Los policías y sus perros, al regresar de los parajes peligrosos del desierto del este, se concedían un día de descanso antes de lanzarse a las pistas para cumplir sus misiones de vigilancia. Llegaba la hora de curar las heridas, de recibir un masaje y frecuentar la casa de cerveza, donde acogedoras y dóciles mozas les venderían su cuerpo durante una noche.
«Los de la vista penetrante» intercambiaban las informaciones obtenidas durante sus expediciones y llevaban a la cárcel a los beduinos y merodeadores capturados en situación irregular.
El gigante encargado de vigilar el reclutamiento de mineros cuidó a sus lebreles y, luego, se dirigió a casa del escriba del correo.
—¿Algún mensaje?
—Una decena.
El policía leyó el nombre de los destinatarios.
—Caramba, Suti… Extraño tipo. No parece un minero.
—No es cosa mía —replicó el escriba—. Llenad el recibo.
El gigante distribuyó personalmente el correo. De paso, interrogaba a los destinatarios sobre sus corresponsales. Faltaban tres; dos veteranos que trabajaban en una mina de cobre y Suti. Tras haberlo verificado, supo que la expedición que había dirigido Efraim había regresado a Coptos la víspera. El policía se dirigió pues a la casa de cerveza, visitó los albergues, inspeccionó los campamentos de tiendas. En vano; la inspección central le comunicó que Efraim, Suti y cinco hombres más no se habían presentado al escriba encargado de anotar las idas y venidas.
Intrigado, puso en marcha el procedimiento de búsqueda.
Los siete obreros habían desaparecido. Otros habían intentado, antes que ellos, huir con piedras preciosas. Todos habían sido detenidos y severamente castigados. ¿Por que un hombre experimentado, como Efraim, se había lanzado a tan insensata aventura? «Los de la vista penetrante» se movilizaron en seguida. Olvidando placer y reposo, nada como una presa de calidad para alegrar sus almas de cazadores.
El gigante dirigiría la persecución. Con el asentimiento del escriba del correo, y por causas de fuerza mayor, abrió la carta destinada al fugitivo. Los jeroglíficos, individualmente legibles, formaban un conjunto incomprensible. ¡Un código!
El policía no se había equivocado. Aquel Suti no era un minero como los demás. Pero ¿a qué dueño servía?
Los siete hombres habían tomado una pista difícil, que se dirigía al sudeste. Tan robustos los unos como los otros, caminaban a un ritmo regular, comían poco y hacían largas paradas en los manantiales, cuyo emplazamiento sólo Efraim conocía. El jefe de equipo había exigido una obediencia absoluta y no toleraba ninguna pregunta sobre su destino.
Al final del viaje encontrarían la fortuna.
—¡Allí, un policía!
El minero señaló con el brazo una forma extraña que permanecía inmóvil.
—¡Sigue caminando, imbécil! —ordenó Efraim—. Sólo es un árbol de lana.
De tres metros de altura, el sorprendente vegetal tenía una corteza azulosa y agrietada; sus amplias hojas ovales, verdes y rosadas evocaban el tejido con el que se fabricaban los mantos de invierno. Los fugitivos utilizaron la madera para encender fuego y cocinar la gacela que habían matado por la mañana. Efraim se había asegurado de que el árbol de lana no producía un látex que provocaba parada cardíaca.
Recogió las hojas, las machacó, las convirtió en polvo y las distribuyó entre sus compañeros.
—Es un excelente purgante —comentó—, y un remedio eficaz contra las enfermedades venéreas. Cuando seáis ricos, podréis tener hembras magníficas.
—Pero no en Egipto —se lamentó un minero.
—Las asiáticas son calientes y vigorosas, os harán olvidar las mozas de vuestras provincias.
Con el vientre lleno y fresca la garganta, el grupito se puso de nuevo en marcha.
Mordido en el tobillo por una víbora del desierto, el minero murió entre atroces convulsiones.
—El muy imbécil —murmuró Efraim—. El desierto no perdona los descuidos.
El mejor amigo de la víctima se rebeló.
—¡Nos llevas a la muerte! ¿Quién podrá escapar al veneno de esas criaturas?
—Yo, y quienes sigan mis pasos.
—Quiero saber adónde vamos.
—Un charlatán como tú hablaría a troche y moche y nos traicionaría.
—Responde.
—¿Quieres que te rompa la cabeza?
