CAPÍTULO 36

Médicos generales, cirujanos, oculistas, dentistas y demás especialistas se habían reunido para asistir a la investidura de Neferet. Los facultativos fueron admitidos en el gran patio al aire libre del templo de la diosa Sekhmet, que propagaba las enfermedades y desvelaba los remedios capaces de curarlas.

El visir Bagey, cuyo profundo cansancio fue advertido por todos, presidió la ceremonia. Ver a una mujer accediendo a lo más alto de la jerarquía médica no sorprendía a ningún egipcio, aunque sus colegas masculinos no se privaban de ciertas críticas, referentes a su menor resistencia y a su falta de autoridad.

Pantera había actuado con talento. No sólo había peinado a Neferet, sino que se había preocupado también de vestirla; la joven apareció con una larga túnica de lino de resplandeciente blancura. Un ancho collar de cornalina al cuello, brazaletes de lapislázuli en las muñecas y los tobillos, y una peluca estriada le daban un porte real que impresionó mucho a la concurrencia, pese a la dulzura del rostro y a la ternura de su ligero cuerpo.

El decano de edad de la corporación de médicos revistió a Neferet con una piel de pantera para indicar que, como el sacerdote encargado de dar vida a la momia real durante los ritos de resurrección, tenía el deber de insuflar una constante energía en el inmenso cuerpo que formaba Egipto. Luego le entregó el sello del médico en jefe, que le concedía autoridad sobre todos los facultativos del reino, y el escritorio en el que redactaría los decretos concernientes a la salud pública, antes de someterlos al visir.

El discurso oficial fue de corta duración; precisó los cargos de Neferet y le conminó a respetar la voluntad de los dioses para preservar la felicidad de los humanos. Cuando su esposa prestó juramento, el juez Pazair se ocultó para llorar.

Pese a unos dolores cuya intensidad sólo Kem percibía, el babuino había recuperado su vigor. Gracias a los cuidados de Neferet, al gran mono no le quedaría secuela alguna de sus graves heridas. Se alimentaba de nuevo con su habitual apetito y reanudó sus rondas de vigilancia.

Pazair y Matón se dieron un abrazo.

—Nunca olvidaré que le debo la vida.

—No lo miméis demasiado, perdería su ferocidad y se pondría en peligro. ¿No se ha producido ningún incidente?

—Desde mi dimisión, ya no corro riesgo alguno.

—¿Cómo contempláis el porvenir?

—Un nombramiento en un barrio y servir del mejor modo a los humildes. Si se presenta un caso difícil, os avisaré.

—¿Creéis todavía en la justicia?

—Daros la razón me destroza el corazón.

—Yo también tengo ganas de dimitir.

—Conservad el puesto, os lo suplico. Al menos, detendréis a los delincuentes y garantizaréis la seguridad.

—Hasta la próxima amnistía… A mí ya no me sorprende nada, pero sufro por vos.

—Estemos donde estemos, aunque el campo de acción sea irrisorio, comportémonos con rectitud. Mi mayor temor, Kem, era no obtener vuestro consentimiento.

—Maldecía por verme obligado a permanecer en casa de Qadash, en vez de despediros en el muelle.

—¿Cuáles son vuestras conclusiones?

—Triple envenenamiento. Pero ¿quién lo concibió? Los dos muchachos eran hijos de un actor de paso. Los funerales se celebraron del modo más discreto, sin ninguna concurrencia. Sólo participaron en él los sacerdotes especializados. Es el asunto más sórdido del que he tenido que ocuparme. Los cuerpos no descansarán en Egipto; fueron entregados a los libios dados los orígenes de Qadash.

—¿No habrá cometido un asesinato otra persona?

—¿Pensáis en el hombre que os perseguía?

—Durante la festividad de Opet, Denes me interrogó para conocer el comportamiento de su amigo Qadash. No le oculté que el dentista me había prometido una confesión antes de beber el veneno.

—Denes puede haber suprimido a un testigo molesto…

—¿Por qué tanta violencia?

—Deben de estar en juego enormes intereses. Naturalmente, Denes utilizó los servicios de una criatura de las sombras. No renuncio a identificarlo. Puesto que Matón ya está bien, reanudaremos las investigaciones.

—Me obsesiona un detalle: Qadash parecía estar seguro de escapar al supremo castigo.

—Creía que Denes obtendría su liberación.

—Sin duda, pero se comportaba con tanta arrogancia… como si previera la futura amnistía.

—¿Una indiscreción?

—Yo lo hubiera sabido.

—Desengañaos; por el contrario fuisteis vos el último informado. La corte conoce vuestra intransigencia y sabía que el proceso de Denes habría tenido enorme resonancia.

