CAPÍTULO 27

Como de costumbre, la recepción había sido muy brillante. La señora Nenofar se había exhibido con unos suntuosos atavíos, aceptando con delectación los solícitos cumplidos de sus huéspedes.

Denes había cerrado algunos ventajosos contratos, satisfecho con el continuo crecimiento de una empresa de transportes que despertaba la admiración de todos los que eran algo en Egipto. Nadie sabía que tenía en sus manos el poder supremo. Sin impaciencia alguna, aunque nervioso, experimentaba sensaciones cada vez más excitantes; mañana, quien lo hubiese criticado caería más bajo que el propio suelo, y quien lo hubiera apoyado sería gratificado. El tiempo jugaba a su favor.

Fatigada, Nenofar se había retirado a sus aposentos. Cuando los últimos invitados se hubieron marchado, Denes paseó por su vergel para asegurarse de que no habían robado fruto alguno.

Una mujer brotó de la oscuridad.

—¡Princesa Hattusa! ¿Qué estáis haciendo en Menfis?

—No pronunciéis mi nombre. Espero vuestra entrega.

—No comprendo.

—El hierro celeste.

—Sed paciente.

—Imposible. Lo necesito, y en seguida.

—¿Por qué tanta prisa?

—Me arrastrasteis a una locura.

—Nadie podrá llegar hasta vos.

—El juez Pazair lo ha conseguido.

—Tentativa de intimidación.

—Me ha inculpado y piensa hacerme comparecer, como acusada, ante un tribunal.

—¡Bravuconadas!

—Lo conocéis mal.

—Su expediente está vacío.

—Lleno de pruebas, testimonios y declaraciones.

—Ramsés intervendrá.

—Pazair confía el caso al juez Bagey; el rey tendrá que someterse a la ley. Seré condenada, Denes, privada de mis tierras y, en el mejor de los casos, recluida en un palacio provincial. Y tal vez la pena sea más grave.

—Enojoso.

—Quiero el hierro celeste.

—No lo tengo todavía.

—Mañana como muy tarde. De lo contrario…

—¿De lo contrario?

—Os denunciaré al juez Pazair. Sospecha de vos, pero ignora que sois el instigador de la apropiación de alimento fresco. Los jueces me escucharán, sabré ser convincente.

—Concededme un plazo más largo.

—Dentro de dos días habrá luna llena; gracias al hierro celeste, mi magia será eficaz. Mañana por la noche, Denes, o vos caeréis conmigo.

Ante la pasmada mirada de Traviesa, la mona verde de Neferet, Bravo tomó un baño. Con pata prudente, el perro se aventuró por el estanque de los lotos y el agua le pareció a su gusto. Era el día de descanso de las sirvientas y Neferet sacó personalmente la jarra del pozo. Su boca parecía un capullo de loto, sus pechos amorosas manzanas; Pazair la veía ir y venir, colocar flores en un altar a la memoria de Branir, alimentar a los animales, levantar la mirada hacia las golondrinas que, cada anochecer, revoloteaban por encima de su mansión, entre ellas, la superviviente, que mantenía sus alas abiertas.

Neferet vigiló los frutos del sicómoro, ahora de un hermoso color amarillo, pero se volverían rojos al madurar. En mayo, los abriría en el mismo árbol para que se vaciaran de los insectos que habían establecido en ellos su domicilio.

Dulces y carnosos, los higos serían entonces comestibles.

—He leído el expediente de Hattusa, mis escribanos han comprobado la forma. Puedo transmitirlo al visir con mis conclusiones.

—¿Lo sospecha la princesa?

—Conoce mi decisión.

—¿Cómo va a interponerse?

—No importa. Bagey debe dirigir el proceso; ninguna intervención me impedirá actuar.

—¿Ni siquiera si el faraón te pide que renuncies?

—Me destituirá, pero no renunciaré. De lo contrario, mi corazón quedaría mancillado para siempre; ni siquiera tú podrías lavarlo.

