CAPÍTULO 35

Un viento violento barría la necrópolis de Menfis, donde Pazair y Neferet caminaban en dirección a la morada de eternidad de Branir. Antes de abandonar la gran ciudad y partir hacia el sur, querían rendir homenaje a su maestro desaparecido en abominables circunstancias y asegurarle que, pese a sus escasos medios, intentarían hasta el último aliento identificar al asesino.

Neferet se había puesto al talle el cinturón de cuentas de amatista que Pazair le había regalado. Friolero, el ex decano del porche se protegía con un echarpe y un manto de lana.

Se cruzaron con el sacerdote encargado del mantenimiento de la tumba y su jardín; anciano y cauto, recibía un tratamiento correcto del consistorio de Menfis para que velara por el perfecto estado de la sepultura y renovara las ofrendas.

A la sombra de una palmera, el alma del muerto, en forma de pájaro, bebía en el estanque de agua fresca tras haber obtenido de la luz la energía de la resurrección. Paseaba cada día por los alrededores de la capilla para respirar el perfume de las flores.

Pazair y Neferet compartieron el pan y el vino a la memoria de su maestro, que se asociaba a su comida, cuyos ecos repercutían en lo invisible.

—Sed pacientes —recomendó Bel-Tran—. Veros abandonar Menfis es desolador.

—Neferet y yo aspiramos a una vida sencilla y tranquila.

—Ni el uno ni el otro habéis dado todo lo que se esperaba de vosotros —insistió Silkis.

—Oponerse al destino es sólo vanidad.

Para su última velada en Menfis, el juez y la médica habían aceptado la invitación del director de la Doble Casa blanca y de su esposa. Bel-Tran, presa de una crisis de urticaria, se había dejado convencer por Neferet de que cuidara su hígado obstruido y adoptara una mejor higiene de vida. Su herida de la pierna supuraba cada vez con más frecuencia.

—Bebed más agua —recomendó la médica—, y decidle a vuestro futuro terapeuta que os prescriba diuréticos. Vuestros riñones son frágiles.

—Tal vez algún día tenga tiempo para ocuparme de mí mismo. El Tesoro me abruma con reivindicaciones que hay que tratar inmediatamente, sin perder de vista el interés general.

El hijo de Bel-Tran lo interrumpió. Acusó a su hermana de haberle robado el pincel con el que aprendía a trazar hermosos jeroglíficos para llegar a ser tan rico como su padre.

La pelirroja, furiosa al verse acusada, aunque fuera con razón, no había vacilado en abofetearle y provocar una crisis de lágrimas. Silkis, atenta, se llevó a los niños e intentó poner fin al conflicto.

—¡Ya veis, Pazair, necesitamos un juez!

—La investigación sería demasiado difícil.

—Parecéis relajado, casi satisfecho —se sorprendió Bel-Tran.

—Es sólo una apariencia; sin Neferet, habría sucumbido a la desesperación. Esta amnistía ha arruinado todas mis esperanzas de ver triunfar la justicia.

—Encontrarme frente a Denes no me divierte en absoluto. Sin vos como decano del porche, temo conflictos.

—Confiad en el visir Bagey; no designará a un incapaz.

—Se murmura que está dispuesto a abandonar su cargo para gozar de un bien merecido retiro.

—La decisión del rey le ha dolido tanto como a mí, y su salud no es muy floreciente. ¿Por qué habrá actuado así Ramsés?

—Cree, sin duda, en las virtudes de la clemencia.

—Su popularidad no ha salido reforzada —estimó Pazair—. El pueblo teme que su poder mágico se debilite y pierda poco a poco el contacto con el cielo. Devolver la libertad a criminales no es digno de un rey.

—Sin embargo, su reinado es ejemplar.

—El faraón ve más lejos que nosotros.

—Eso creía yo, antes de la amnistía.

—Reponeos, Pazair; el Estado os necesita, y también a vuestra esposa.

—Temo ser tan obstinada como mi marido —deploró Neferet.

—¿Qué argumentos utilizar para convenceros?

—El restablecimiento de la justicia.

Bel-Tran llenó personalmente las copas de vino fresco.

—Tras mi partida —rogó Pazair—, ¿tendréis la bondad de prolongar la búsqueda por lo que se refiere a Suti? Kem os ayudará.

—Intervendré ante las autoridades judiciales. ¿No sería más eficaz quedarse en Menfis y trabajar conmigo? La reputación de Neferet es tan grande que su consulta médica nunca estaría vacía.

—Mis capacidades financieras son muy limitadas —confesó Pazair—; pronto me consideraríais molesto e incompetente.

