CAPÍTULO 41

Kem vigiló el convoy hasta la frontera. Hattusa, sentada en la parte trasera de un carro, permanecía tan inerte como una estatua sin alma. Cuando la había interpelado, en el lugar de la tragedia, no había puesto resistencia alguna. Algunos servidores, que habían acudido a apagar el incendio, la habían visto arrastrar hasta las llamas los cadáveres de Chechi y Denes.

Una violenta lluvia había caído sobre Menfis, apagando el fuego y lavando la sangre en las manos de la princesa hitita.

La criminal no respondió a ninguna de las preguntas del visir, tan conmovido que su voz temblaba. En cuanto relató los hechos a Ramsés, éste ordenó a los momificadores que prepararan sumariamente los cuerpos de los dos conjurados y los enterraran en un lugar apartado, lejos de cualquier necrópolis, sin rito alguno; por medio de Hattusa, el mal había golpeado a los hombres de las tinieblas.

Con el acuerdo del visir, el rey decidió devolver la princesa a su país; el anuncio de aquella liberación, que tanto había esperado la mujer, no produjo, sin embargo, reacción alguna. Con la mirada ausente, rota, Hattusa bogaba por mundos inaccesibles para quien no fuera ella.

El documento oficial que Kem entregó a un oficial hitita hablaba de una enfermedad incurable, y del necesario regreso de la princesa a su familia. El honor del soberano extranjero quedaba a salvo, ningún incidente diplomático turbaría una paz tan difícilmente adquirida.

Bajo la vigilante dirección de Pazair, unos obreros registraron los escombros de la mansión de Denes, y reunieron sus escasos hallazgos. Ramsés en persona los examinó. Se creyó que el rey demostraba así su interés por el trágico destino del transportista y el químico, pero buscaba en vano un rastro del testamento de los dioses, robado en la gran pirámide.

La decepción fue cruel.

—¿Han desaparecido todos los conjurados?

—Lo ignoro, majestad.

—¿De quién sospecháis?

—Denes me parecía el jefe. Intentó manipular al general Asher y a la princesa Hattusa para establecer vínculos con las potencias extranjeras; sin duda, preparaba un cambio de política, basado en el comercio.

—Sacrificar el espíritu de Egipto al materialismo ambiental… ¡Qué pernicioso proyecto! ¿Lo ayudó su esposa?

—No, majestad. Ni siquiera es consciente de que su marido intentó suprimirla. Sus servidores la salvaron; ha abandonado Menfis y vive en casa de sus parientes, al norte del delta. Según los médicos que la han examinado, ha perdido la razón.

—Ni ella ni Denes tenían envergadura necesaria para aspirar al trono.

—Suponed que el transportista hubiese tenido en su casa el testamento; ¿no habría ardido en el incendio? Si nadie puede mostrarlo durante la fiesta de regeneración, ni vos ni vuestro adversario, ¿qué sucederá?

Renacía una pequeña esperanza.

—Como visir, reunirías a las autoridades del país y les explicarías la situación; luego te dirigirías al pueblo. Por mi parte, yo celebraría una era de renovación de los nacimientos, señalada por la redacción de un nuevo pacto con los dioses. Tal vez fracasara, pues el proceso es largo y difícil, pero al menos no tomaría el poder un hombre de las tinieblas. Deseo que tengas razón, Pazair; deseo que Denes fuera el instigador de la conjura.

Como cada anochecer, las golondrinas danzaban sobre el jardín donde Pazair y Neferet se encontraban tras una intensa jornada de trabajo. Los rozaban lanzando un alegre y agudo grito, revoloteaban a toda velocidad, trazaban grandes curvas en el cielo azul del invierno.

Resfriado, con la respiración dificultada, el visir había obtenido una consulta seria del médico en jefe.

—Mi frágil salud debería impedirme ocupar ese cargo.

—Es un regalo de los dioses —estimó Neferet—, porque te obliga a reflexionar en vez de lanzarte como un corderito. Además, en nada disminuye tu energía.

—Me pareces ansiosa.

—Dentro de una semana presento al consejo de los facultativos las medidas que deben tomarse para mejorar la salud pública. Algunas no les gustarán, pero las considero indispensables. Será un duro enfrentamiento.

Bravo y Traviesa habían pactado una tregua. El perro dormía a los pies de su dueño, la pequeña mona verde bajo la silla de su dueña.

—La fecha de la fiesta de regeneración ha sido proclamada en todo el país —reveló Pazair—; en la próxima crecida, Ramsés el Grande renacerá.

—¿Se ha manifestado otro conjurado desde la desaparición de Denes y Chechi?