—Kem me ha dicho que han perpetrado contra ti una tercera tentativa de asesinato.

—Los esbirros de Hattusa querían ahogarme; antes era un solo hombre el que intentaba dejarme tullido.

—¿Lo ha identificado el jefe de policía?

—Todavía no. El tipo parece especialmente astuto y hábil. Los informadores de Kem permanecen mudos. ¿Qué ha decidido el consejo médico?

—Han aplazado la elección. Nuevos postulantes han sido invitados a presentarse; Qadash mantiene su candidatura y hace visita tras visita a los miembros del comité.

Ella posó la cabeza en sus rodillas.

—Suceda lo que suceda, habremos vivido felices.

Pazair puso su sello en la sentencia de un tribunal de provincias que condenaba a un alcalde de pueblo a veinte bastonazos y a una pesada multa por denuncia calumniosa. Probablemente, el edil apelaría; si la sentencia se confirmaba, se le doblaría la pena.

Poco antes de mediodía, el juez recibió a la señora Tapeni. Pequeña, menuda, con los cabellos muy negros, sabía utilizar su encanto y había convencido a unos huraños escribas para que le abrieran la puerta del decano del porche.

—¿Qué puedo hacer por vos?

—Lo sabéis muy bien.

—Aclarádmelo.

—Deseo conocer el lugar donde se oculta vuestro amigo Suti, que es también mi marido.

Pazair esperaba el asalto. Después de Pantera, a Tapeni tampoco le era indiferente la suerte del aventurero.

—Ha salido de Menfis.

—¿Por qué razón?

—Misión oficial.

—Naturalmente, no me revelaréis su naturaleza.

—De ningún modo.

—¿Corre peligro?

—Cree en su suerte.

—Suti volverá. No soy mujer a la que se olvide y abandone.

La voz contenía más amenazas que ternura. Pazair intentó una experiencia.

—¿Os ha molestado, en estos últimos tiempos, alguna gran dama?

—Dada mi posición, de buena gana solicitan los mejores tejidos.

—¿Nada más grave?

—No comprendo.

—¿La señora Nenofar, por ejemplo, os ha exigido silencio?

Tapeni pareció turbada.

—Hablé de ella a Suti porque maneja admirablemente la aguja.

—No es la única en Menfis. ¿Por qué arrojasteis su nombre a las fieras?

—Vuestras preguntas me molestan.

—Sin embargo, son indispensables.

—¿Con qué fin?

—Investigo un delito grave.

Una extraña sonrisa apareció en los labios de Tapeni.

—¿Está complicada Nenofar?

—¿Qué sabéis exactamente?

—No tenéis derecho a retenerme aquí.

Rápidamente se dirigió hacia la puerta.

—Tal vez sepa muchas cosas, juez Pazair, pero ¿por qué voy a confiaros mis secretos?

¿Es posible sentirse satisfecho por la buena marcha de un hospital? En cuanto un enfermo curaba, otros lo sustituían, y el combate empezaba de nuevo. Neferet no se cansaba de curar; vencer el sufrimiento le producía un goce inagotable. El personal la ayudaba con abnegación, los escribas de la administración se encargaban de una gestión sana; así podía consagrarse a su arte, perfeccionar los remedios conocidos, intentar descubrir otros nuevos. Día tras día operaba tumores, reparaba miembros quebrados, reconfortaba a los pacientes incurables. A su alrededor tenía un equipo de médicos, experimentados unos, principiantes otros, que, sin necesidad de levantar la voz, la obedecían sin preocupaciones.

La jornada había sido dura. Neferet había salvado a un hombre de cuarenta años, víctima de una oclusión intestinal. Cansada, bebía agua fresca cuando Qadash irrumpió en la sala donde los facultativos se lavaban y cambiaban. El dentista de blancos cabellos apostrofó a Neferet con voz pedregosa.

—Quiero consultar la lista de las drogas que posee el hospital.