Pazair rechazaba la horrenda suposición que le torturaba el espíritu: una colusión entre Ramsés el Grande y Denes, la corrupción en la cima del Estado, la tierra amada por los dioses entregada a sórdidos apetitos.

Kem percibió la turbación del juez.

—Sólo los hechos lo aclararán. Por eso pienso seguir una pista que nos lleve a vuestro agresor. Sus confidencias tendrán mucho interés.

—Ahora os toca a vos ser prudente, Kem.

El cojo era uno de los mejores vendedores del mercado oculto de Menfis, que se celebraba en un muelle abandonado cuando llegaban barcos mercantes cargados con los más diversos productos. La policía vigilaba aquellas prácticas; los escribas de los impuestos cobraban tasas sin miramientos. El cojo, que tendría unos sesenta años, habría podido retirarse mucho tiempo antes en su mansión a orillas del río, pero le complacía entregarse a interminables regateos y engañar a los aficionados crédulos. Su última presa había sido un escriba del Tesoro, experto en madera de ébano. Halagando su vanidad, el cojo le había vendido un mobiliario fabricado con madera vulgar, al precio de madera preciosa, imitada a la perfección.

Se anunciaba otro buen negocio: un nuevo rico deseaba adquirir una colección de escudos nubios pertenecientes a una de las tribus más guerreras. Sentir el peligro, perfectamente protegido en una casa ciudadana, era una sensación deliciosa que bien merecía una considerable inversión. Conchabado con excelentes artesanos, el cojo había encargado escudos falsos, mucho más impresionantes que las armas auténticas. Él mismo los abollaría para que mostraran las huellas de furiosos combates.

Su almacén estaba lleno de parecidas maravillas, que iba sacando poco a poco con inimitable arte. Sólo le interesaban las mayores presas, fascinantes por su tontería y suficiencia.

Cuando corrió el cerrojo, se rio pensando en el día siguiente. Una piel de animal, negra y cubierta de pelo, le cayó en los hombros cuando empujó la puerta. Envuelto en el abominable despojo, el cojo aulló, cayó y pidió socorro.

—No grites tanto —exigió Kem, permitiéndole respirar un poco.

—Ah, eres tú… pero ¿qué te pasa?

—¿Reconoces esta piel?

—No.

—No mientas.

—Soy la franqueza en persona.

—Eres uno de mis mejores informadores —reconoció el nubio—, pero estoy interrogando al mercader. ¿A quién vendiste un babuino macho de gran tamaño?

—El comercio de animales no es mi especialidad.

—Un espécimen de estas cualidades habría debido pertenecer a la policía. Sólo un cretino de tu especie pudo negociar un transporte ilegal.

—Me atribuyes muy negros designios.

—Conozco tu avidez.

—¡No he sido yo!

Matón está enfadándose.

—No sé nada.

Matón será más convincente que yo.

El cojo no tenía escapatoria.

—Había oído hablar de ese enorme babuino, capturado en la región de Elefantina. Un buen negocio en perspectiva, pero no para mí. En cambio, podía encargarme del transporte.

—Con un buen beneficio, supongo.

—Sobre todo problemas y gastos.

—No me obligues a compadecerte. Sólo me interesa una información: ¿a quién le entregaste el babuino?

—Es muy delicado…

Sin dejar de mirarlo, el mono policía rascó el suelo con impaciencia.

—¿Me prometes discreción?

—¿Acaso es charlatán Matón?

—Nadie debe saber que te he informado. Pregúntaselo a Patascortas.

El personaje merecía su apodo. Gran cabeza, pecho velludo y piernas demasiado cortas, aunque gruesas y sólidas. Desde su infancia, había transportado gran cantidad de cajas y jaulas; convertido en su propio patrón, reinaba sobre un centenar de pequeños productores, cuyas frutas y legumbres comercializaba. Junto a esas actividades oficiales, Patascortas estaba metido en tráficos más o menos lucrativos.

Ver aparecer a Kem y su mono no le gustó en absoluto.

—Estoy en regla.

—La policía no te busca.

—Y todavía menos desde que tú la diriges.

—¿Te atormenta la conciencia?

—Hazme tus preguntas.

—¿Tanta prisa tienes por hablar?

—Tu babuino me obligará a hacerlo. Es mejor que terminemos cuanto antes.

—Quiero hablarte, precisamente, de un babuino.

—Me horrorizan esos monstruos.

—Y, sin embargo, le compraste uno al cojo.

Patascortas, molesto, fingió ordenar unos bultos.

—Un encargo.

—¿Para quién?

—Un tipo extraño.

—¿Su nombre?

—Lo ignoro.

—Descríbemelo.

