El sol estaba ya alto en el cielo cuando el escribano Iarrot, con pesados pasos, llegó al despacho. Grueso, mofletudo, de tez rubicunda y con la cara enrojecida, nunca se movía sin acompasar su marcha con un bastón en el que estaba grabado su nombre y que le convertía en un personaje importante y respetado. En su satisfecha cuarentena, Iarrot era el colmado padre de una niña, motivo de todas sus preocupaciones. Cada día se peleaba con su esposa a causa de la educación de la chiquilla, a la que no quería contrariar por ningún motivo. La casa resonaba con sus disputas, cada vez más violentas.
Con gran sorpresa por su parte, un obrero mezclaba yeso con calcáreo pulverizado para hacerlo más blanco, verificaba la calidad del producto vertiéndolo en un cono de calcáreo y, luego, colmaba un agujero en la fachada de la vivienda del juez.
—Yo no he encargado ningún trabajo —dijo furibundo larrot.
—Yo sí; más aún, los ejecuto sin tardanza.
—¿Con qué derecho?
—Soy el juez Pazair.
—Pero… ¡sois muy joven!
—¿Y sois vos, acaso, mi escribano?
—En efecto.
—La jornada está ya muy avanzada.
—Cierto, cierto… Pero unos problemas familiares me han retrasado.
—¿Alguna urgencia? —preguntó Pazair sin dejar de enyesar.
—La denuncia de un constructor. Disponía de ladrillos, pero le faltaban asnos para el transporte. Acusa al arrendador de sabotear su obra.
—Ya está resuelto.
—¿De qué modo?
—Esta mañana he visto al arrendador. Indemnizará al constructor y transportará los ladrillos mañana mismo; hemos evitado un proceso.
—¿Sois también… yesero?
—Sólo un aficionado con pocas dotes. Nuestro presupuesto es bastante escaso; de modo que, en la mayoría de los casos, tendremos que arreglárnoslas. ¿Qué más?
—Os esperan para un censo de rebaños.
—¿No basta con el escriba especializado?
—El dueño de la propiedad, el dentista, Qadash, está convencido de que uno de sus empleados le roba. Pide una investigación; vuestro predecesor la retrasó tanto como le fue posible. A decir verdad, yo le comprendía muy bien. Si lo deseáis, encontraré argumentos para seguir difiriéndola.
—No será necesario. Por cierto, ¿sabéis manejar una escoba?
Y como el escribano permaneció mudo, el juez le tendió el precioso objeto.
A Viento del Norte no le disgustaba disfrutar de nuevo el aire de la campiña; el asno transportaba material para el juez con buen paso, mientras Bravo vagabundeaba a su alrededor, feliz cuando perseguía algún pájaro. De acuerdo con su costumbre, Viento del Norte había erguido sus orejas cuando el juez le había indicado que se dirigían a la propiedad del dentista Qadash, situada a dos horas de camino de la meseta de Gizeh, hacia el sur; el asno había tomado la dirección correcta.
Pazair fue muy bien recibido por el intendente de la propiedad, satisfecho de recibir por fin a un juez competente y deseoso de resolver un misterio que envenenaba la vida de los boyeros. Unos servidores le lavaron los pies y le ofrecieron un paño nuevo, comprometiéndose a limpiar el que llevaba; dos muchachuelos alimentaron al asno y al perro. Qadash fue avisado de la llegada del magistrado y, a toda prisa, hizo que levantaran un estrado coronado por un pórtico rojo y negro de columnitas lotiformes; Qadash, Pazair y el escriba de los rebaños se instalaron allí, protegidos del sol.
Cuando apareció el dueño de la propiedad, con un largo bastón en su mano derecha, seguido por los portadores de sus sandalias, su parasol y su sillón, unos músicos tocaron el tamboril y la flauta, y jóvenes campesinas le ofrecieron flores de loto.
Qadash era un hombre de unos sesenta años, con una abundante cabellera blanca; alto, de nariz prominente, sembrada de venillas violetas, frente baja y pómulos salientes, secaba a menudo sus ojos lagrimeantes. Pazair se extrañó por el color rojo de sus manos; no cabía duda, el dentista sufría de mala circulación sanguínea.
Qadash le miró con ojos suspicaces.
—¿Sois vos el nuevo juez?
—Para serviros. Es agradable comprobar que los campesinos están alegres cuando el dueño de la propiedad tiene el corazón noble y maneja con firmeza el bastón de mando.
—Joven, si respetáis a los mayores haréis carrera.
El dentista, que tenía dificultades al hablar, iba muy elegante. Mandil, corpiño de piel de felino, ancho collar de siete vueltas de perlas azules, blancas y rojas, y brazaletes en las muñecas le daban un aspecto orgulloso.
—Sentémonos —propuso.
Se acomodó en su sillón de madera pintada; Pazair ocupó un asiento cúbico. Ante él, al igual que ante el escriba de los rebaños, una mesilla baja destinada a recibir el material de escritura.
—Según su declaración —recordó el juez—, poseéis ciento veintiuna cabezas de vacuno, setenta corderos, seiscientas cabras y otros tantos cerdos.
—Exacto. En el último censo, hace dos meses, faltaba un buey. Y mis animales son de gran valor; el más flaco podría ser cambiado por una túnica de lino y diez sacos de cebada. Quiero que detengáis al ladrón.
—¿Habéis realizado una investigación?
—No es cosa mía.
El juez se volvió hacia el escriba de los rebaños, que estaba sentado en una estera.
—¿Qué escribisteis en vuestro registro?
—El número de los animales que me mostraron.
—¿A quién interrogasteis?
—A nadie. Mi trabajo consiste en anotar, no en preguntar.
