Pazair comprobó la solidez de su bolsa de viaje, de cuero blanqueado, provista de dos varas de madera que se hundían en el suelo para mantenerla en pie. Cuando estuviera llena, se la pondría a la espalda, sostenida por medio de una ancha correa que le rodearía el pecho.
¿Qué meter, si no una pieza de tejido rectangular para hacer un paño nuevo, un manto y la indispensable estera de trama trenzada? Hecha de tiras de papiro cuidadosamente unidas entre sí, la estera servía de lecho, de mesa, de alfombra, de tapiz, de pantalla ante una puerta o una ventana y de envoltura para objetos preciosos; su postrer uso era el de un sudario para envolver el cadáver. Pazair había adquirido un modelo muy resistente, el más hermoso objeto de su mobiliario. Por lo que se refiere al odre, fabricado con dos pieles de cabra curtidas y cosidas juntas, mantendría el agua fresca durante horas y horas.
En cuanto la bolsa de viaje estuvo abierta, un bastardo del color de la arena se apresuró a olisquearla. Bravo tenía tres años y era muy fiel a su dueño. Era una mezcla de lebrel y perro salvaje; de altas patas y corto hocico, con unas orejas colgantes que se erguían al menor ruido y la cola enrollada sobre sí misma. Amante de los largos paseos, cazaba poco y prefería los platos cocinados.
—Nos vamos, Bravo.
El perro contempló la bolsa con ansiedad.
—Iremos a pie y en barco, hacia Menfis.
El perro se sentó sobre sus posaderas; esperaba una mala noticia.
—Pepi te ha preparado un collar; ha estirado muy bien el cuero y lo ha curtido con grasa. Es muy cómodo, te lo aseguro.
Bravo no parecía muy convencido. Aceptó, sin embargo, el collar rosa, verde y blanco provisto de clavos. Si un congénere o una fiera intentaba morderle en la garganta, el perro estaría protegido de un modo eficaz; además, el mismo Pazair había grabado la inscripción jeroglífica: «Bravo, compañero de Pazair».
El juez le ofreció una comida de legumbres frescas que el perro degustó con avidez, sin dejar de mirar a su dueño por el rabillo del ojo. Sentía que no era momento de juegos ni distracciones.
Los habitantes de la aldea, con el alcalde a su cabeza, despidieron al juez; algunos lloraron. Le desearon buena suerte y le entregaron dos amuletos: uno representaba un barco y el otro unas vigorosas piernas; protegerían al viajero que, cada mañana, tendría que pensar en Dios para preservar la eficacia de los talismanes.
Pazair no tenía más que tomar sus sandalias de cuero, no para calzárselas sino para llevarlas en la mano; como sus compatriotas, caminaría con los pies desnudos y sólo utilizaría los preciosos objetos cuando entrara en una casa, tras haberse lavado del polvo del camino. Comprobó la solidez de la tira que pasaba entre el primer y el segundo dedo del pie, y el buen estado de las suelas; satisfecho, abandonó la aldea sin volverse.
Cuando tomó el estrecho camino que serpenteaba por las colinas que dominaban el Nilo, un húmedo hocico tocó su mano derecha.
—¡Viento del Norte! Te has escapado… Debo devolverte a tu campo.
Pero el asno no quería hacerlo; inició el diálogo tendiendo la pata derecha, y Pazair la tomó[7]. El juez lo había librado de la venganza de un campesino que le golpeaba con el bastón porque había cortado la cuerda que le ataba a su estaca. Viento del Norte manifestaba una indiscutible inclinación hacia la independencia y la capacidad de llevar las más pesadas cargas.
Decidido a caminar hasta sus cuarenta años con sacos de cincuenta kilos dispuestos a uno y otro lado de su espinazo, Viento del Norte era consciente de valer tanto como una buena vaca o un hermoso ataúd. Pazair le había ofrecido un campo en el que sólo él tenía derecho a pacer; agradecido, el asno lo abonaba hasta la inundación. Dotado de un agudo sentido de la orientación, Viento del Norte nunca se había perdido por el dédalo de los senderos campesinos y solía desplazarse solo de un punto a otro para entregar géneros. Sobrio, plácido, sólo aceptaba dormir tranquilo junto a su dueño.
Viento del Norte se llamaba así porque, desde que nació, había levantado las orejas en cuanto soplaba la dulce brisa del septentrión, tan apreciada durante la estación cálida.
—Me voy muy lejos —repitió Pazair—; Menfis no te gustará.
El perro se frotó contra la pata derecha delantera del asno. Viento del Norte comprendió la señal de Bravo y se puso de lado, deseoso de recibir la bolsa de viaje. Pazair tomó dulcemente la oreja izquierda del cuadrúpedo.