—Ninguno.

—Por lo tanto, el testamento ha desaparecido entre las llamas.

—Es lo más probable.

—Pero sigues dudando.

—Conservar en casa un documento de tanto valor me parece aberrante; pero Denes era tan pretencioso que se creía invulnerable.

—¿Suti?

—La sentencia se dictó correctamente.

—¿Cómo actuar?

—No veo solución jurídica.

—Si organizas una evasión, prepara un golpe magistral.

—Lees demasiado bien en mis pensamientos. Esta vez, Kem no me ayudará; si el visir participa en una acción de este tipo, Ramsés recibirá las consecuencias y el prestigio de Egipto sufrirá. Pero Suti es mi amigo, y nos juramos ayuda y asistencia en cualquier situación.

—Reflexionemos juntos; hazle saber, al menos, que no lo abandonas.

Sola y sin armas, con decenas de kilómetros por delante, un odre de agua y algunos pescados secos por todo viático, Pantera no tenía muchas posibilidades de sobrevivir. La policía egipcia la había abandonado en la frontera con Libia, ordenándole regresar a su país y no volver nunca a la tierra de los faraones, so pena de una pesada condena.

En el mejor de los casos, sería descubierta por una banda de beduinos ladrones, violada y mantenida con vida hasta que aparecieran sus primeras arrugas.

La rubia libia volvió la espalda a su país natal.

Nunca abandonaría a Suti. Desde el noroeste del delta hasta el fuerte nubio donde su amante estaba encerrado, el viaje sería interminable y peligroso. Debería recorrer malos caminos, encontrar agua y alimento, escapar a las pandillas de merodeadores. Pero la señora Tapeni no saldría victoriosa de su combate a distancia.

—¿Soldado Suti?

El joven no respondió al oficial.

—Un año de régimen disciplinario en mi fortaleza… Los jueces te han hecho un buen regalo, muchacho. Tendrás que mostrarte digno de él. De rodillas.

Suti lo miró a los ojos.

—Un cabeza dura… Me gusta. ¿No aprecias este lugar?

El prisionero miró a su alrededor. Las orillas de un Nilo salvaje, el desierto, las colinas abrasadas por el sol, un cielo de un azul intenso, un pelícano que pescaba y un cocodrilo descansando en una roca.

—Tjaru no carece de encanto. No merece vuestra presencia.

—Y, además, bromista. ¿Hijo de rico, también?

—No podéis imaginar la magnitud de mi fortuna.

—Me impresiona.

—Pues sólo es el comienzo.

—De rodillas. Cuando se habla con el comandante de esta fortaleza, se hace con cortesía.

Dos soldados golpearon en la espalda a Suti. Éste cayó boca abajo.

—Así está mejor. No has llegado para descansar, muchacho. Mañana mismo montarás guardia en nuestro puesto más avanzado; sin armas, claro. Si una tribu nubia ataca, podremos saberlo gracias a ti. Sus torturas son tan eficaces que los aullidos de las víctimas se oyen desde muy lejos.

Rechazado por Pazair, separado para siempre de Pantera, olvidado por todos, Suti no saldría vivo de Tjaru, a menos que el odio le diera fuerzas para vencer su destino. Su oro le aguardaba, la señora Tapeni también.

Bak tenía dieciocho años. Nacido en una familia de oficiales, era más bien bajo, trabajador y valeroso. Sus cabellos eran negros, el rostro distinguido, y tenía una voz cantarina y firme; tras haber dudado entre la carrera de las armas y las paletas del escriba, había entrado al servicio de los archivos, justo antes del nombramiento de Pazair. Al último que llegaba le incumbían las tareas más desagradables, especialmente la clasificación de los documentos utilizados por el visir cuando estudiaba un caso. Por eso, Bak tuvo en sus manos las piezas referentes al petróleo; tras la muerte de Chechi, ya no tenían interés.

Meticuloso, las colocó en una caja de madera que el propio visir sellaría y que sólo podría abrirse de nuevo cuando él lo ordenara. La operación hubiera debido ser breve, pero Bak tuvo la precaución de examinar cada papiro. Fue una buena idea. En uno de ellos faltaba la anotación del visir, lo que significaba que no había leído el texto. El detalle parecía sin importancia, porque el asunto se archivaba; sin embargo, el joven archivero redactó un informe y lo entregó a su superior para que lo hiciera llegar por vía jerárquica.

Pazair exigía leer todas las notas, observaciones y críticas redactadas por sus subordinados, fuera cual fuese su grado; así descubrió la nota de Bak.

El visir convocó al funcionario cuando la mañana ya estaba terminando.

—¿Qué habéis observado de anormal?