—¿Cuáles son vuestros proyectos?

—Instalarnos en una aldea de la orilla oeste de Tebas.

Silkis, que había acostado a los dos niños, oyó la respuesta de Neferet.

—Renunciad a esa idea, os lo suplico. ¿Vais a abandonar a vuestros enfermos?

—Menfis está llena de excelentes médicos.

—Pero vos sois el mío y no deseo cambiar.

—Entre nosotros no debe existir ninguna dificultad de orden material —dijo Bel-Tran—. Sean cuales sean vuestras necesidades, Silkis y yo nos comprometemos a satisfacerlas.

—Tenéis todo nuestro agradecimiento, pero ya no estoy en condiciones de ocupar un lugar elevado en la jerarquía. Mi ideal se ha derrumbado; mi único deseo es entrar en el silencio. La tierra y los animales no mienten; gracias al amor de Neferet, espero que las tinieblas sean menos espesas.

La solemnidad de estas palabras puso fin a la discusión. Ambas parejas evocaron la belleza del jardín, la delicadeza de los floridos amates y la calidad de los alimentos, olvidando el peso del porvenir.

—¿Cómo te encuentras, querida? —preguntó Denes a su esposa, tendida en unos almohadones.

—Muy bien.

—¿Qué ha encontrado el médico?

—Nada, porque no estoy enferma.

—No comprendo…

—¿Conoces la fábula del león y la rata? La fiera había atrapado al roedor y se disponía a devorarlo. Su presa le suplicó que lo respetara; ¿cómo podía satisfacerle siendo tan pequeño? Tal vez cierto día pudiera ayudarle a salir de un mal paso. El león se mostró clemente. Algunas semanas más tarde, los cazadores capturaron al gran felino y lo encerraron en una red. La rata royó la malla, liberó al león y se alojó en su melena.

—Todos los escolares conocen esta historia.

—Habrías debido recordarla cuando te acostaste con Tapeni.

El rostro cuadrado del transportista se contrajo.

—¿Qué estás imaginando?

La señora Nenofar, altiva, se incorporó. La dominaba una fría cólera.

—Tras haber sido tu amante, esa zorra se comporta como la rata de la fábula. ¡Pero es también el cazador! Sólo ella puede librarte de la red donde te ha encerrado. ¡Un chantaje! ¡Somos victimas de un chantaje por culpa de tu infidelidad!

—Exageras.

—No, mi buen marido. La respetabilidad es un bien precioso; tu amante tiene una lengua tan larga que arruinará fácilmente nuestra reputación.

—Haré que se calle.

—La subestimas. Será mejor que le demos lo que desea, sino, ambos quedaremos en ridículo.

Denes paseaba nervioso por la habitación.

—Pareces olvidar, querido, que el adulterio es una falta grave, un verdadero vicio que la ley castiga.

—No fue más que un pequeño descarrío.

—¿Cuántas veces lo has repetido?

—Divagas.

—Una noble señora de tu brazo en las recepciones y jovencitas en la cama. Es demasiado, Denes. Quiero divorciarme.

—¡Estás loca!

—Muy al contrario, absolutamente cuerda. Conservaré el domicilio conyugal, mi fortuna personal, el patrimonio que aporté y mis tierras. A causa de tu mala conducta, el tribunal te condenará a pasarme una pensión alimenticia, completada con una multa.

El transportista apretó los dientes.

—Tus bromas no me divierten.

—Te espera un porvenir difícil, querido.

—No tienes derecho a destruir nuestra existencia; ¿acaso no hemos vivido juntos nuestros más hermosos años?

—Pero ¿tienes algún sentimiento?

—Somos cómplices desde hace mucho tiempo.

—Tú has quebrado nuestra alianza. El divorcio es la única solución.

—¿Imaginas el escándalo?

—Lo prefiero al ridículo. Te perjudicará a ti, a mí no; yo apareceré, con razón, como una victima.

—Es una actitud insensata. Acepta mis excusas y sigamos poniendo buena cara.

—Me has ultrajado, Denes.

—No era mi intención, ya lo sabes. Somos socios, querida; si me arruinas, corres hacia tu perdición. Nuestros asuntos están tan mezclados que es imposible una ruptura brutal.

—Los conozco mejor que tú. Tú pasas el tiempo presumiendo, yo trabajando.

—No olvides que me esperan altos destinos. ¿No deseas compartirlos?

—Sé más claro.

—Esto sólo es una tormenta, querida; ¿qué pareja no las vive?

—Me creí al abrigo de ese tipo de intemperies.

