueltas.
Pazair tendió su brazo; Suti se agarró a él para levantarse.
—Apóyate en mí.
—No has cambiado, Pazair. Sigues siendo una roca.
—Eres mi amigo, soy tu amigo.
Salieron del almacén, lo rodearon y se metieron en un dédalo de callejas.
—No me encontrarán, gracias a ti.
El aire de la noche despejó a Suti.
—Yo ya no soy escriba. ¿Y tú?
—Apenas me atrevo a confesártelo.
—¿Acaso te busca la policía?
—No exactamente.
—¿Eres contrabandista?
—Tampoco.
—¡En ese caso, desvalijas a la pobre gente!
—Soy juez.
Suti se detuvo, tomó a Pazair por los hombros y le miró a los ojos.
—Estás burlándote de mí.
—Soy incapaz de hacerlo.
—Es cierto. Juez… ¡Por Osiris, es increíble! ¿Ordenas detener a los culpables?
—Tengo derecho a hacerlo.
—¿Un juez pequeño o grande?
—Pequeño, pero en Menfis. Te llevaré a mi casa; allí estarás seguro.
—¿Y no violarás la ley?
—No hay ninguna denuncia contra ti.
—¿Y si hubiera una?
—La amistad es una ley sagrada; si la traicionara, sería indigno de mi función.
Ambos hombres se congratularon.
—Siempre podrás contar conmigo, Pazair; lo juro por mi vida.
—No es más que una repetición, Suti; el día en que mezclamos nuestras sangres en la aldea nos hicimos algo más que hermanos.
—Dime… ¿tienes policías a tus órdenes?
—Dos. Un nubio y un babuino, tan temible el uno como el otro.
—Me dan escalofríos.
—Tranquilízate: la escuela de los escribas se limitará a expulsarte. Procura no cometer ningún delito grave; el asunto se me escaparía de las manos.
—¡Qué bueno es haberte encontrado, Pazair!
El perro saltaba alrededor de Suti, que le desafió a correr para mayor diversión del animal; Pazair se alegró de que se apreciaran. Bravo tenía buen juicio y Suti un gran corazón. Ciertamente, no aprobaba su modo de pensar ni su manera de vivir, y temía que le arrastrara a lamentables excesos; pero sabía que Suti pensaba lo mismo de él. Aliándose, podrían entresacar ciertas verdades de sus respectivos caracteres.
Como el asno no formuló opinión desfavorable, Suti cruzó el umbral de la morada de Pazair; no se demoró en el despacho, donde el papiro y las tablillas le trajeron malos recuerdos, y subió hasta el piso.
—No es un palacio —dijo—, pero el aire se puede respirar. ¿Vives solo?
—No del todo; Bravo y Viento del Norte están conmigo.
—Me refería a una mujer.
—Me abruma el trabajo y…
—¡Pazair, amigo mío! ¿Eres todavía un muchacho… inocente?
—Me temo que sí.
—¡Pues vamos a ponerle remedio! Por mi parte ya no es así. En la aldea fracasé por la vigilancia de algunas arpías. Pero Menfis es el paraíso. Hice el amor por primera vez con una pequeña nubia que había conocido ya más amantes que dedos tenía en ambas manos. Cuando el placer me invadió, creí morir de felicidad. Me enseñó a acariciar, a esperar que ella gozara y a recuperar fuerzas para dedicarlas a juegos en los que nadie pierde. La segunda fue la novia del portero de la escuela; antes de serle fiel, deseaba probar un muchacho apenas salido de la adolescencia; su gula me colmó. Tenía unos pechos magníficos y unas nalgas hermosas, como las islas del Nilo antes de la crecida. Me enseñó delicadas artes y gritamos juntos. Luego me divertí con dos sirias de una casa de cerveza… La experiencia no se reemplaza, Pazair; sus manos eran más suaves que un bálsamo e incluso sus pies sabían rozar mi piel para que se estremeciera.
Suti soltó de nuevo una ruidosa carcajada; Pazair fue incapaz de mantener una apariencia de dignidad y compartió la alegría de su amigo.
—Sin presumir, hacer la lista de mis conquistas sería tedioso. Es más fuerte que yo: no puedo prescindir del calor de un cuerpo de mujer. La castidad es una enfermedad vergonzosa que debe cuidarse con energía. Mañana mismo me ocuparé de tu caso.
—Bueno…
Un brillo malicioso animó la mirada de Suti.
—¿Te niegas?
—Mi trabajo, los expedientes…
—Nunca has sabido mentir, Pazair. Tú estás enamorado y te reservas para tu hermosa.
—Por lo general, yo formulo las acusaciones.
—¡No es una acusación! No creo en el gran amor, pero contigo todo es posible. Que seas a la vez un juez y amigo mío lo demuestra. ¿Cómo se llama esa maravilla?
—Yo… Ella no lo sabe. Es probable que me haga ilusiones.
—¿Casada?
—¡No lo dirás en serio!
—¡Claro que sí! En mi lista falta una buena esposa. No forzaré el destino porque tengo moral, pero si la oportunidad se presenta no la rechazaré.
—La ley castiga el adulterio.
—Siempre que lo descubra. En el amor, a excepción de los retozos, la primera cualidad es la discreción. No te torturaré acerca de tu prometida; lo descubriré todo por mí mismo y, si es necesario, te echaré una mano.
Suti se tendió en una estera, con un cojín bajo la cabeza.
—¿De verdad eres juez?
—Tienes mi palabra.
—En ese caso, tu consejo me será preciso.
Pazair esperaba una catástrofe de este tipo. Invocó a Thot con la esperanza de que la fechoría cometida por Suti fuera de su competencia.
—Una historia estúpida —reveló su amigo—. La semana pasada seduje a una joven viuda; tenía treinta años, de cuerpo flexible y labios sabrosos… Una infeliz maltratada por un marido cuya muerte fue una bendición. Se sintió tan feliz en mis brazos que me confió una misión comercial: vender un lechón en el mercado.
—¿La propietaria de una granja?
—Un simple corral.
—¿Y qué obtuviste a cambio del lechón?
—Éste es el drama: nada. Ayer por la noche asamos al pobre animal en nuestra fiestecita. Confío en mi encanto, pero la joven viuda es avara y valora mucho su patrimonio. Si regreso con las manos vacías, puede acusarme de robo.
—¿Y qué más?
—Naderías. Algunas deudas aquí y allá; el lechón es mi mayor problema.
—Duerme tranquilo.
Pazair se levantó.
—¿Adonde vas?
—Bajo al despacho para consultar algunos expedientes; sin duda, podrá solucionarse.