El minero miró a su alrededor. La inmensidad estaba llena de celadas. Sometido, recogió su equipo.
—Si otras tentativas como la nuestra fracasaron —reveló Efraim—, la responsabilidad no fue del azar. En el grupo siempre había un chivato, capaz de informar a la policía sobre sus desplazamientos. Esta vez he tomado mis precauciones. Aunque no excluyo la presencia de un mercenario.
—¿De quién sospechas?
—De ti y de todos los demás. Cualquiera puede haber sido comprado. Si el chivato existe, se descubrirá antes o después. Para mí, será un regalo.
«Los de la vista penetrante» registraron el desierto a partir de la última posición conocida de Efraim y su grupo, y calcularon sus posibilidades de desplazamiento pensando en un ritmo rápido. Algunos correos advertían a sus colegas, tanto los del norte como los del sur, de la fuga de peligrosos delincuentes que buscaban minerales raros. Como de costumbre, la caza del hombre terminaría en un éxito absoluto.
La presencia de Suti preocupaba al gigante. Aliado con Efraim, que conocía pistas, manantiales y minas tan bien como la policía, ¿no contrarrestaría la estrategia de las fuerzas del orden? Modificó los planes clásicos y confió en su instinto.
Si él fuera Efraim, intentaría llegar a la región de las minas abandonadas. Ningún manantial, un calor asfixiante, profusión de serpientes, y ni el menor tesoro… ¿Quién iba a aventurarse por aquel infierno? Admirable escondrijo, en verdad, y más todavía, tal vez, suponiendo que los filones no se hubieran agotado por completo. Como exigía el reglamento, el gigante llevó consigo dos expertos policías y cuatro perros. Cortando las pistas habituales, interceptaría a los fugitivos en una zona de colinas, donde crecían algunos árboles de lana.
Kem estaba atado de pies y manos. ¡Cómo le habría gustado lanzarse tras las huellas del general Asher, invisible aún!
Pero la protección del juez Pazair exigía su presencia en Menfis. Ninguno de sus subordinados permanecería lo bastante atento.
Por el nerviosismo de su mono, el nubio sabía que rondaba el peligro. Ciertamente, tras sus dos fracasos, el agresor debía tomar más precauciones para que no lo descubrieran.
Eliminado el efecto sorpresa, organizar un accidente le resultaría cada vez más difícil; pero ¿no optaría aquel hombre por una acción más violenta y definitiva?
Salvar a Pazair era el objetivo esencial del jefe de policía.
A su modo de ver, el juez encarnaba una forma de vida imposible que era necesario preservar a toda costa. Durante los largos años en los que había sufrido más de lo deseable, Kem no había conocido a ningún ser de aquella clase. Jamás le confesaría a Pazair la admiración que sentía por él por miedo a alimentar una bestia rastrera y viscosa, aquella vanidad tan dispuesta a pudrir los corazones.
El babuino despertó. El nubio le dio carne seca y cerveza dulce, luego se apoyó en el murete de la terraza desde la que vigilaba la mansión del juez. Le tocaba dormir mientras el simio montaba guardia.
El devorador de sombras maldecía la mala suerte. Se había equivocado aceptando esa misión, que no correspondía a su especialidad, matar de prisa y sin rastro. Por un instante había sentido deseos de renunciar, pero sus comanditarios lo habrían denunciado, y su palabra no habría tenido peso alguno frente a la de ellos. Además, se lanzaba a sí mismo un desafío. Hasta entonces, ningún fracaso había salpicado su carrera; que un juez fuera su más hermosa víctima lo excitaba en sumo grado.
Lamentablemente, el hombre gozaba de una celosa y eficaz protección. Kem y su mono eran temibles adversarios, cuya vigilancia parecía imposible de burlar. Desde la fracasada agresión de la pantera, el jefe de policía seguía los pasos del juez y hacía que su propia vigilancia fuera completada por varios policías de élite.
La paciencia del devorador de sombras era infinita. Sabría esperar el menor fallo, la menor falta de atención. Paseando por el mercado de Menfis, donde los vendedores exponían productos exóticos procedentes de Nubia, se le ocurrió una idea, que podía suprimir la principal línea de defensa del adversario.
—Es tarde, querido.
Ante Pazair, sentado en la posición del escriba, había una decena de papiros desenrollados, iluminados por dos altas lámparas.
—Estos documentos me quitan las ganas de dormir.