—¿Con qué derecho?

—Soy candidato al puesto de médico en jefe, y necesito esta lista.

—¿Qué pensáis hacer con ella?

—Debo completar mis conocimientos.

—Como dentista, sólo utilizáis algunos productos específicos.

—¡La lista, rápido!

—Vuestras exigencias no tienen fundamento. No pertenecéis al personal especializado del hospital.

—Juzgáis mal la situación, Neferet. Debo probar mis competencias. Sin una enumeración de las drogas, mi candidatura seguirá incompleta.

—Sólo el médico en jefe del reino podría obligarme a obedeceros.

—¡Soy el futuro médico en jefe!

—Que yo sepa, Nebamon todavía no ha sido sustituido.

—Cumplid mis órdenes, no lo lamentaréis.

—No pienso hacerlo.

—Si es necesario, forzaré la puerta de vuestro laboratorio.

—Seríais gravemente castigado.

—No sigáis resistiéndoos. Mañana seré vuestro superior. Si os negáis a cooperar, os expulsaré de vuestro puesto.

Avisados por el altercado, varios facultativos rodearon a Neferet.

—Vuestra jauría no me impresiona.

—Salid de aquí —ordenó un joven médico.

—Hacéis mal hablándome en este tono.

—¿Es vuestro comportamiento digno de un terapeuta?

—Caso de urgencia —estimó Qadash.

—Sólo desde vuestro punto de vista —rectificó Neferet.

—El cargo de médico en jefe debe ser atribuido a un hombre de experiencia. Aquí me apreciáis todos. ¿Por qué enfrentarnos de ese modo? Actuamos con el mismo deseo de servir a los demás.

Qadash defendió su causa con emoción y convicción; evocó su larga carrera, su abnegación con los enfermos, su voluntad de ser útil al país sin verse trabado por una ridiculez administrativa.

Pero Neferet siguió mostrándose inflexible. Si Qadash quería obtener la lista de los venenos y las drogas, debía justificar su uso; mientras no se designara al sucesor de Nebamon, ella sería su vigilante custodio.

El jefe del estado mayor del general Asher deploró la ausencia de su superior. El juez Pazair insistió.

—No se trata de una visita de cortesía. Tengo que interrogarlo.

—El general abandonó el cuartel.

—¿Cuándo?

—Ayer por la noche.

—¿Con qué destino?

—Lo ignoro.

—¿No le obliga el reglamento a informaros de sus desplazamientos?

—Sí.

—¿Y por qué no lo hizo?

—¿Cómo puedo saberlo?

—No puedo contentarme con vagas explicaciones.

—Registrad el cuartel si lo deseáis.

Pazair interrogó a otros dos oficiales, sin obtener mayores aclaraciones. Según varios testigos, el general se había marchado hacia el sur en carro.

Sin excluir una artimaña, el juez se dirigió a la oficina de países extranjeros. No se había iniciado ninguna expedición oficial a Asia.

Pazair pidió a Kem que encontrara lo antes posible al general. El jefe de policía no tardó en confirmar su partida hacia las provincias meridionales, sin poder ser más preciso; Asher se había encargado de enmarañar las pistas.

El visir estaba irritado.

—¿No son excesivas vuestras afirmaciones, juez Pazair?

—Hace una semana que investigo.

—¿Qué os han dicho en los cuarteles?

—No hay rastro de Asher.

—¿Y la oficina de países extranjeros?

—No le confió misión alguna, a menos que sea secreta.

—En ese caso, me habrían informado, pero no ha sido así.

—Se impone una conclusión: el general ha desaparecido.

—Inadmisible. ¡Sus cargos le impiden semejante deserción!

—Ha intentado escapar de la red que iba a caer sobre él.

—¿Le habrán hecho mella vuestros constantes asaltos?

—A mi modo de ver, ha tenido miedo de vuestra intervención.

—Eso significa que la justicia lo habría condenado.

—Sin duda, sus amigos lo han abandonado.