—Falta vuestro sello en el informe de un empleado del Tesoro que fue revocado.

—Mostrádmelo.

De hecho, Pazair descubrió un documento inédito. Sin duda, un escriba de su propia administración se había olvidado de incluirlo en el estuche de los papiros relativos al petróleo.

«Un grano de arena en un mecanismo», pensó el visir recordando al pequeño juez de provincias que, sólo preocupado por el trabajo bien hecho, había descubierto un cáncer que se disponía a destruir Egipto.

—A partir de mañana, os encargaréis del control de los archivos y me indicaréis directamente las anomalías. Nos veremos cada día al comenzar la mañana.

Al salir del despacho del visir, Bak corrió hacia la calle; al aire libre, dejó escapar un grito de alegría.

—La entrevista me parece algo solemne —estimó Bel-Tran relajado—; habríamos podido almorzar en casa.

—Sin pretender ser ceremonioso —declaró Pazair—, creo que vos y yo debemos someternos a nuestras respectivas funciones.

—Vos sois el visir, yo el director de la Doble Casa blanca y el responsable de la economía; de acuerdo con la jerarquía, os debo obediencia. ¿He traducido bien vuestro pensamiento?

—De ese modo, trabajaremos en armonía.

Bel-Tran se había engordado, su redondo rostro se hacía lunar. Pese a la calidad de sus tejedoras, seguía llevando un paño demasiado estrecho.

—Vos sois un especialista en finanzas, yo no; vuestros consejos serán muy útiles.

—¿Consejos o directrices?

—La economía no debe prevalecer sobre el arte de gobernar, los hombres no viven sólo de bienes materiales. La grandeza de Egipto brota de su visión del mundo, no de su poder económico.

Los labios y la nariz de Bel-Tran se fruncieron, pero no respondió.

—Me preocupa una minucia. ¿Os habéis ocupado del petróleo?

—¿Quién me acusa?

—La palabra es excesiva. El informe de un funcionario al que vos despedisteis os cuestiona.

—¿Cuáles son sus acusaciones?

—Al parecer, durante un corto período, levantasteis la prohibición de explotar petróleo en una zona bien delimitada del desierto del oeste y autorizasteis una transacción comercial de la que obtuvisteis un importante porcentaje. Una operación puntual y muy lucrativa. Sin más ilegalidades, por lo demás, puesto que obtuvisteis el acuerdo del especialista, el químico Chechi. Pero éste era un criminal, comprometido en una conjura contra el Estado.

—¿Qué insinuáis?

—Esta relación me incomoda. Sin duda, se trata de una coincidencia desafortunada; solicito una explicación a título amistoso.

Bel-Tran se levantó. Su fisonomía cambió con tanta brutalidad que Pazair quedó pasmado. Unos rasgos coléricos y arrogantes sucedieron al rostro afable y cálido. La voz, nerviosa pero ponderada por lo general, se cargó de violencia y agresividad.

—Una explicación a título amistoso… ¡qué ingenuidad! ¡Cuánto tiempo para comprender, mi querido Pazair, visir de pacotilla! ¿Qadash, Chechi y Denes cómplices míos? Digamos mis devotos servidores, tuvieran o no conciencia de ello. Si os apoyé contra esos tres fue a causa de las estúpidas ambiciones de Denes; deseaba ocupar el puesto de director de la Doble Casa blanca y controlar las finanzas del país. El papel sólo podía ser para mí; era una simple etapa para apoderarme del visirato, ¡que vos me habéis robado! Toda la administración me reconocía como el más competente, los cortesanos sólo pronunciaban mi nombre cuando el faraón les consultaba; y el rey os eligió a vos, oscuro juez destituido. Buena maniobra, querido; me dejasteis asombrado.

—Os equivocáis.

—¡Yo no, Pazair! El pasado no me interesa. O jugáis vuestro propio juego, y lo perdéis todo, o me obedecéis y seréis muy rico, sin tener las preocupaciones de un poder que sois incapaz de asumir.

—Soy el visir de Egipto.

—No sois nada, pues el faraón está condenado.

—¿Significa eso que estáis en posesión del testamento de los dioses?

Un rictus de satisfacción apareció en el rostro lunar del financiero.

—De modo que Ramsés ha confiado en vos. ¡Qué error! Realmente ya no es digno de reinar. Basta de palabras, querido amigo; ¿estáis conmigo o contra mí?

—Nunca he sentido tanto asco.

—Vuestras emociones no me interesan.

—¿Cómo podéis soportar vuestra propia hipocresía?

—Es un arma más útil que vuestra ridícula probidad.