—¿De qué se trata?
—De las cuentas de Denes.
—¿De dónde las has sacado?
—Proceden del Tesoro.
—¿No las habrás robado? —preguntó la muchacha sonriendo.
—He dirigido una demanda oficial a Bel-Tran. Ha respondido en seguida procurándome los documentos.
—¿Qué has descubierto?
—Irregularidades. Denes se ha olvidado de pagar algunas casas y parece haber hecho trampa con los impuestos.
—¿Y se arriesga a algo más que una multa?
—Bel-Tran, apoyándose en mis observaciones, sabrá turbar la serenidad financiera de Denes.
—Siempre la misma obsesión.
—¿Por qué está el transportista tan seguro de sí mismo? Tengo que penetrar su caparazón sea como sea.
—¿Noticias de Suti?
—Ninguna. Tendría que haberme enviado un mensaje a través de la policía del desierto.
—Algo se lo habrá impedido.
—No cabe duda.
La vacilación de Pazair sorprendió a Neferet.
—¿Qué sospechas?
—Nada.
—¡Quiero la verdad, juez Pazair!
—En la última sesión del tribunal, Denes habló de una posible traición de Suti.
—¿Y tú has caído en esa trampa?
—Que Suti me perdone.
—Dos en la galería de la derecha, los demás en la de la izquierda —ordenó Efraim—. Suti y yo nos encargaremos de la del centro.
Los mineros hicieron una mueca.
—Están en muy mal estado. Las vigas están medio podridas; si se derrumban, no saldremos vivos.
—Os he traído a este infierno porque la policía del desierto lo cree estéril. No hay agua y las minas están agotadas, ¡eso es lo que se afirma en Coptos! Os he descubierto el antiguo pozo; vosotros tenéis que descubrir el tesoro de estas galerías.
—Demasiado peligroso —decidió uno de los mineros—. Yo no entro.
Efraim se acercó al miedoso.
—Nosotros dentro y tú solo fuera… Eso no me gusta.
—Peor para ti.
El puño de Efraim cayó con inaudita violencia sobre el cráneo del recalcitrante. Su víctima se derrumbó. Uno de sus colegas, con ojos despavoridos, se inclinó sobre él.
—¿Lo has matado?
—Un sospechoso menos. Entremos en la galería.
Suti precedió a Efraim.
—Avanza poco a poco, pequeño… Tantea las vigas sobre tu cabeza.
Suti se arrastró por una tierra roja y pedregosa. La pendiente era suave, pero el techo muy bajo. Efraim llevaba la antorcha.
Brotando de las tinieblas, Suti descubrió un brillo blanco.
Tendió la mano; el metal era suave y fresco.
—¡Plata… plata aurífera!
Efraim le pasó las herramientas.
—Todo un filón, pequeño. Despréndelo sin estropearlo.
Bajo el blanco de la plata brillaba el oro; el soberbio metal servía para revestir el enlosado de algunas salas de los templos y objetos sagrados en contacto con el suelo, con el fin de preservar su pureza. ¿No se componía el alba de piedras de plata que transmitían la luz de los orígenes?
—¿Hay oro más abajo?
—Aquí no, pequeño. Esta mina es sólo una primera etapa.
El gigante acarició los perros mientras sus colegas excavaban las fosas para los cadáveres. La primera parte de la expedición era un éxito; habían exterminado a la mayoría de los fugitivos y recuperado una buena cantidad de plata. Tres ladrones seguían huidos.
Los policías se pusieron de acuerdo. El gigante decidió proseguir solo, con el perro más fuerte, agua y víveres; sus dos colegas llevarían el precioso metal a Coptos. Los fugitivos no tenían posibilidad alguna de sobrevivir; sabiéndose perseguidos, bajo la amenaza de las flechas y un dogo, tendrían que apresurar el paso. No había agua en tres días de camino, por lo menos. Dirigiéndose hacia el sur, darían forzosamente con una patrulla de vigilancia.
El gigante y su perro no correrían riesgo alguno y se limitarían a levantar la pieza, cortándole cualquier posibilidad de retirada. Una vez más, «los de la vista penetrante» habrían vencido al hampa.
En la mañana del segundo día, los tres fugitivos lamieron el rocío que cubría las piedras de la pista. El minero escapado llevaba al cuello la bolsa de cuero donde había metido fragmentos de plata. Con las manos crispadas sobre su tesoro, fue el primero en ceder. Sus piernas se doblaron, cayó de rodillas en el pedregal.