—Hagamos una tregua para evitar cualquier precipitación. Nos perjudicaría. Un roedor como la tal Tapeni se sentiría muy feliz socavando un edificio pacientemente construido.

—Trata tú con ella.

—Iba a pedírtelo.

Viento del Norte había subido ya a bordo del barco que zarpaba hacia Tebas; el asno se complacía con forraje fresco mientras contemplaba el río. Traviesa, la mona verde de Neferet, había escapado a su dueña para trepar a lo alto del mástil. Bravo, más reservado y bastante inquieto ante la idea de una larga travesía, se mantenía entre las piernas de Pazair.

Al perro no le gustaban la agitación y el bamboleo, aunque seguiría a su dueño por un mar tempestuoso.

El traslado había sido rápido; el ex decano del porche abandonaba la mansión y su mobiliario a un eventual sucesor que Bagey no quería designar, prefiriendo mantener la función en su seno, ante la ausencia de candidatos de consideración. Antes de retirarse, el viejo visir rendía así homenaje a Pazair que, a su modo de ver, seguía mereciéndolo.

El juez llevaba la estera de sus comienzos, Neferet su estuche médico. A su alrededor había cajas llenas de jarras y botes. Viajarían con mercaderes que alababan a gritos, a modo de ensayo, la calidad de los productos, que más tarde venderían en el gran mercado de Tebas.

Pazair sentía sólo una decepción: la ausencia de Kem. Sin duda, el nubio no aprobaba su actitud.

—¡Neferet, Neferet! ¡No os vayáis!

La médica se dio la vuelta. Silkis, jadeante, la agarró del brazo.

—¡Qadash… ha muerto!

—¿Qué ha sucedido?

—Un horror… Apartémonos un poco.

Pazair hizo bajar a Viento del Norte y llamó a Traviesa. Cuando vio que su dueña se alejaba, la mona verde saltó al muelle. Bravo dio media vuelta con satisfacción.

—Qadash y sus dos jóvenes amantes extranjeros se han envenenado —confesó Silkis en un soplo—. Un sirviente ha avisado a Kem, que se ha quedado en el lugar de la tragedia. Uno de sus hombres acaba de avisar a Bel-Tran… ¡Y aquí estoy! Todo cambia, Neferet. La votación que os designó como médico en jefe vuelve a tener fuerza de ley… ¡Y seguiréis cuidándome!

—Estáis segura de que…

—Bel-Tran afirma que vuestro nombramiento no puede ser discutido. ¡Os quedáis en Menfis!

—Ya no tenemos casa, nosotros…

—Mi marido ya os ha encontrado una.

Neferet, indecisa, tomó a Pazair de la mano.

—No tienes elección —dijo él.

Bravo ladró de un modo insólito, sin furor, más bien con pasmada alegría. Así recibía la llegada de un bajel de dos mástiles procedente de Elefantina.

A proa iban un joven de largos cabellos y una mujer rubia de soberbias formas.

—¡Suti! —aulló Pazair.

El banquete fue improvisado, pero abundante. Bel-Tran y Silkis celebraron a la vez la redención de Neferet y el regreso de Suti. El héroe ocupó el proscenio narrando hazañas cuyos detalles todos querían conocer. El aventurero relató cómo se había enrolado con los mineros, el descubrimiento de aquel ardiente infierno, la traición del policía del desierto, el encuentro con el general Asher, la partida de este último hacia un destino desconocido y su propia y milagrosa fuga gracias a la intervención de Pantera. La libia se embriagó riendo, sin apartar los ojos de su amante.

Como había prometido, Bel-Tran ofreció a Pazair el disfrute de una casita en el barrio norte de la ciudad, hasta que atribuyeran una mansión oficial a Neferet. La pareja albergó de buena gana a Suti y Pantera. La libia se tendió en la cama y se durmió en seguida. Neferet se retiró a su alcoba. Ambos amigos subieron a la terraza.

—El viento no es cálido; algunas noches, en el desierto, hacía mucho frío.

—Esperé tu mensaje.

—Imposible hacértelo llegar; si me enviaste uno, no lo recibí. ¿He oído mal durante la cena: realmente Neferet es la médico en jefe del reino y tú has dimitido de tu cargo de decano del porche?

—Tu oído sigue siendo muy bueno.

—¿Te han destituido?

—Sinceramente, no. Lo dejé por propia voluntad.

—¿Desesperas de este mundo?

—Ramsés decretó una amnistía general.

—Todos los asesinos perdonados…

—Es el mejor modo de decirlo.

—Tu hermosa justicia se ha hecho pedazos.

—Nadie comprende la decisión del rey.

—El resultado es lo único que cuenta.