Pazair no iba a sacar nada en claro. Irritado, sacó de su cesto una tablilla de sicómoro cubierta de una fina capa de yeso, un pincel de junco tallado, de veinticinco centímetros de largo, y un cubilete con agua donde preparó tinta negra. Cuando estuvo listo, Qadash hizo una señal al jefe de los boyeros para que comenzara el desfile.
Dando una palmada en el cuello del enorme buey que iba en cabeza, puso en marcha la procesión. El animal se movió con lentitud, seguido por sus pesados y plácidos congéneres.
—Espléndidos, ¿verdad?
—Felicitad a los cuidadores —recomendó Pazair.
—El ladrón debe de ser un hitita o un nubio —estimó Qadash—; hay demasiados extranjeros en Menfis.
—¿No es vuestro nombre de origen libio?
El dentista no pudo disimular su contrariedad.
—Vivo en Egipto desde hace mucho tiempo y pertenezco a la mejor sociedad; la riqueza de mi propiedad lo demuestra sin duda alguna. He curado a los más ilustres cortesanos, sabedlo, y permaneced en vuestro lugar.
Portadores de fruta, de manojos de puerros, de cestos llenos de lechugas y frascos de perfume acompañaban a los animales. Evidentemente, no se trataba de una simple verificación de censo. Qadash quería deslumbrar al nuevo juez mostrándole la magnitud de su fortuna.
Bravo se había deslizado silenciosamente bajo el sitial de su dueño y contemplaba el desfile de las cabezas de ganado.
—¿De qué provincia sois? —preguntó el dentista.
—Yo soy quien hace la investigación.
Dos bueyes uncidos pasaron ante el estrado; el de más edad se tendió en el suelo y se negó a avanzar. «Deja de hacerte el muerto», dijo el boyero; el acusado le miró con ojos temerosos, pero no se movió.
—Pégale —ordenó Qadash.
—Un momento —exigió Pazair mientras bajaba del estrado.
El juez acarició los lomos del buey, lo tranquilizó y, con la ayuda del boyero, intentó ponerlo en pie. El buey se levantó y Pazair regresó a su lugar.
—Sois muy sensible —ironizó Qadash.
—Detesto la violencia.
—¿No es necesaria, a veces? Egipto ha tenido que combatir contra el invasor, muchos hombres murieron por nuestra libertad. ¿Les condenaríais?
Pazair se concentró en el desfile de los animales; el escriba de los rebaños contaba. Al finalizar el censo, faltaba un buey con respecto a la declaración del propietario.
—¡Intolerable! —rugió Qadash, cuyo rostro se empurpuró—. Me roban en mi propia casa y nadie quiere denunciar al culpable.
—Vuestros animales deben estar marcados.
—¡Naturalmente!
—Haced venir a los hombres que utilizaron las marcas.
Eran quince; el juez los interrogó uno tras otro y los aisló de modo que no pudieran comunicarse entre sí.
—Ya tengo a vuestro ladrón —anunció a Qadash.
—¿Cómo se llama?
—Kani.
—Pido la inmediata convocatoria de un tribunal.
Pazair aceptó. Eligió como jurados a un boyero, una pastora de cabras, al escriba de los rebaños y a uno de los guardas de la propiedad.
Kani, que no había intentado huir, se presentó libremente ante el estrado y aguantó la furiosa mirada de Qadash, que se mantenía a un lado. El acusado era un hombre pesado y recio, de piel oscura surcada por profundas arrugas.
—¿Reconocéis vuestra culpabilidad? —preguntó el juez.
—No.
Qadash golpeó el suelo con su bastón.
—¡Este bandido es un insolente! ¡Que sea inmediatamente castigado!
—Callaos —ordenó el juez—; si turbáis la audiencia, interrumpiré el procedimiento.
El dentista se apartó enojado.
—¿Habéis marcado un buey con el nombre de Qadash? —preguntó Pazair.
—Sí —respondió Kani.
—El animal ha desaparecido.
—Se me escapó. Lo encontraréis en un campo vecino.
—¿Por qué esa negligencia?
—No soy boyero, sino jardinero. Mi verdadero trabajo consiste en regar pequeñas parcelas de tierra; durante todo el día llevo en los hombros una pértiga y derramo sobre los cultivos el contenido de pesadas cántaras. Por la noche no puedo descansar; debo regar las plantas más frágiles, cuidar las regatas, reforzar las paredes de tierra. Si deseáis una prueba, examinad mi nuca; veréis las huellas de dos abscesos. Es la enfermedad del jardinero, no la del boyero.
—¿Por qué cambiasteis de oficio?
—Porque el intendente de Qadash se apoderó de mí cuando estaba entregando unas legumbres. Fui obligado a ocuparme de los bueyes y a abandonar mi huerto.
Pazair convocó a los testigos; se estableció la veracidad de las palabras de Kani. El tribunal lo absolvió; como indemnización, el juez ordenó que el buey fuera de su propiedad y que Qadash le entregara una importante cantidad de alimento a cambio de los días de trabajo perdidos.
El jardinero se inclinó ante el juez. Pazair pudo leer en sus ojos un profundo agradecimiento.
—Raptar a un campesino es una falta muy grave —recordó al dueño de la propiedad.
La sangre subió al rostro del dentista.
—¡No soy responsable! No estaba al corriente; que mi intendente sea castigado como merece.
—Ya conocéis la pena: cincuenta bastonazos y pérdida de su cargo, para ser de nuevo campesino.
—La ley es la ley.
El intendente no negó nada ante el tribunal; fue condenado y la sentencia se ejecutó sin demora.
Cuando el juez Pazair abandonó la propiedad, Qadash no fue a saludarle.