—No me abandonéis —suplicó.
Suti volvió hacia atrás.
—Si intentas ayudarlo —avisó Efraim—, moriréis los dos. Sígueme, pequeño.
Llevando el minero a hombros, Suti quedaría pronto atrás. Se perderían en aquel tórrido desierto donde sólo Efraim era capaz de encontrar el camino.
Con el pecho ardiente y los labios agrietados, el joven siguió a Efraim.
La cola del dogo se movía cadenciosamente. El policía se felicitó por su descubrimiento: el cadáver de un minero, al que el gigante dio la vuelta con el pie. No hacía mucho tiempo que el fugitivo había muerto. Sus manos apretaban con tanta fuerza la bolsa de cuero que el gigante se vio obligado a cortarlas para recuperar los fragmentos de plata.
Se sentó, apreció el valor del botín, alimentó a su perro, le dio de beber y bebió y comió él también. Acostumbrados a interminables marchas, ni el uno ni el otro sentían los mordiscos del sol. Respetaban los tiempos de descanso necesarios y no malgastaban ni una pizca de energía.
Ahora eran dos contra dos, y la distancia entre policías y ladrones no dejaba de disminuir.
El gigante se volvió. Había tenido varias veces la sensación de que lo seguían; el perro, orientado hacia la presa, no señalaba nada.
Limpió su puñal en la arena, se humedeció los labios y reanudó la persecución.
—Un esfuerzo más, pequeño. Junto a la mina de oro hay un pozo.
—¿Con agua?
Efraim no respondió. Tantos sufrimientos no podían ser en vano.
Un círculo de piedras señalaba la presencia del manantial. Efraim excavó con las manos, ayudado pronto por Suti. Primero, arena y guijarros; luego una tierra más blanda, casi húmeda; por fin, una especie de barro que les mojó los dedos, y el agua, que ascendía del Nilo subterráneo.
El policía y su perro asistieron al espectáculo. Hacía una hora que habían alcanzado a los fugitivos y se mantenían a distancia. Los oyeron cantar, los vieron beber a pequeños tragos, alegrarse y, luego, dirigirse a la mina de oro abandonada que no figuraba en ningún mapa.
Efraim había jugado bien sus cartas. No había confiado en nadie, guardando para sí el secreto que había arrancado a un viejo minero.
El policía verificó su arco y sus flechas, bebió un trago de agua fresca y se preparó para su última intervención.
—El oro está aquí, pequeño. El último filón de una galería olvidada. El oro suficiente para permitir que dos buenos amigos vivan días felices en Asia.
—¿Hay otros lugares como éste?
—Algunos.
—¿Por qué no explotarlos?
—Ha pasado el tiempo. Debemos huir, nosotros y nuestro patrón.
—¿Quién es?
—El hombre que nos espera en la mina. Los tres sacaremos el oro y lo transportaremos en narrias hasta el mar. Un barco nos llevará a la zona desierta, donde se ocultan unos carros.
—¿Has robado mucho oro para tu patrón?
—No le gustarían tus preguntas. Mira, ahí viene.
Un personaje de corta talla, gruesos muslos y cara de comadreja avanzó hacia los dos supervivientes. Pese al ardiente sol, la sangre de Suti se heló.
—Tenemos a la policía pisándonos los talones —declaró Efraim—. Saquemos el oro y marchémonos.
—Extraño compañero me traes —se asombró el general Asher.
Apelando a sus últimos recursos, Suti huyó hacia el desierto. No tenía posibilidad alguna de vencer a Efraim y Asher, armado con una espada. Primero, escapar; luego, reflexionar.
Un policía y su perro le cerraron el camino. Suti reconoció al gigante que vigilaba la contratación de los mineros.
Tensó el arco; el perro sólo esperaba una palabra para saltar.
—No sigas, muchacho.
—¡Sois mi salvador!
—Invoca a los dioses antes de morir.
—No os equivoquéis de blanco. Cumplo una misión.
—¿Por orden de quién?
—Del juez Pazair. Debo demostrar la participación del general Asher en un tráfico de metales preciosos… ¡Y ya tengo la prueba! Siendo dos, podremos detenerlo.
—No te falta valor, muchacho, pero la suerte te ha abandonado. Trabajo para el general Asher.