—¿Cuál de los dos es más testarudo?
Pazair renunció a luchar; incluso otro asno habría abandonado el combate. Viento del Norte, responsable ya del equipaje, se puso orgullosamente en cabeza del cortejo y, sin equivocarse, tomó el camino más directo hacia el embarcadero.
Bajo el reinado de Ramsés el Grande, los viajeros recorrían sin temor senderos y caminos; caminaban con el espíritu libre, se sentaban y charlaban a la sombra de las palmeras, llenaban sus odres con el agua de los pozos, pasaban apacibles noches en el lindero de los cultivos o a orillas del Nilo, se levantaban y se acostaban con el sol. Se cruzaban con mensajeros del faraón y con funcionarios del correo; en caso de necesidad recurrían a las patrullas de policía. Estaba muy lejos la época en la que se oían gritos de espanto, en la que los bandoleros desvalijaban a los pobres o los ricos que osaban desplazarse. Ramsés hacía respetar el orden público, ya que sin él la felicidad no era posible[8].
Con paso firme, Viento del Norte inició la empinada pendiente que moría en el río, como si supiera de antemano que su dueño pensaba tomar el barco que zarpaba hacia Menfis. El trío se embarcó; Pazair pagó el precio del viaje con un pedazo de tela. Mientras los animales dormían, contempló Egipto, al que los poetas comparaban con un inmenso barco cuyas altas bordas estaban formadas por cadenas de montañas. Colinas y paredes rocosas, que llegaban hasta los trescientos metros, parecían proteger los cultivos. Mesetas, entrecortadas por valles más o menos profundos, se interponían a veces entre la tierra negra, fértil, generosa, y el desierto rojo por el que merodeaban peligrosas fuerzas.
Pazair sintió deseos de volver hacia atrás, a la aldea, y no volver a partir nunca más. Aquel viaje hacia lo desconocido le incomodaba y le quitaba cualquier confianza en sus posibilidades; el pequeño juez campesino perdía una tranquilidad que ningún ascenso le daría; sólo Branir había podido obtener su consentimiento; ¿pero no estaría arrastrándole hacia un porvenir que sería incapaz de dominar?
Pazair estaba pasmado.
Menfis, la mayor ciudad de Egipto, la «balanza de las Dos Tierras», capital administrativa, había sido fundada por Menes el unificador[9]. Mientras Tebas la meridional se consagraba a la tradición y al culto de Amón, Menfis la septentrional, situada en la confluencia del Alto y del Bajo Egipto, se abría a Asia y a las civilizaciones mediterráneas.
El juez, el asno y el perro desembarcaron en el puerto de Perunefer, cuyo nombre significaba «buen viaje». Centenares de barcos mercantes, de muy distintos tamaños, atracaban en los muelles hormigueantes de actividad; se trasladaban las mercancías a inmensos depósitos, custodiados y gestionados con el mayor cuidado. A costa de un trabajo digno de los constructores del Imperio Antiguo, se había excavado un canal paralelo al Nilo que flanqueaba el altiplano donde habían sido levantadas las pirámides. De este modo, las embarcaciones navegaban sin riesgos y la circulación de productos y materiales podía realizarse en cualquier estación; Pazair advirtió que las paredes del canal habían sido revestidas por una obra de albañilería de ejemplar solidez.
El trío se dirigió hacia el barrio norte, dónde vivía Branir, atravesó el centro de la ciudad, admiró el célebre templo de Ptah, dios de los artesanos, y flanqueó la zona militar. Allí se fabricaban armas y se construían los barcos de guerra. Allí se entrenaban los cuerpos de élite del ejército egipcio, alojados en grandes cuarteles entre los arsenales llenos de carros, espadas, lanzas y escudos.
Tanto al norte como al sur, se alineaban graneros llenos de cebada, espelta y simientes diversas, junto a los edificios del Tesoro que contenían oro, plata, cobre, paños, ungüentos, aceite, miel y otros productos.
Menfis, demasiado extensa, aturdió al joven campesino. ¿Cómo orientarse por aquella maraña de calles y callejas, en aquella proliferación de barrios llamados «Vida de las Dos Tierras», «el Jardín», «el Sicómoro», «el Muro del Cocodrilo», «la Fortaleza», «las Dos Colinas» o «el Colegio de Medicina»? Mientras que Bravo no parecía muy seguro y no se separaba de su dueño, el asno proseguía su camino. Guió a sus dos compañeros por el barrio de los artesanos donde, en pequeños talleres que daban a la calle, trabajaban la piedra, la madera, el metal y el cuero. Pazair nunca había visto tanta alfarería, jarrones, piezas de vajilla y utensilios domésticos. Se cruzó con numerosos extranjeros, hititas, griegos, cananeos y asiáticos procedentes de distintos y pequeños reinos; relajados, charlatanes, se adornaban gustosamente con collares del loto, proclamaban que Menfis era un cáliz de frutas y celebraban sus cultos en los templos del dios Baal y de la diosa Astarté, cuya presencia toleraba el faraón.