—¿Sabéis que la rapacidad es el peor de todos los males y que os privará de sepultura?

Bel-Tran soltó una carcajada.

—Vuestra moral es la de un niño retrasado. Los dioses, los templos, las moradas de eternidad, los rituales… todo eso es irrisorio y está superado. No tenéis conciencia alguna del nuevo mundo en el que estamos entrando. Tengo grandes proyectos, Pazair; y los pondré en marcha antes incluso de expulsar a Ramsés, ese rey esclerótico, partidario de tradiciones ya superadas. ¡Abrid los ojos, mirad el porvenir!

—Restituid los objetos robados en la gran pirámide.

—El oro es un metal raro y de gran valor; ¿por qué inmovilizarlo en forma de objetos rituales que sólo contempla un muerto? Mis aliados los fundieron. Dispongo de una fortuna suficiente para adquirir muchas conciencias.

—Puedo haceros detener inmediatamente.

—No, no podéis. Con un solo gesto acabaría con Ramsés y os arrastraría en su caída. Pero ya actuaré cuando llegue mi hora, de acuerdo con el plan previsto. Encarcelarme o suprimirme no detendría su marcha. Vos y vuestro rey estáis atados de pies y manos. No sigáis a un muerto viviente, poneos a mi servicio. Os concedo una última oportunidad, Pazair; aprovechadla.

—Os combatiré sin tregua.

—Dentro de menos de un año, vuestro nombre será borrado de los anales. Aprovechaos de vuestra hermosa mujer; a vuestro alrededor, todo se derrumbará muy pronto. Vuestro universo está carcomido, yo he roído las vigas que lo sostenían. Peor para vos, visir de Egipto; lamentaréis haberme menospreciado.

El faraón y su visir hablaban en la cámara secreta de la Casa de la Vida de Menfis, lejos de ojos y oídos.

Pazair reveló la verdad a Ramsés.

—Bel-Tran, el fabricante de papiro, el notable encargado de difundir los grandes textos, el responsable de la economía del país… le sabía negociante, ambicioso y aficionado al beneficio, pero no concebí que fuera un traidor, un destructor.

—Bel-Tran ha tenido tiempo de tejer su tela, establecer complicidades en todas las clases de la sociedad, gangrenar la administración.

—¿Lo destituirás inmediatamente?

—No, majestad. El mal ha descubierto por fin su rostro; ahora tenemos que entender su estrategia e iniciar una lucha sin merced.

—Bel-Tran tiene el testamento de los dioses.

—Probablemente no está solo; suprimirlo no nos aseguraría la victoria.

—Nueve meses, Pazair; nos quedan nueve meses, como en una gestación. Declara la guerra, identifica a los aliados de Bel-Tran, desmantela sus fortalezas, desarma a los soldados de las tinieblas.

—Recordemos las palabras del anciano sabio Ptah-hotep: «Grande es la Regla, duradera su eficacia; no ha sido perturbada desde los tiempos de Osiris. La iniquidad es capaz de apoderarse de la cantidad, pero el mal nunca llevará su empresa a buen puerto. No te entregues a una maquinación contra la especie humana, pues Dios castiga semejante comportamiento».

—Vivía en tiempos de las grandes pirámides y era visir, como tú. Deseemos que tenga razón.

—Sus palabras han atravesado los tiempos.

—No está en juego mi trono, sino la civilización de mañana. Prevalecerá la justicia, o la traición.

Desde la tumba de Branir, Pazair y Neferet contemplaron la inmensa necrópolis de Saqqara, que dominaba la pirámide escalonada del faraón Zóser. Los sacerdotes del ka, servidores del alma inmortal, cuidaban los jardines de las tumbas y depositaban ofrendas en los altares de las capillas abiertas a los peregrinos. Unos talladores de piedra restauraban una pirámide del Imperio Antiguo, otros excavaban una sepultura. La ciudad de los muertos vivía una serena vida.

—¿Qué has decidido? —preguntó Neferet a Pazair.

—Luchar. Luchar hasta el final.

—Descubriremos al asesino de Branir.

—¿No ha sido castigado ya? Denes, Chechi y Qadash han desaparecido en horribles circunstancias; la ley del desierto condenó al general Asher.

—El culpable sigue vivo —afirmó Neferet; cuando el alma de nuestro maestro conozca por fin la paz, aparecerá una nueva estrella.

La cabeza de la joven se posó dulcemente en el hombro del visir. Alimentado por su fuerza y con su amor, el juez de Egipto se lanzaría a un combate perdido de antemano, con la esperanza de que la felicidad de la tierra divina no desapareciera de la memoria del Nilo, del granito y de la luz.