Bravo dormía a los pies de su dueño, soñando en un festín, mientras Viento del Norte, disfrutando su forraje fresco, hacía de centinela a la puerta del despacho donde Pazair estaba consultando, desde el amanecer, los expedientes pendientes. El volumen de las dificultades no le abrumaba, al contrario; estaba decidido a recuperar el retraso y a no dejar nada de lado.
El escribano Iarrot llegó a media mañana con el rostro descompuesto.
—Parecéis abatido —observó Pazair.
—Una disputa. Mi mujer es insoportable; me casé con ella para que me preparara suculentos platos, y se niega a cocinar. La existencia está haciéndose imposible.
—¿Pensáis divorciaros?
—No, a causa de mi hija; quiero que sea bailarina. Mi mujer tiene otros proyectos que yo no acepto. Ni el uno ni el otro estamos dispuestos a ceder.
—Me temo que es una situación inextricable.
—También yo. ¿Fue bien vuestra investigación en casa de Qadash?
—Estoy dándole el último toque a mi informe: buey encontrado, jardinero absuelto e intendente condenado. A mi entender, el dentista también es responsable, pero no puedo probarlo.
—A ése no le toquéis; tiene contactos.
—¿Clientela acomodada?
—Ha cuidado las más ilustres bocas; las malas lenguas comentan que ha perdido el pulso y que es mejor evitarle si se desea conservar sanos los dientes.
Bravo gruñó; su dueño le interrumpió con una caricia.
Cuando se comportaba así, manifestaba una mesurada hostilidad. A primera vista, no apreciaba demasiado al escribano.
Pazair puso su sello en el papiro donde había consignado sus conclusiones sobre el caso del buey robado. Iarrot admiró aquella escritura fina y regular; el juez trazaba los jeroglíficos sin la menor vacilación, dibujaba con firmeza su pensamiento.
—¿No habréis puesto en cuestión a Qadash?
—Claro que sí.
—Es peligroso.
—¿Qué teméis?
—No… lo sé.
—Sed más preciso, Iarrot.
—La justicia es tan compleja…
—No lo creo así: a un lado la verdad, al otro la mentira. Si cedemos a esta última, aunque sólo sea por el grosor de una uña, la justicia ya no reina.
—Habláis así porque sois joven; cuando tengáis más experiencia, vuestras opiniones serán menos tajantes.
—Espero que no. En la aldea, muchos me oponían este argumento; creo que no tiene valor.
—Pretendéis ignorar el peso de la jerarquía.
—¿Acaso está Qadash por encima de la ley?
Iarrot soltó un suspiro.
—Parecéis inteligente y valeroso, juez Pazair; no finjáis no entenderlo.
—Si la jerarquía es injusta, el país corre hacia su perdición.
—Os aplastará, como a los demás; limitaos a resolver los problemas que se os sometan y confiad a vuestros superiores los asuntos delicados. Vuestro predecesor era un hombre sensato que supo evitar los escollos. Os han ofrecido un buen ascenso; no lo estropeéis.
—Me han nombrado para este puesto gracias a mis métodos; ¿por qué iba a cambiarlos?
—Aprovechad vuestra oportunidad sin perturbar el orden establecido.
—No conozco más orden que el de la Regla.
Harto, el escribano se golpeó el pecho.
—¡Corréis hacia un precipicio! Yo os he avisado.
—Mañana llevaréis mi informe a la administración de la provincia.
—Como queráis.
—Hay un detalle que me intriga; no dudo de vuestro celo, pero, ¿sois vos acaso todo mi personal?
Iarrot pareció molesto.
—En cierto modo, sí.
—¿Qué significa eso?
—Bueno, hay un tal Kem…
—¿Su función?
—Policía. Tiene que practicar las detenciones que vos decretéis.
—¡Papel fundamental, a mi entender!
—Vuestro predecesor no hizo detener a nadie; si sospechaba de un criminal, se remitía a una jurisdicción mejor provista. Y como Kem se aburre en el despacho, patrulla.
—¿Tendré el privilegio de conocerle?
—Viene de vez en cuando. No le abordéis por las bravas, tiene un carácter detestable. Me da miedo. No contéis conmigo para dirigirle una observación desagradable.
«Restablecer el orden en mi propio despacho no será cosa fácil», pensó Pazair mientras advertía que pronto faltaría papiro.
—¿Dónde lo obtenéis?
—En casa de Bel-Tran, el mejor fabricante de Menfis. Sus precios son muy altos, pero el material es excelente y no se gasta. Os lo aconsejo.
—Aclaradme una duda, Iarrot; ¿es un consejo del todo desinteresado?
—¡Pero cómo osáis!
—Me equivocaba.
Pazair examinó las demandas recientes; ninguna tenía un carácter grave o urgente. Luego pasó a las listas de personal que debía controlar y a los nombramientos que debía aprobar; un trivial trabajo administrativo que sólo requería ponerle su sello.
Iarrot se había sentado sobre su pierna izquierda doblada, y mantenía la otra ante sí; con una paleta bajo el brazo y un cálamo[15] tras la oreja izquierda, limpiaba los pinceles mientras observaba a Pazair.
—¿Hace mucho que estáis trabajando?
—Desde el amanecer.
—Es muy pronto.
—Una costumbre aldeana.
—¿Una costumbre… cotidiana?
—Mi maestro me enseñó que un solo día de negligencia era una catástrofe. El corazón sólo puede aprender si el oído permanece atento y la razón es dócil; ¿y qué mejor, para lograrlo, que las buenas costumbres? De lo contrario, el mono que duerme en nosotros comienza a bailar, y la capilla se ve privada de su dios.