—No puedo hacerlo.

—Sorprendente.

—Por lo general, soy bastante buen observador. El hombre que me encargó un babuino macho muy robusto era una especie de sombra, sin consistencia y sin rasgos particulares. Llevaba una peluca que le devoraba la frente, casi le cubría los ojos, y una túnica que ocultaba su cuerpo. Sería incapaz de reconocerlo, y menos aún puesto que la transacción fue de muy corta duración. Ni siquiera discutió el precio.

—¿Su voz?

—Extraña. Estoy convencido de que la deformaba. Sin duda, algún hueso de fruta colocado entre la mejilla y los maxilares.

—¿Has vuelto a verlo?

—No.

Allí terminaba la pista. La misión del asesino había terminado, sin duda, con la caída de Pazair y la muerte de Qadash.

Divertida, Sababu colocó unos alfileres en su moño.

—Qué inesperada visita, juez Pazair; aguardad a que acabe de peinarme. ¿Tenéis acaso necesidad de mis servicios a horas tan tempranas?

—De vuestros servicios, no; de hablaros, sí.

El lugar, de ostentosos lujos, estaba empapado en embriagadores perfumes que mareaban. Pazair buscó en vano una ventana.

—¿Sabe vuestra esposa dónde estáis ahora?

—No le oculto nada.

—Mejor así. Es un ser excepcional y un excelente médico.

—Me he enterado de que conserváis por escrito vuestros recuerdos.

—¿Con qué derecho me interrogáis? Ya no sois decano del porche.

—Un pequeño juez sin destino. Sois libre de no responder.

—¿Quién os habló de mi manía?

—Suti. Está convencido de que tenéis elementos que pueden poner a Denes en dificultades.

—Suti, un muchacho maravilloso y un amante extraordinario. Por él, acepto tener un detalle.

Voluptuosa, Sababu se levantó y desapareció por unos instantes tras unos cortinajes. Reapareció con un papiro.

—He aquí el documento donde anoto los vicios de mis mejores clientes, sus perversiones y sus inconfesables deseos. Volver a leerlo es muy decepcionante. En conjunto, la nobleza de este país es sana. Hace el amor con naturalidad, sin desviaciones físicas o mentales. No puedo deciros nada. Este pasado sólo merece el olvido.

Rompió el papiro en mil pedazos.

—No habéis intentado impedírmelo. ¿Y si hubiera mentido?

—Confío en vos.

Sababu miró al juez con ojos golosos.

—No puedo ayudaros, ni amaros, y lo deploro. Haced feliz a Neferet, pensad sólo en su dicha y viviréis la más hermosa de las vidas.

Pantera ascendió a lo largo del cuerpo desnudo de Suti, más ágil que un tallo de papiro danzando bajo el viento. Se detenía, lo besaba y reanudaba su inexorable progreso hacia los labios de su amante. Cansado de su pasividad, quebró aquella tierna exploración y la tumbó de lado. Sus piernas se anudaron, se abrazaron con la violencia de un joven Nilo y se lanzaron a un ardiente placer, en el mismo momento. Uno y otro sabían que aquella perfección del deseo y de su consumación los unía, pero ni uno ni otra querían confesárselo.

Pantera era tan ardiente que un solo asalto no le bastaba; no le costó reavivar el ardor de Suti, gracias a intimas caricias.

El joven la trató de «gata libia», evocando así a la diosa del amor, que había penetrado en el desierto del oeste en forma de leona y que había regresado, dulce y seductora, bajo las apariencias del felino doméstico, nunca definitivamente domesticado. El menor gesto de Pantera despertaba la pasión, multicolor y dolorosa; tocaba a Suti como si fuera una lira, haciéndole resonar en armonía con su propia sensualidad.

—Vamos a comer fuera. Un griego acaba de abrir una taberna donde sirve hojas de parra rellenas con carne y un vino blanco de su país.

—¿Cuándo iremos a recuperar el oro?

—En cuanto esté en condiciones de emprender la expedición.

—Me pareces restablecido por completo, o casi…

—Hacer el amor es más fácil, aunque no menos agotador, que caminar varios días por el desierto; todavía debo recuperar fuerzas.

—Estaré a tu lado; sin mí, fracasarías.

—¿A quién venderemos el metal sin que nos denuncie?

—Los libios lo aceptarán.

—Nunca. Intentemos encontrar una solución en Menfis; si no, permaneceremos en Tebas hasta descubrir un modo. La operación es peligrosa.

—¡Y muy excitante! La fortuna se merece.

—Dime, Pantera… ¿qué sentiste al matar al policía felón?

—La angustia de fallar.

—¿Habías suprimido ya a un ser humano?