Pazair se dirigió a una tejedora y le preguntó si iba en la dirección correcta; descubrió que el asno no le había inducido a error. El juez observó que las suntuosas villas de los nobles, con sus jardines y sus estanques, se mezclaban con las casitas de los humildes. Altos pórticos, vigilados por porteros, se abrían a florecidas avenidas, a cuyo extremo se ocultaban moradas de dos o tres pisos.
¡Por fin, la residencia de Branir! Era tan bonita, con sus blancos muros, su dintel decorado con una guirnalda de adormidera roja, sus ventanas adornadas con aciano de cálices verdes y amarillas flores de persea[10], que el juez se complació en admirar.
Una puerta daba a la calleja donde crecían dos palmeras que sombreaban la terraza de la pequeña mansión. Ciertamente, la aldea quedaba muy lejos, pero el anciano médico había conseguido preservar cierto perfume de campiña en el corazón de la ciudad.
Branir estaba en la ciudad.
—¿Has hecho un buen viaje?
—El asno y el perro tienen sed.
—Me ocuparé de ellos; aquí tienes una jofaina para lavarte los pies y un poco de pan sobre el que se ha colocado sal para desearte la bienvenida.
Pazair bajó a la primera estancia tomando un tramo de escalera; se recogió ante una pequeña hornacina que contenía las estatuillas de los antepasados. Luego descubrió la sala de recepción, sostenida por dos columnas coloreadas; contra las paredes se alineaban armarios y arcenes. En el suelo, esteras. Un taller, un cuarto de baño, una cocina, dos habitaciones y un sótano completaban el confortable interior.
Branir invitó a su huésped a subir las escaleras que conducían a la terraza, donde había servido bebidas frescas, acompañadas por dátiles envueltos en miel y algunos pasteles.
—Me he perdido —confesó Pazair.
—Lo contrario me habría sorprendido. Una buena cena, una noche de descanso y podrás afrontar la ceremonia de investidura.
—¿Mañana mismo?
—Los expedientes se acumulan.
—Me hubiera gustado acostumbrarme a Menfis.
—Tus investigaciones te obligarán a ello. Puesto que no has entrado, todavía, en funciones, aquí tienes un regalo.
Branir le ofreció el libro de enseñanza de los escribas. Le permitiría adoptar la actitud adecuada en cualquier circunstancia, gracias al respeto de la jerarquía. En la cumbre, los dioses, las diosas, los espíritus transfigurados en el más allá, el faraón y la reina; luego, la madre del rey, el visir, el consejo de sabios, los altos magistrados, los jefes del ejército y los escribas de la mansión de los libros. Seguían una multitud de funciones que iban desde el director del Tesoro al encargado de los canales, pasando por los representantes del faraón en el extranjero.
—Un hombre de corazón violento sólo puede ser un agitador, al igual que un charlatán; si quieres ser fuerte, hazte el artesano de tus frases, moldéalas, pues el lenguaje es el arma más poderosa para quien sabe manejarlo.
—Añoro la aldea.
—La añorarás durante toda tu vida.
—¿Por qué me han destinado aquí?
—Tu propia conducta determina tu destino.
Pazair durmió poco y mal, con el perro a sus pies y el asno acostado a su cabecera. Los acontecimientos se encadenaban con excesiva rapidez y no le daban tiempo para recuperar su equilibrio; atrapado en un torbellino, no disponía ya de sus puntos de orientación habituales y, aunque le pesara, tenía que abandonarse a una aventura de desconocidos colores.
Despierto en cuanto amaneció, tomó una ducha, se purificó la boca con natrón[11], y desayunó en compañía de Branir, que le puso en manos de uno de los mejores barberos de la ciudad. Sentado en un taburete de tres patas ante su cliente, igualmente instalado, el artesano humedeció la piel de Pazair y la cubrió con una untuosa espuma. Sacó del estuche de cuero una navaja compuesta por una hoja de cobre y un mango de madera, manejándola con consumada habilidad.
Vestido con un paño nuevo y una ancha camisa diáfana, perfumada, Pazair parecía dispuesto a afrontar la prueba.
—Tengo la sensación de ir disfrazado —le confesó a Branir.
—La apariencia no es nada, pero no la desdeñes; lo importante es que sepas manejar el timón y que el fluir de los días no te aleje de la justicia, pues el equilibrio de un país depende de su práctica. Sé digno de ti mismo, hijo mío.