—¿Por qué motivo?

—Asher ha tomado conciencia de que ha sido manipulado.

—Pero, para un soldado, la huida…

—Es un cobarde y un asesino.

—Si vuestras acusaciones son ciertas, ¿por qué no ha tomado la dirección de Asia para unirse con sus verdaderos aliados?

—Tal vez su marcha hacia el sur sea sólo un ardid.

—Daré órdenes de que cierren las fronteras. Asher no saldrá de Egipto.

Si no tenía cómplices, Asher no escaparía de aquella ratonera. ¿Quién se atrevería a apoyar a un general caído desdeñando una orden del visir?

Pazair hubiera debido alegrarse de tan formidable victoria. El general no podría justificar su deserción; engañado por los traidores, se tomaría la revancha en el segundo proceso que se abriría contra él. Sin duda, había intentado vengarse de Denes y Chechi, ante su fracaso, había decidido desaparecer.

—Haré llegar a los gobernadores provinciales un decreto ordenando el inmediato arresto de Asher. Que Kem lo transmita a los servicios de policía.

Gracias al correo urgente, en menos de cuatro días el general sería buscado por todas partes.

—Vuestra tarea no ha terminado —prosiguió el visir—. Si el general es sólo un brazo ejecutor, llegad a la cabeza.

—Ésa es mi intención —afirmó Pazair, cuyos pensamientos volaban hacia Suti.

Denes condujo a la princesa a la forja clandestina donde trabajaba Chechi. Situada en un barrio popular, se ocultaba tras una cocina al aire libre atendida por empleados del transportista. El químico experimentaba allí con aleaciones y probaba el efecto de ácidos vegetales sobre el cobre y el hierro.

El calor era asfixiante. Hattusa se quitó el manto y la capucha.

—Una visita real —anunció Denes satisfecho.

Chechi no levantó los ojos. Estaba concentrado en una delicada operación, una soldadura en la que se mezclaban oro, plata y cobre.

—El pomo de una daga —explicó—. Será la del futuro rey, cuando el tirano haya desaparecido.

Con el pie derecho, Chechi manejaba a intervalos regulares un fuelle para atizar el fuego; manipulaba los fragmentos de metal con unas pinzas de bronce y tenía que ir de prisa, pues éste se fundía a la misma temperatura que el oro.

Hattusa se sentía incómoda.

—Vuestros experimentos no me interesan. Quiero el hierro celeste que he comprado.

—Sólo pagasteis una parte —precisó Denes.

—Entregádmelo y tendréis el resto.

—Siempre tan impaciente.

—¡No me gusta vuestra insolencia! Mostradme lo que me debéis.

—Tendréis que esperar.

—¡Ya basta, Denes! ¿Me habéis mentido?

—No del todo.

—¿No os pertenece, acaso, el metal?

—Lo recuperaré.

—¡Os habéis burlado de mí!

—No os equivoquéis, princesa; simple anticipación. Actuamos juntos para acabar con Ramsés, ¿no es esto lo esencial?

—Sois sólo un ladrón.

—Inútil cólera. Estamos condenados a permanecer unidos.

Una mirada de desprecio envolvió al transportista.

—Os engañáis, Denes. Prescindiré de vuestra ayuda.

—Romper nuestro contrato sería una estupidez.

—Abrid esta puerta y dejadme partir.

—¿Callaréis?

—Haré lo que me convenga.

—Necesito vuestra palabra.

—Apartaos.

Denes permaneció inmóvil y Hattusa lo empujó. Furioso, el transportista la rechazó y, retrocediendo, la princesa chocó contra las ardientes tenazas que Chechi había puesto sobre una piedra. Soltó un aullido, tropezó y cayó en el horno.

Sus ropas se inflamaron en seguida.

Denes no hizo nada, y Chechi se quedó esperando las instrucciones del primero. Cuando el transportista abrió la puerta y huyó, el químico lo siguió. La forja ardía.