—Quería salvarte y lo logré. A ti te mataré si intentas abandonarme de nuevo.

Suti gozó, asombrado, con la atmósfera de Menfis. Le desconcertó, le pareció casi extraña tras su larga marcha por el desierto. En pleno barrio del Sicómoro, una abigarrada multitud se apretujaba en las cercanías del templo de la diosa Hator para escuchar a un heraldo que anunciaba las fechas de la próxima fiesta. Unos reclutas se dirigían hacia la zona militar para recibir sus equipos. Algunos comerciantes llevaban asnos y carros hacia los almacenes donde obtendrían sus lotes de cereales y productos frescos. En el puerto del «Buen viaje» maniobraban los barcos. Los marinos dispuestos a desembarcar entonaban los cantos tradicionales de la llegada.

El griego había abierto su taberna en una calleja de la parte sur, no lejos de la primera oficina del juez Pazair. Cuando Pantera y Suti penetraron en ella, les sorprendieron unos gritos de espanto.

Un carro tirado por un caballo desbocado bajaba a toda velocidad por la minúscula arteria. Aterrorizada, una mujer acababa de soltar las riendas. La rueda izquierda chocó con la fachada de una casa, la caja volcó y la pasajera se vio proyectada al suelo. Algunos viandantes detuvieron al corcel.

Suti acudió y se inclinó hacia la víctima. Con la cabeza ensangrentada, la señora Nenofar ya no respiraba.

Le prodigaron los primeros cuidados en el mismo lugar del accidente, luego, la esposa de Denes fue llevada al hospital. Sufría múltiples contusiones, una triple fractura de la pierna izquierda, un hundimiento de la caja torácica y una herida en la nuca. Era milagroso que siguiera viva. Neferet y dos cirujanos la operaron en seguida. Gracias a su robusta constitución, Nenofar escaparía de la muerte, pero se vería obligada a moverse con muletas.

Rápidamente estuvo en condiciones de hablar, y Kem recibió la autorización de interrogarla, en compañía de Pazair.

—El juez me acompaña como testigo —precisó el jefe de policía—. Prefiero que un magistrado asista a nuestra entrevista.

—¿Por qué tantas precauciones?

—Porque no acabo de percibir las causas del accidente.

—Un caballo que se desbocó… No logré controlarlo.

—¿Soléis conducir sola un vehículo como aquél? —preguntó Pazair.

—Claro que no.

—¿Y qué ocurrió en ese caso?

—Subí en primer lugar, un criado tenía que ocuparse de las riendas. De pronto, una piedra dio a la yegua, que relinchó, se encabritó y salió a todo galope.

—¿No estáis describiendo un atentado?

Nenofar, cuya cabeza estaba vendada, dejó vagar su mirada.

—Inverosímil.

—Sospecho de vuestro marido.

—¡Es odioso!

—¿Me equivoco? Detrás de su aparente honorabilidad se oculta un ser vanidoso y vil que sólo piensa en su interés.

Nenofar parecía afectada. Pazair amplió la brecha.

—Otras sospechas pesan sobre vos.

—¿Sobre mí?

—El asesino de Branir utilizó una aguja de nácar. Vos misma manejáis el instrumento con notable destreza.

Nenofar se incorporó huraña.

—Es horrible… ¿Cómo os atrevéis a proferir semejante acusación?

—Durante el proceso, que la amnistía impidió, habríais sido acusada de tráfico de telas, vestidos y sábanas. ¿Una fechoría no produce otra?

—¿Por qué os encarnizáis así?

—Porque vuestro marido es el cabecilla de una conjura criminal. ¿No sois vos acaso su mejor cómplice?

Una triste mueca crispó los labios de Nenofar.

—Estáis mal informado, juez Pazair. Antes de este accidente, tenía la intención de divorciarme.

—¿Habéis cambiado de idea?

—A través de mí, apuntaban a Denes. No lo abandonaré en plena tormenta.

—Perdonad mi brutalidad. Os deseo un rápido restablecimiento.

Ambos hombres se sentaron en un banco de piedra. La tranquilidad del babuino demostraba que nadie los observaba.

—¿Vuestra opinión, Kem?

—Caso flagrante de estupidez crónica e incurable. Es incapaz de comprender que su marido ha intentado librarse de ella, porque al separarse de él lo habría hundido en la miseria. La fortuna es de Nenofar. Denes ignoraba que hacía una jugada ganadora, fuera cual fuese el resultado de su empresa; o Nenofar moría en el accidente o volvía a ser su aliada. Es difícil encontrar una burguesa más idiota.

—Abrupta sentencia —estimó Pazair—, pero convincente. Hay algo que me parece demostrado: ella no es la asesina de Branir.