—Tengo que hacerte una confesión.

—¿Grave?

—He dudado de ti. Creí que me habías traicionado.

Suti se agazapó, dispuesto a saltar.

—Voy a romperte la cabeza, Pazair.

—Un justo castigo, pero también tú lo mereces.

—¿Por qué?

—Porque me has mentido.

—Es nuestra primera entrevista tranquila. A fin de cuentas, no podía decirle la verdad a ese burgués de Bel-Tran y a su melindrosa. A ti no tenía esperanza alguna de engañarte.

—¿Cómo podía admitir que habías abandonado la pista del general Asher? Tu relato es correcto hasta llegar a vuestro encuentro. Luego ya no lo creo.

—Asher y sus esbirros me torturaron con la intención de matarme a fuego lento. Pero el desierto se convirtió en mi aliado, y Pantera fue mi hada buena. Nuestra amistad me salvó cuando había perdido el valor.

—Una vez liberado, seguiste la pista del general. ¿Cuál era su plan?

—Llegar a Libia pasando por el sur.

—Astuto. ¿Tenía cómplices?

—Un policía felón y un experto minero.

—¿Muertos?

—El desierto es cruel.

—¿Qué buscaba Asher en aquellas soledades?

—Oro. Pensaba gozar de la fortuna acumulada en casa de su amigo Adafi.

—Lo mataste, ¿no es cierto?

—Su cobardía y su bajeza no tenían limites.

—¿Fue testigo Pantera?

—Más aún. Lo condenó tendiéndome la flecha que disparé.

—¿Lo enterraste?

—La arena será su sudario.

—Le negaste cualquier posibilidad de vida.

—¿Merecía una?

—Así pues, el glorioso general no gozará de la amnistía…

—Asher fue juzgado, ejecuté la sentencia que habría debido pronunciarse según la ley del desierto.

—Tus atajos son brutales.

—Me siento bastante bien. En mis sueños, el rostro del hombre que Asher torturó y asesinó aparece apaciguado por fin.

—¿Y el oro?

—Botín de guerra.

—¿No temes una investigación?

—No la realizarás tú.

—El jefe de policía te interrogará. Kem es un ser íntegro y poco manejable. Además, perdió la nariz a causa de un robo de oro del que fue injustamente acusado.

—¿No es tu protegido?

—Yo ya no soy nada, Suti.

—¡Yo soy rico! Sería estúpido dejar pasar semejante oportunidad.

—El oro está reservado a los dioses.

—¿No lo poseen en abundancia?

—Te metes en una aventura muy peligrosa.

—Lo más difícil ya ha pasado.

—¿Abandonarás Egipto?

—No pienso hacerlo, deseo ayudarte.

—Ahora sólo soy un pequeño juez campesino, sin poder alguno, como antaño.

—No abandonarás.

—No tengo medios para proseguir.

—¿Pisotearás tu ideal, olvidarás el cadáver de Branir?

—Iba a iniciarse el proceso de Denes; era un paso decisivo hacia la verdad.

—Las acusaciones incluidas en tu instrucción han sido anuladas, pero ¿y las demás?

—¿Qué quieres decir?

—Mi amiga Sababu redactó un diario intimo. Estoy convencido de que contiene apasionantes detalles; tal vez descubras allí algo que te interese.

—Antes de que Neferet quede atrapada en una red de obligaciones, haz que te examine. Tu aventura ha tenido que dejar huella.

—Pensaba suplicarle que me pusiera de nuevo en pie.

—¿Y Pantera?

—La libia es hija del desierto, tiene una salud de escorpión. Quiera el cielo que me abandone en seguida.

—El amor…

—Se desgasta antes que el cobre, y yo prefiero el oro.

—Si lo entregaras al templo de Coptos, obtendrías una recompensa.

—No bromees. ¡Una miseria comparado con lo que mi carro contiene! Pantera quiere ser muy rica. Haber seguido la pista del oro y regresar vencedor… ¿Hay algún milagro más suntuoso? Puesto que dudaste de mí, exijo un severo castigo.

—Estoy dispuesto a pagar por ello.

—Desapareceremos durante dos días. Iremos a pescar en el delta. Tengo ganas de ver agua, de bañarme, de revolcarme en fértiles praderas y en la hierba verde, de circular en barca por las marismas.

—La entronización de Neferet…

—Conozco a tu esposa: a ella no le importará.

—¿Y Pantera?

—Si estás conmigo, tendrá confianza. Ayudará a Neferet a prepararse; la libia es experta en el arte de peinar y trenzar una peluca. ¡Y regresaremos con pescados enormes!