El tono del escribano se ensombreció.
—No es una existencia agradable.
—Somos servidores de la justicia.
—Por cierto, mis horarios de trabajo…
—Ocho horas diarias, seis días laborables y dos de descanso, y dos meses de vacaciones gracias a las distintas fiestas[16]… ¿De acuerdo?
El escribano asintió. No hizo falta que el juez insistiera para que comprendiese que debería hacer ciertos esfuerzos por lo que a su puntualidad se refería.
Un breve expediente intrigó a Pazair. El guardián en jefe encargado de la vigilancia de la esfinge de Gizeh acababa de ser trasladado a los depósitos del puerto. Brutal revés en su carrera: el hombre debía haber cometido una falta grave. Pero ésta no se indicaba como solía hacerse. Y, sin embargo, el juez principal de la provincia había puesto su sello; ya sólo faltaba el de Pazair, porque el soldado vivía en su circunscripción. Una simple formalidad que hubiera debido realizar sin reflexión alguna.
—¿El puesto de guardián en jefe de la esfinge no es apetecible?
—No faltan los candidatos —admitió el escribano—, pero el actual titular los desalienta.
—¿Por qué?
—Es un soldado con experiencia, con una notable hoja de servicios y, además, un buen hombre. Vela por la esfinge con gran celo, aunque el viejo león de piedra sea lo bastante impresionante como para defenderse solo. ¿Quién va a pensar en atacarlo?
—Un puesto honorífico, por lo que parece.
—Así es, el guardián en jefe ha reclutado a otros veteranos para asegurarles una pequeña renta. Se encargan entre cinco de la vigilancia nocturna.
—¿Estáis al corriente de su traslado?
—Traslado… ¿Bromeáis?
—He aquí el documento oficial.
—Es muy sorprendente. ¿Qué falta ha cometido?
—Vuestro razonamiento es el mío; no se precisa.
—No os preocupéis; sin duda, es una decisión militar cuya lógica se nos escapa.
Viento del Norte lanzó un característico rebuzno: el asno advertía de un peligro. Pazair se levantó y salió. Se halló frente a frente con un enorme babuino sujetado por su dueño con una correa. De mirada agresiva, voluminosa cabeza, con el busto cubierto de una espesa pelambrera, el mono tenía una merecida reputación de ferocidad. No era extraño que una fiera sucumbiese a sus golpes y mordiscos, y algún león había huido al aproximarse una bandada de babuinos furiosos.
Su dueño, un nubio de abultados músculos, impresionaba tanto como el animal.
—Espero que lo sujetéis bien.
—Este babuino policía[17] está a vuestras órdenes, juez Pazair, igual que yo.
—Sois Kem.
El nubio asintió.
—Se habla de vos en el barrio; al parecer estáis agitándolo todo, para ser un juez.
—No me gusta vuestro tono.
—Tendréis que acostumbraros.
—De ningún modo. O me mostráis el respeto que se debe a un superior, o tendréis que dimitir.
Ambos hombres se desafiaron largo rato con la mirada. El perro del juez y el mono del policía hicieron lo mismo.
—Vuestro predecesor me dejaba libertad de movimiento.
—Pues no es mi caso.
—Os equivocáis; paseándome por las calles con mi babuino, disuado a los ladrones.
—Ya veremos. ¿Vuestra hoja de servicios?
—Será mejor que os avise de que tengo un negro pasado. Pertenecía al cuerpo de arqueros encargado de custodiar una de las fortalezas del Gran Sur. Me alisté por amor a Egipto, como muchos jóvenes de mi tribu. Fui feliz durante varios años; sin desearlo, descubrí un tráfico de oro entre oficiales. La jerarquía no me escuchó; durante una riña, maté a uno de los ladrones, mi superior directo. En el proceso, fui condenado a que me cortaran la nariz. La que llevo ahora es de madera pintada. Ya no temo los golpes. Sin embargo, los jueces reconocieron mi lealtad; por ello me asignaron un puesto en la policía. Si deseáis verificarlo, mi expediente está en los archivos del despacho militar.
—Pues bien, vamos a ello.
Kem no esperaba esta reacción. Mientras el asno y el escribano custodiaban el despacho, el juez y el policía, acompañados por el babuino y el perro, que seguían observándose, se dirigieron hacia el centro administrativo de los ejércitos.
—¿Cuánto tiempo hace que residís en Menfis?
—Un año —respondió Kem—; añoro el Sur.
—¿Conocéis al responsable de la seguridad de la esfinge de Gizeh?
—Me he cruzado con él un par de veces.
—¿Os inspira confianza?
—Es un veterano célebre. Su reputación había llegado hasta mi fortaleza. Un cargo tan honorífico no se le confía a cualquiera.
—¿Tiene algún peligro?
—¡Ninguno! ¿Quién va a atacar la esfinge? Se trata de una guardia de honor cuyos miembros deben vigilar, sobre todo, que la arena no cubra el monumento.
Los transeúntes se apartaban ante el cuarteto. Todos conocían la rapidez de intervención del babuino, capaz de hundir sus colmillos en la pierna de un ladrón o de romperle el cuello antes de que su dueño interviniera. Cuando Kem y su mono patrullaban, las malas intenciones desaparecían.
—¿Conocéis la dirección de ese veterano?
—Habita una vivienda oficial, junto al cuartel principal.
—He tenido una mala idea; volvamos al despacho.
—¿Ya no deseáis verificar mi expediente?
—Yo quería consultar el suyo; pero no va a decirme nada más. Os espero mañana, al amanecer. ¿Cómo se llama vuestro babuino?
—Matón.